Un corazón rebelde. Kira Sinclair

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haber dicho algo.

      –¿Y qué ibas a hacer? Si me hubiera imaginado adónde iba a llegar, lo habría hecho, pero es que ya casi era libre. Un par de meses más, y me habría largado de la casa y de su alcance.

      A menudo se había preguntado si precisamente eso fue lo que lo desencadenó todo aquella noche, pero la pregunta siempre se había quedado sin respuesta y parecía que iba a seguir así.

      –No tiene sentido darle más vueltas –dijo, haciendo un gesto con la mano. Se había pasado años en terapia y había logrado un sentimiento de paz en cuanto a Blaine.

      Lo que ahora necesitaba era pasar página con Stone. Dejar atrás el anhelo que se había pasado años intentando convencerse de que no existía.

      Había entrado en aquella estancia enfadada con él y consigo misma, pero debajo de todo eso siempre había palpitado una burbuja de necesidad y desconcierto y, en aquel momento, mirando sus ojos dorados, sintió la necesidad imperiosa de encontrar el modo de purgar todo aquello.

      –Lo siento –dijo, casi sin darse cuenta de que quisiera decirlo.

      –¿Qué sientes?

      ¿Que qué sentía? ¿Cómo podía dudarlo?

      –Haberte arruinado la vida.

      Capítulo Dos

      Las palabras de Piper fueron para él como un puñetazo en el pecho, pero seguía hablando ajena a su efecto.

      –He trabajado mucho para poder dejar atrás lo que Blaine me hizo. Ahora ya no tiene ningún poder sobre mí. Lo que no consigo dejar atrás es lo que tú me hiciste.

      Esa era, exactamente, la razón por la que no podía tocarla. No podía culparla por odiarle. Él se odiaba a sí mismo por cómo habían salido las cosas, aunque seguramente no cambiaría ni una coma. No, si con ello conseguía que Piper estuviera a salvo.

      Solo los años de práctica controlando todo lo que llevaba dentro le permitieron seguir sin que su expresión reflejase nada en absoluto, pero no porque sus palabras no le dolieran más que la herida de arma blanca que le infligieron el primer año de cárcel, antes de que encontrase el modo de amasar poder e inspirar miedo y respeto.

      De pronto Piper le empujó por el pecho. En circunstancias normales habría podido permanecer perfectamente equilibrado, pero aquella situación era cualquier cosa menos normal, de modo que se encontró sentado en el suelo, mirándola.

      El absurdo de todo aquello le hizo estallar en carcajadas. Si Finn y Gray lo pudieran ver, ellos también se morirían de risa. Dejándose llevar se tumbó sobre la alfombra y siguió riendo con los ojos cerrados. Dios, incluso aquello resultaba sorprendente.

      –¡Para! –oyó que le decía y, de mala gana, abrió los ojos. Se encontró con que lo miraba incrédula–. Nada de todo esto tiene gracia.

      –Te equivocas. No sabes cuánto –contestó, levantándose. Ver cómo pasaba de la irritación a la preocupación volvió a provocarle la risa. Siempre había sido una mujer inteligente.

      Se acercó al ventanal y se guardó las manos en los bolsillos. Así, a lo mejor, dejaba de desear tocarla.

      –Muchos hombres más grandes y más fuertes que tú han intentado derribarme. ¿No te parece divertido que una mujer de apenas metro sesenta logre lo que ellos no han podido? A mí, sí.

      –He entrenado defensa personal –contestó, y eso le hizo perder las ganas de reír, porque estaba clara la razón por la que había querido aprender.

      –Yo, también –contestó, aunque él lo había aprendido por la vía dura.

      Cuando accedió a declararse culpable, su abogado le dijo que iría a una cárcel de mínima seguridad, la clase de lugar a la que llevaban a los delincuentes de guante blanco. Pero fueran como fuesen, los delincuentes eran eso, delincuentes, y a ninguno le gustaba tener a un asesino entre ellos, menos aún a uno famoso, que había accedido a una sentencia menor gracias a sus influencias.

      Tampoco ayudaba el hecho de que la historia de la muerte de Blaine y su rápida confesión apareciera en todas las redes. Y su negativa a hablar sobre lo ocurrido fue como echar leña al fuego. Se había limitado a decirle a su abogado que adujera que había sido un accidente. Pasaron meses antes de que los periodistas dejaran de perseguirlo.

      –¿Por qué lo hiciste?

      Sabía exactamente qué le estaba preguntando, pero prefirió fingir que había malinterpretado la pregunta.

      –¿El qué? ¿Matarlo? Creo que es obvio. En realidad no pretendía matarlo. Por eso no me acusaron de asesinato.

      Debería haber sabido que Piper no iba a dejar que se fuera de rositas con esa respuesta.

      –Ya sabes que no me refiero a eso. ¿Por qué reconociste la culpabilidad? ¿Por qué no me dejaste que le dijera la verdad a la policía? Ni siquiera me interrogaron. ¿Qué les dijiste? ¿Por qué te negaste a verme y a hablar conmigo?

      Con cada palabra, la voz de Piper había ido creciendo en intensidad hasta acabar rebotando en las librerías que los rodeaban. Si no tenía cuidado, todo el mundo abajo la oiría, y los años que había pasado encerrado no habrían servido de nada.

      Se acercó a ella solo con la intención de pedirle que bajara la voz, pero el fogonazo de miedo que vio en sus ojos no le pasó desapercibido, y se detuvo antes de llegar a su lado.

      –No habría supuesto ninguna diferencia –le dijo, consciente de que el calor que emanaba de su cuerpo le estaba haciendo hervir la sangre.

      –Eso es una tontería. Lo habría cambiado todo. ¡Me estabas defendiendo!

      –Lo maté –sentenció–. No tenías por qué volver a contar el horror por el que te hizo pasar delante de su padre y de su madre, así que daba igual.

      –¡A mí no me daba igual!

      Pero no lo bastante para… no. No iba a terminar ese pensamiento. No había querido que saliera en su defensa. No había querido que tuviera que sufrir más.

      –Y luego, me dejaste completamente fuera. Eras mi mejor amigo, Stone. La persona en el mundo a quien le contaba todo.

      –No todo –la corrigió.

      –¿Por qué no me dejaste que te fuera a visitar? –contraatacó, después de un segundo de silencio–. Que estuviera ahí para ti, igual que tú lo estuviste para mí.

      No había comparación, y de ningún modo iba a permitir que lo viera como estaba aquellos primeros meses, magullado y medio roto. También se había negado a que lo viera su madre, aunque seguramente eso Piper no lo sabía. La única persona a la que había permitido que lo visitara era su padre, y solo porque le había arrancado la promesa de que no le revelaría a nadie cómo se encontraba. Era la primera vez que lo trataba como a un hombre y no como a un muchacho. Quizás fuera la primera vez que había sido de verdad un hombre.

      –Mira, Piper, tú no tenías por qué acercarte a ese lugar.

      –Tú tampoco –espetó,

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