Terapia Vincular-Familiar. Claudia Messing
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El tercer factor, la falta de respaldo a la autoridad de los padres, tiene que ver con el mencionado debilitamiento del Estado en su función protectora. Esto, a su vez, deteriora al resto de las instituciones, como la familia y la escuela, que se ven obligadas a compartir su rol socializante con el mercado de consumo, los medios masivos de comunicación y el papel cada vez más protagónico de las redes sociales. Esto lleva a que sea mucho más difícil para los padres sostener la autoridad, ya que los únicos puntos de apoyo con que cuentan en un mundo cada vez más incierto y peligroso son sus propios valores y percepción. Pero, sobre todo, es mucho más difícil aprender a poner límites cuando los apoyos de los padres también están debilitados. Los padres que carecen de apoyos internos en sus padres terminan en una posición de mayor dependencia con sus hijos y buscan su aprobación. Por eso, la Terapia Vincular-Familiar tiene entre sus principales objetivos lograr que los padres recuperen su propio lugar de hijos para ayudarlos a adquirir esa firmeza imprescindible en tiempos de simetría del niño y del joven con el adulto.
Algunos de los efectos de la falta de internalización de la función paterna son las fallas en los procesos de simbolización, la pérdida del poder metafórico de las palabras, que son sentidas como cosas y tomadas en forma literal, lo que provoca fuertes sentimientos de desvalorización, enojo y violencia. Otras consecuencias son las fallas en la represión, la falta de límites, la intolerancia a las limitaciones, el predominio de una posición pasiva de demanda y responsabilización hacia el otro y la dificultad para tolerar las diferencias, el aumento del maltrato y la violencia en los vínculos y el consumo problemático de sustancias. También, como vimos, el incremento y prematurez de las nuevas sintomatologías junto con la aparición permanente de nuevos “trastornos” definidos por los manuales de psiquiatría.
Asimismo, asistimos a un auge de los modelos machistas, de intolerancia a las diferencias, de búsqueda de vínculos simbióticos, de maltrato y violencia. La necesidad de autoafirmación a través del sometimiento del otro, junto con la necesidad de obtener algún grado de separación en vínculos simbióticos refuerzan los mecanismos de maltrato, violencia y dominación del hombre hacia la mujer.
La simetría del niño con el adulto como cambio de la subjetividad
El otro eje potenciador del aumento de las nuevas sintomatologías, como adelantamos, está dado por la modificación cualitativa que introduce la simetría del niño con el adulto como cambio de la subjetividad, que dificulta aún más la internalización de la función de límite y separación (Messing, 2017).
La simetría del niño con el adulto representa un cambio en las características de la primera identificación del niño con sus padres, de esa especie de imprinting que compartimos con los animales. La investigación mencionada –para la cual se recogieron 1.587 testimonios de padres, educadores y otros profesionales provenientes de distintas regiones y estratos sociales de Argentina, Perú, Chile, Bolivia y Brasil– permitió distinguir tres dimensiones íntimamente relacionadas, cuya diferenciación posibilitó una mejor descripción y comprensión del fenómeno y sus múltiples efectos. La primera es la copia o mimetización masiva que hacen los niños de la forma de hablar, pensar y actuar de los adultos, que los lleva a confundirse con ellos y a tomar como propias sus roles y funciones, sus emociones, rasgos y deseos insatisfechos, así como las historias y situaciones traumáticas no resueltas tanto de sus padres como de generaciones anteriores. La segunda dimensión se refiere al efecto imaginario de paridad o equiparación total con el adulto que ponen en evidencia los niños desde la más tierna infancia y que complica profundamente el proceso educativo y de crianza, puesto que los niños no reconocen la palabra del adulto como calificada, sino tan solo como un criterio más dentro de otros. La tercera dimensión muestra cómo a partir de la mimetización masiva con el otro aparece una dificultad en la individuación y la internalización de los padres como figuras protectoras.
Copia o mimetización, paridad y falta de internalización
Los niños se mimetizan masivamente con sus padres desde que nacen; se confunden con ellos, con su lugar y con sus historias, los copian como si estuvieran frente a un espejo sin que interfiera el proceso de represión que existía hasta hace medio siglo. A partir de la década de 1970, el cuestionamiento al modelo autoritario producido en el mundo erradicó el miedo y la distancia vigentes en las anteriores formas de crianza, que impedían este tipo de mimetización masiva. La mayor cercanía y demostración afectiva favorecen el trabajo de las neuronas espejo, que a través del contagio emocional podrían ser las responsables de este proceso de mimetización masiva.
La copia masiva del adulto genera en el niño una gran confusión, ya no juega como antes a ser un adulto, sino que se confunde con él, cree serlo con todas sus capacidades. Así, vemos en videos de YouTube a bebés que discuten con sus madres antes de hablar, que se sienten “bravas” (sin son italianas) y/o “grandes” porque confían en su propio criterio. Y también vemos bebés que mantienen verdaderas conversaciones telefónicas a través de los celulares sin que se les entienda una sola palabra, ya que hablan en su propio idioma, pero se manejan con la plena certeza de estar comunicándose como cualquiera de los adultos a su alrededor. En este aspecto, impacta ver niños que ya no juegan a ser adolescentes, sino verdaderamente creen serlo. Por ejemplo, el de un niño de unos seis años al que se ve cortándose el pelo con una afilada tijera mientras aconseja a los niños menores de quince que pidan ayuda a sus padres para hacerlo, algo que él no necesita porque, dice, “ya soy un adulto, adolescente, pero me quité la barba” (Facebook Lic. Claudia Messing, 2020). O el de la hija de una paciente, que para superar la humillación que siente por ser chiquita inventa un personaje dice que “ya es grande, tiene siete años y puede vivir sola”. O el del niño estadounidense de cinco años que se peleó con su mamá porque no le quería comprar un Lamborghini y decidió llevarse el auto familiar e ir por la autopista a California para comprar uno él mismo, con tres dólares (Infobae, 2020).
Pudimos corroborar nuestra hipótesis de la mimetización masiva del niño con el adulto a través de la adultización que mostró el 97 % de 2.236 dibujos proyectivos realizados por niños de seis a doce años de Argentina y Perú (Messing, 2017). También, a través de la investigación realizada entre 764 jóvenes argentinos de diecisiete a veintisiete años, a los que se les tomó el Test del Árbol (Messing, 2010), entre los que se verificaron rasgos de simetría en el 99 % de los casos. Fue revelador descubrir, además, cómo las frases con que los jóvenes describían sus árboles solo podían corresponder a la vida de un padre o un abuelo, lo que hizo evidente la mimetización masiva inconsciente con situaciones vitales que no son propias, con los consiguientes efectos emocionales en sus proyectos personales. Los mismos rasgos de mimetización masiva con historias que no eran propias aparecían en muchas copas truncadas y aplastadas de sus árboles, en troncos podados o cortados; es decir, rasgos que indican una interrupción o quiebre en el desarrollo que no puede corresponder a la vivencia de un joven que recién comienza su vida y no manifiesta en sus relatos