Novia prestada - En la batalla y en el amor. Elizabeth Lane

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Novia prestada - En la batalla y en el amor - Elizabeth Lane Ómnibus Harlequin Internacional

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parte.

      —¡Judd! ¿Qué demonios estás haciendo?

      La puerta se abrió. Recortada su silueta por la luz de la lámpara, Quint entró en la habitación…

      —¡Judd! ¡Despierta!

      Sintió una mano sacudiéndole un hombro. Su voz. Su fragancia. Aturdido, abrió los ojos.

      —Despierta. Estabas soñando —estaba inclinada sobre él, con su rostro iluminado por la vela que había colocado sobre la mesilla. Sus rizos trigueños le caían sobre los hombros.

      Judd parpadeó varias veces. ¿Había estado soñando? Tenía la sensación de que había ocurrido de verdad. Hasta qué punto había sido real para él lo demostraba la humedad pegajosa que sentía bajo las sábanas.

      Y la culpa también la había sentido, cuando en el sueño Quint entró en la habitación…

      —¿Qué hora es? —murmuró.

      —Casi las diez. Estabas dormido cuando entré a buscar la bandeja. Me entraron ganas de dejarte dormir toda la noche, pero el doctor me dijo que podía resultar peligroso.

      —No se me había ocurrido. Gracias por despertarme —vio que estaba en bata y camisón—. ¿Ya estabas acostada?

      Sentándose en la mecedora, se cerró la bata sobre las rodillas.

      —Iba a dormir en tu habitación, aquí al lado. Pero tenía miedo de dormirme y no oírte. Así que esta noche la pasaré aquí.

      Judd se removió incómodo. Pasar una noche con Hannah en la misma habitación era lo último que necesitaba. Al día siguiente, se prometió en silencio, se levantaría de aquella cama aunque tuviera que ser lo último que hiciera en su vida. Se vestiría, saldría e intentaría hacer algo útil. Y por la noche volvería a su habitación. Aquella grande y mullida cama, con Hannah tan cerca, era un lugar peligroso.

      —Estaré bien. Vuelve a la cama.

      —Tienes una fuerte contusión. Alguien tiene que quedarse aquí contigo —se hundió en el asiento, decidida a quedarse—. Además, quiero disculparme contigo. Esta tarde me comporté como una estúpida. Te dije cosas muy injustas.

      —Fue un día muy duro para los dos, Hannah —suspiró—. La verdad duele: tú tenías razón. Debí haber sabido que no podía corregir el pasado casándome contigo.

      —Has sido muy generoso conmigo. No puedo culparte por ello.

      —La generosidad no puede traer a Quint a casa. Y tampoco puede traer paz a mi madre. Los papeles del divorcio están en mi escritorio, bajo llave. Una palabra tuya y los firmaré. Me encargaré de que nunca os falte de nada, ni a ti ni al bebé.

      Hannah vaciló lo suficiente para que a Judd se le acelerara el corazón. Finalmente negó con la cabeza.

      —No, todavía es demasiado pronto. Ese momento aún no ha llegado.

      —Gracias —su pulso había recuperado su ritmo normal—. Sé que me he expresado muy mal, con mucha torpeza. Pero quiero que sepas que aquí te necesitamos.

      Era lo que ella había ansiado escuchar: lo supo por la manera en que se suavizó su expresión. Por lo demás, había sido una frase sincera. Su madre la necesitaría durante los meses siguientes. Y él la necesitaba en ese mismo momento… más de lo que le habría gustado admitir.

      Pero estaba pisando un terreno prohibido: Hannah era la mujer de su hermano. Esa clase de pensamientos no tenían ningún derecho a invadir su mente. Ya era hora de tomar medidas al respecto.

      Hacía rato que la vela ya se había consumido. Hannah seguía sentada en la mecedora, viendo dormir a Judd. Lo había mantenido despierto durante todo el tiempo posible, hablándole de sus padres, de sus raíces noruegas, de la constante lucha de su familia por alimentar y vestir a sus hijos.

      Había descorrido las pesadas cortinas y abierto las ventanas, para dejar entrar la luz de la luna y el fresco aire de la noche. Podía ver claramente a Judd recostado en los almohadones, con la cabeza vuelta hacia un lado. Tenía los ojos cerrados y su magullado rostro tiznado de desinfectante. Hannah tuvo que luchar contra el sorprendente impulso de acunarle la cabeza contra su pecho, de acariciarle el pelo castaño y besar los golpes y arañazos que lastimaban su piel dorada. Ese día había estado a punto de morir… y todo por un simple ternero.

      Se abrazó las piernas. El reloj de péndulo del vestíbulo dio la hora: la una. Judd seguía con los ojos cerrados, pero la cadencia de su respiración se había acelerado. Había empezado a retorcerse bajo las sábanas.

      En ese momento estaba murmurando algo, palabras que Hannah apenas podía entender.

      —No… no me obligues a hacerlo. Dios, no puedo… bajaremos, te llevaré a un médico… no puedes… —el resto quedó ahogado por sollozos.

      Al final sus movimientos se tornaron tan violentos que Hannah temió que pudiera agravar sus heridas. Desesperada por inmovilizarlo, se tumbó a su lado y lo estrechó en sus brazos.

      —Ssshh, no pasa nada… —apoyó la cabeza en su pecho: su cuerpo estaba envuelto en un sudor frío—. Estás soñando, Judd —murmuró, acariciándole el pelo bajo el húmedo vendaje—. Tranquilo, yo estoy aquí…

      Poco a poco las convulsiones fueron cediendo. Su respiración volvió a serenarse. Judd dormía en sus brazos como un niño cansado. Le dio un beso en la frente, Judd Seavers era un hombre bueno y cariñoso. Pero una horrible visión torturaba su mente. Una imagen que tenía que haber experimentado de primera mano.

      ¿Habría alguna manera de combatir aquellas pesadillas? Hablar de lo que le había sucedido podría ser un primer paso. Pero Judd era un hombre muy reservado. Sin el whisky que había bebido, nunca le habría hablado de la muerte de su padre y del implacable corazón de su madre. Sabía que necesitaría algo más que alcohol para despejar la oscuridad que acechaba en aquellos sueños.

      Pero ella era la esposa de Judd. Si no lo ayudaba ella… ¿quién lo haría?

      Judd volvía a respirar profundamente. Su aroma, una mezcla de sudor masculino y tierra fresca, se mezclaba con el olor a whisky y a desinfectante. Bajo las sábanas, se arrebujó contra su calor, sintiéndose extrañamente segura y reconfortada. Y es que estaba tan cansada…

      Hasta que por fin la venció el sueño.

      La despertó la luz de la mañana entrando por el ventanal abierto. El lado de la cama de Judd estaba vacío, la sábana fría. Alarmada, se levantó rápidamente. La única señal de que había estado allí era una venda que se le había soltado y había caído a la alfombra.

      En bata, corrió a la habitación contigua. La cama estaba vacía y el armario abierto. Sus botas, que ella había estado limpiando durante la noche, no aparecían por ninguna parte. Lo maldijo en silencio: ¿dónde se habría metido? Tendría que estar en la cama.

      Sin molestarse en vestirse, bajó corriendo las escaleras y salió al porche. Escrutó el patio; transcurrieron varios segundos antes de que lo descubriera. Se hallaba en la puerta del granero. Uno de los hombres lo estaba ayudando a enganchar los caballos en la calesa.

      —¡Buenos días,

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