Mi honorable caballero - Mi digno príncipe. Arwen Grey

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Mi honorable caballero - Mi digno príncipe - Arwen Grey Ómnibus Harlequin Internacional

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se volvió hacia ella y le sacó la lengua.

      —Mucho desprecias a sir Benedikt, pero sois igualitos, con vuestros amargos comentarios contra el matrimonio y el amor. No creas que no os he visto a los dos poner cara de funeral cuando padre ha anunciado lo del baile. ¡Sois tan gruñones que hasta haríais buena pareja!

      Cassandra lanzó un grito de indignación, se levantó y se acercó a ella. Después se tiró sobre su prima y comenzó un duro ataque de cosquillas que la dejó exhausta y con la respiración irregular.

      —No te atrevas a repetir algo así o tendré que retarte a duelo, chiquilla.

      Iris no respondió, pero pensó que la idea no era tan descabellada después de todo. Dos personas que discutían tanto entre ellos se cansarían algún día, se dijo, y se darían cuenta de que tenían más en común de lo que pensaban. O tal vez se quedaran mudos del cansancio. Conociendo a ambos, no sabía cuál de las dos opciones era más probable.

      Cinco

      La mañana siguiente amaneció reluciente y clara como pocas, preludiando un día que prometía todas las delicias que eran de esperar en tan hermoso paraje y con tan agradable compañía.

      Lord Ravenstook, que no deseaba que sus huéspedes se aburrieran, había preparado una excursión a unas ruinas cercanas a su propiedad para después de comer.

      Libres a su albedrío hasta la hora de la excursión, los jóvenes caballeros del príncipe decidieron salir a cabalgar con su señor, ya que no estaban acostumbrados a la inactividad y pocas veces durante la guerra habían podido hacerlo por puro placer.

      Camino a las caballerizas se toparon con Cassandra e Iris, a las que el príncipe Peter invitó a unirse al paseo, por aquello de hacer todavía más bonito el paisaje. Las muchachas se negaron alegando que tenían muchas cosas que hacer para tener a punto la salida de la tarde.

      —Aunque espero que no insinúe Su Alteza que la hermosura de nuestra campiña desmerece la de vuestra Rultinia —dijo Iris, bajando los ojos, arrepentida quizá de haberse dirigido a él con tanta audacia.

      Peter rio y se acercó a ella para tomarle una mano. La sostuvo entre las suyas antes de besársela en un gesto galante, de modo que Charles tuvo un momento de incomodidad, pensando que su príncipe se estaba tomando demasiadas libertades con su enamorada.

      —No hay paraje en toda Rultinia, señora —dijo Peter con una media sonrisa—, que se compare en belleza al brillo de vuestros ojos.

      Iris se sonrojó de un modo tan violento que pareció un tomate maduro a punto de estallar.

      Cassandra contempló al príncipe con los ojos entrecerrados. ¿Era posible que se interesara por una muchacha sencilla, aunque era bien cierto que poseería una fortuna cuando su padre falleciera? ¿O acaso era de ese tipo de hombres que regalaba cumplidos a toda mujer que se topaba en su camino? Lo vio soltar la mano de su prima y avanzar, seguido de sus caballeros, camino de las caballerizas sin echar una sola mirada hacia atrás. No parecía demasiado preocupado por la impresión que causaba en la muchacha, o lo fingía muy bien, a juzgar por sus risas y su forma de bromear con sus caballeros, ajeno por completo a que ella seguía allí.

      Su mirada se volvió hacia Charles, que susurraba algo en el oído de sir Benedikt, visiblemente molesto. ¡He ahí un hombre preocupado por la impresión que hubiera causado el príncipe en Iris! Sonrió y corrió para alcanzar a su prima, que parecía tener prisa para refugiarse en la mansión. Quizás el príncipe fuera un hombre galante sin otro objetivo que ese, el de ser amable con toda dama que se topara en su camino, pero el conde no sabía disimular, para bien o para mal, y era obvio que estaba celoso.

      —Te dije que era mejor no decir nada —decía Charles en ese momento—. Si tú no le hubieras dicho que a mí me interesaba Iris, él ni siquiera se hubiera fijado en ella.

      Benedikt apartó al joven, que se había pegado a él de manera bastante desagradable. Observó al príncipe, que caminaba unos metros por delante de ellos, ajeno por completo a lo que ocurría a su alrededor. Debía de estar sordo para no escuchar los susurros a gritos de Charles, pensó con regocijo.

      —Si yo no se lo hubiera dicho, él mismo se habría dado cuenta al ver esa cara de cordero degollado que pones al mirarla. Además, si ella dejara de interesarse por ti para fijarse en Peter, se confirmaría mi idea de que no hay ninguna mujer de fiar en el mundo, quitando una madre o una abuela, y eso siempre y cuando no haya dinero de por medio.

      Charles bufó y se detuvo.

      —No estamos discutiendo tu odio hacia las mujeres, estamos hablando de que el príncipe quiere robarme a la mujer a la que amo.

      Benedikt detuvo sus pasos en seco y se volvió hacia su amigo.

      —Baja la voz, insensato. ¿Acaso quieres que se entere toda Inglaterra de lo tonto que eres? Primero —comenzó Benedikt apuntándole con un dedo—, yo no odio a las mujeres. No me fío de ellas, que no es lo mismo. Y ni siquiera es eso, es que nunca he encontrado a ninguna que me interese lo suficiente como para tomarme la molestia de empezar a confiar en ella. Segundo, pasando a lo tuyo, Iris no sabe que la amas, espero, o podría jugar con tu corazón como si fuera una frágil figurita de porcelana, al menos mientras sigas portándote como un memo. Y tercero y último, Peter no quiere robarte a tu amada. Él jamás haría eso.

      —¿Cómo estás tan seguro?

      Benedikt se encogió de hombros.

      —Mira, amigo, ni siquiera pondría la mano por mi sombra, así que no la voy a poner por una chica rubia de hermosos ojos. Pero te diré una cosa sobre Peter. Le gustan las mujeres, mucho, pero nunca la de un amigo, ¿me entiendes? Y ahora déjate de bobadas de jovenzuelo celoso y vamos, o se nos hará de noche.

      Las ruinas de la vieja abadía que se hallaban en la propiedad de lord Ravenstook y daban nombre a la mansión Raven’s Abbey, o Abadía de los Cuervos, eran visitadas cada año por centenares de personas venidas de toda Inglaterra, e incluso del extranjero, a causa del magnífico estado de conservación de sus arcos de estilo románico y la estructura de sus bóvedas centrales. También las viejas tumbas que las rodeaban se encontraban en un buen estado, ya que lord Ravenstook otorgaba una pequeña porción de su renta a un aplicado joven del pueblo para que dedicara parte de su tiempo al estudio y conservación de las ruinas, lo cual incluía la limpieza de las malas hierbas del camposanto.

      Los animales que habían dado nombre al santo lugar rondaban todavía por allí, y se decía que el día que abandonaran la abadía, el invierno reinaría por siempre en Inglaterra. Era por ello por lo que el dueño de la propiedad los cuidaba como si fueran sus mascotas, teniéndoles abundante provisión de grano y agua en las fuentes cercanas.

      El anciano iba contando todas estas historias, salpicadas con anécdotas personales, a sus invitados mientras paseaban entre las pintorescas piedras, atento a las negras nubes que, contra todo pronóstico, amenazaban con arruinar su día perfecto. En un momento dado decidió enviar a Cassandra con un recado para los cocheros, pidiéndoles que lo tuvieran todo a punto por si tenían que regresar a casa a toda prisa.

      —Pero no vayas sola, no vaya a ser que se te aparezca la Dama Blanca —le dijo con un guiño jocoso antes de que se fuera.

      —Acompáñala, Benedikt —ordenó el príncipe, a su vez, con un ademán distraído, mientras seguía a su anfitrión, sorteando lápidas y piedras llenas

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