Deuda de deseo. Caitlin Crews

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Deuda de deseo - Caitlin Crews Bianca

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del tiempo ni su perfecta forma física hiciera otra cosa que aumentar su carisma, eso no le llamó tanto la atención como la energía que emanaba. Le pareció más grande y amenazador de lo que era, una especie de gigante oculto en el cuerpo de hombre.

      Tuvo la impresión de que la simple sombra que proyectaba podía tragarse a cualquiera que cometiera el error de acercarse.

      Sin embargo, ella no lo sabía cuando le puso la mano en el brazo.

      No tenía ni idea cuando la miró a los ojos y se sintió como si su corazón estuviera a punto de estallar.

      –¿Me invita a una copa? –acertó a preguntar, al borde del pánico.

      La frase ni siquiera fue espontánea. Sencillamente, era lo que había que decir, según le había contado Annette, su madre, una mujer de cuerpo frágil y carácter fuerte que, cada vez que iba a una de sus fiestas, volvía más débil que antes, como si algo o alguien le estuviera arrancando pedazos de su ser, dejándola cada vez más vacía. Había muerto cuando Julienne tenía catorce años, y todo el mundo dijo que había sido una bendición.

      Pero ella tenía intención de sobrevivir, por muy grande que fuera su vacío interior. Y, a diferencia de Annette, que nunca había sido una buena madre, estaba decidida a cuidar de Fleurette, que solo tenía diez años por entonces. Habría hecho lo que fuera por su hermana. Aunque le hubiera costado la vida.

      –¿Cuántos años tienes? –preguntó él en francés, con un ligero acento italiano.

      Julienne no esperaba esa pregunta. Ninguno de los hombres de su pueblo se había interesado jamás por su edad. Y, aunque tenía dieciséis años, abrió la boca con intención de decir que tenía dieciocho.

      Pero él se le adelantó.

      –No mientas –añadió–. ¿Qué edad tienes?

      –La necesaria –respondió, intentando sonar seductora–. Hace tiempo que puedo mantener relaciones con quien quiera, según la ley.

      Él la miró de tal forma que Julienne se estremeció. Nunca, ni antes ni después, se había sentido tan transparente, tan fácil de ver. Incluso tuvo la seguridad de que Cristiano Cassara había accedido a todo lo que le había pasado, a todo lo que había planeado, a la vida que llevaba antes de abandonar su pueblo, a Fleurette escondida en un callejón y a su bolsillo y su estómago absolutamente vacíos.

      Pero, sobre todo, a sus sueños, sus esperanzas y a todo lo que estaba dispuesta a hacer. Empezando entonces, con él.

      –No, gracias –dijo Cristiano.

      Y luego, cambió su vida.

      Con un simple movimiento de mano.

      Sin embargo, eso era el pasado, y ahora estaba en el presente, aunque las costumbres de Cristiano no hubieran cambiado mucho. Aún tenía la manía de pedir copas que nunca probaba. Se limitaba a pedirlas y a juguetear con ellas en una especie de sobria vigilia. Algunos decían que no le gustaba beber porque su padre había dedicado más tiempo al alcohol que a su esposa y su hijo.

      Y aún tenía boca de poeta, con un fondo de sensualidad por el que nunca se había dejado llevar; por lo menos, delante de ella. Ni siquiera lo captaban los paparazis que se escondían por todas partes para hacerle fotos sin que se diera cuenta. Sus imágenes eran siempre las de un hombre de dura y brutal belleza, con ojos que atravesaban y pómulos que hacían pensar en santos y mártires.

      Afortunadamente, Julienne era demasiado lista como para convertir a Cristiano en una especie de mito, al contrario de lo que Fleurette solía decir. Y, aunque tuvo la sensación de que había notado su presencia mucho antes de que se girara para mirarla, guardó la compostura, dejó su enjoyado bolso en la barra y se inclinó hacia él.

      Además, aquella noche no iba a permitir que su hechizo la confundiera. Se iba a concentrar en el hombre, no en el dios que parecía ser.

      En primer lugar, porque era el presidente de la empresa que había heredado de su abuelo y, en segundo, porque ella trabajaba para él. Había empezado a trabajar en la sede de Milán diez años antes, cerca del colegio que Cristiano les buscó. Al principio, solo tenía un empleo a tiempo parcial; pero luego, cuando terminó la secundaria, le dieron un puesto fijo. Y desde entonces, no había dejado de ascender.

      Indudablemente, Cristiano le había salvado la vida. Pero nunca hablaban de ello, y Julienne se preguntaba con frecuencia si alguien más sabría lo generoso que era o lo bien que la había tratado, porque su ayuda no se había limitado a darle un empleo y pagar sus estudios y los de su hermana: también les había cedido uno de sus pisos de Milán, y con varios criados, para que cuidaran de ellas.

      Sin embargo, los criados no les hicieron demasiada falta. Como decía Fleurette, estaban acostumbradas a vivir sin ayuda de nadie, y ya eran tan adultas en algunos sentidos que, en realidad, se criaron solas.

      Al pensarlo, Julienne sintió un poco de nostalgia. Ahora vivía en Nueva York. Había trabajado muy duro para conseguir su puesto de vicepresidenta de la sede estadounidense de Cassara Corporation. Y se había esforzado aún más por cerrar acuerdos tan beneficiosos para Cristiano que no solo pagaran todo lo que había hecho por ellas, sino que le dieran mucho más de lo que les había dado.

      Justo entonces, él la miró a los ojos.

      Con la misma dureza de siempre.

      –Gracias por haber venido –dijo ella, tan seria como si estuvieran en un despacho.

      –¿Cómo no iba a venir? Es muy insistente –replicó él, con el típico tono de desaprobación que su secretaria intentaba corregir, sin éxito.

      Ella sonrió, aún tranquila.

      –Nos conocimos aquí, señor Cassara. ¿Se acuerda?

      Julienne supo que acababa de romper todas las normas con aquella afirmación, las normas no escritas que habían respetado durante toda una década. Ni Fleurette ni ella mencionaban nunca que Cristiano las había salvado y, en cuanto a él, se comportaba como si no tuvieran ninguna relación personal.

      A veces, Julienne tenía miedo de que lo hubiera olvidado todo, de que no se acordara de lo que había hecho por dos pobres chicas de un pueblo francés, de que significaran tan poco para él que ni siquiera recordara que las había sacado de la calle y las había llevado a uno de sus pisos, en el centro de Milán.

      Sin embargo, era evidente que sus temores carecían de fundamento. Lo vio en la sorpresa de sus ojos marrones con vetas doradas, tan oscuros como el chocolate agridulce que vendía su empresa.

      –Sí, claro que me acuerdo –replicó él, mirándola con tanta intensidad que Julienne casi se estremeció–. Pero fue una reunión de la que ninguno de los dos hemos hablado en diez años. ¿A qué viene entonces este súbito viaje por el sendero de la memoria?

      La voz de Cristiano sonó seca, deliberadamente dura y tan calculada como todo lo que hacía. Julienne se dio cuenta de que intentaba amedrentarla, pero no lo consiguió. Con el paso de los años, se había vuelto tan firme como él; en parte, porque había seguido su ejemplo y, en parte, porque estaba convencida de que era lo que él quería.

      –A que, durante los diez años transcurridos, he tenido tiempo de sobra para calcular lo que le costó rescatarnos a Fleurette y a mí –respondió ella, sin perder el aplomo–.

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