Pack Bianca febrero 2021. Varias Autoras
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Hasta que apareció Mia Hamilton.
Mia, una desconocida secretaria de la oficina de Londres, se había convertido en la ayudante personal de Rafael Romano.
Cuando le diagnosticaron la enfermedad, Dante intentó dejar a un lado su animadversión para que el tiempo que le quedaba a su padre fuese lo más agradable posible. No le importaba que se hubiera trasladado a Luctano porque tenía su propio helicóptero.
Lo que le preocupaba era que ella estuviese allí.
En el hospital, Mia tenía la decencia de alejarse cuando iba a visitar a Rafael…
Mia, su madrastra.
Odiaba a la mujer de su padre y verla en la casa familiar no le hacía la menor gracia, pero llamaría al hospital para organizar el traslado y, por el momento, seguiría con la reunión del consejo.
Pero la pantalla de su móvil se iluminó de nuevo y Dante se alarmó.
–¿Por qué no nos tomamos un descanso? –sugirió–. Cuando volvamos, tal vez podríamos hablar de algo que no sea mi vida sexual.
Salió de la sala de juntas, dejando a Luigi con expresión airada, y se dirigió a su despacho. Tenía cuatro llamadas perdidas del médico de su padre y eso no auguraba nada bueno.
–¿Doctor Minnelli? Soy Dante Romano.
Y así, de repente, supo que todo había terminado.
El médico le contó que la salud de su padre se había deteriorado de forma repentina y, antes de que pudiese llamar a la familia para decirles que el final estaba cerca, Rafael Romano había fallecido.
Dante había sabido que ese día iba a llegar y, sin embargo, la muerte de su padre fue un golpe que lo dejó sin respiración.
Miró hacia la basílica de San Pablo Extramuros y clavó los ojos en la enorme cúpula.
No podía creer que su padre hubiese muerto.
–¿Sufrió mucho? –le preguntó, con voz entrecortada.
–No, en absoluto –le aseguró el médico–. Todo fue muy rápido.
Roberto, su abogado, estaba con él. La signora Romano estaba en el jardín del hospital, pero Rafael murió antes de que pudiese llegar a la habitación…
Dante no quería saber nada de Mia Romano, que era irrelevante y pronto desaparecería de sus vidas como el cáncer que era. Su padre había muerto solo con el abogado de la familia a su lado, sin Angela, su leal esposa durante tres décadas hasta que Mia apareció en sus vidas.
–¿Ha llamado a mi madre?
–No, aún no. La signora Romano pensó que era mejor llamarle a usted.
Bueno, al menos en eso no se había equivocado porque Dante no hubiera querido saberlo por Mia. La había odiado desde la primera vez que la vio.
Aunque eso no era del todo cierto. La había odiado desde la segunda vez que la vio. La primera vez no sabía que ella era la mujer que había roto el matrimonio de sus padres.
Ese día, Mia llevaba un vestido de lino de color lavanda, el pelo rubio sujeto en un moño. Dante se había quedado fascinado por los ojos de color azul zafiro, enmarcados por largas y pálidas pestañas.
–¿Quién eres? –le había preguntado cuando entró en el despacho de su padre.
–Mia Hamilton –había respondido ella–. La ayudante del señor Romano.
Su mediocre italiano debería haber sido una advertencia, pero Dante estaba demasiado cautivado como para pensar con claridad.
Dante recordaba la exquisita tensión en el aire cuando sus ojos se encontraron. Recordaba el ligero rubor que se había extendido por sus altos pómulos, el largo y esbelto cuello… pero entonces su padre entró en el despacho.
O, más bien, por suerte su padre entró en el despacho en ese momento.
Rafael le había pedido a Mia que saliese del despacho y, unos minutos después, Dante había descubierto por qué a su padre no le importaba que su ayudante no hablase italiano.
Más tarde descubriría lo decidida y tenaz que era la estirada Mia Hamilton.
Y lo implacable.
Mia se había negado a ser la amante de Rafael Romano y no aceptaría nada menos que ser su esposa.
La prensa había crucificado a Mia, a quien calificaban de buscavidas y cosas peores. «La reina de hielo», la habían llamado en muchas revistas porque jamás mostraba la menor emoción. Ni siquiera cuando la que pronto sería exesposa de Rafael, Angela Romano, lloró abiertamente en una entrevista televisada mientras hablaba sobre el final de su matrimonio. Ese día, Mia Hamilton había sido fotografiada de compras en Via Cola di Rienzo.
Dante no se había unido a las voces de condena porque su animosidad hacia Mia era profundamente personal. Su desdén hacia ella era en realidad una defensa.
Por supuesto, había apuntalado la propiedad del negocio para evitar que ella lo tocase con sus manos de buscavidas, pero mientras se decía a sí mismo que la quería de rodillas, suplicando, la verdad era que solo la quería… de rodillas.
Tras un rápido divorcio seis meses después del día que la conoció en el despacho de su padre, Mia Hamilton se había convertido en Mia Romano.
Naturalmente, Dante no había asistido a la boda. Había respondido a la invitación con una nota escrita a mano diciendo que siempre había considerado el matrimonio como una institución irrelevante y nunca más que en ese momento.
Ningún miembro de la familia había acudido a la boda, por supuesto. Su madre vivía ahora permanentemente en Roma y su madrastra tenía los tacones firmemente clavados en la residencia de Toscana.
El hogar de su familia.
Pero no podía pensar en Mia ahora, cuando su padre acababa de morir.
–Gracias por todo lo que ha hecho por él –le dijo al médico, llevándose una mano a la frente–. Yo le daré la noticia a mi familia.
A la auténtica familia de Rafael.
Después de cortar la comunicación, Dante se quedó inmóvil un momento, pensativo. Su padre había planeado su propio funeral con el mismo cuidado que había puesto en su primer viñedo para convertirlo en el enorme imperio que era ahora.
Sí, a pesar de sus diferencias, Dante lo echaría mucho de menos.
–Sarah –murmuró, pulsando el intercomunicador– ¿puedes pedirle a Stefano y Ariana que vengan a mi despacho, por favor?
–Sí, claro.
–Y a Luigi.
Los mellizos