Diario de la pandemia. Santiago Roncagliolo
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Diario de la pandemia - Santiago Roncagliolo страница 5
—Guadalupe Nettel
Tiempo de virus
Jorge Volpi
La peste pasará, los libros en el tiempo amarillo
seguirán tras las hojas de los árboles.
Eugenio Montejo
1. Contagio
Un fantasma recorre el mundo, el fantasma del apocalipsis viral. Pocas metáforas han alimentado tanto los miedos del siglo xxi como aquellas derivadas de la biología y en particular de la epidemiología. De pronto, los complejos nexos que hemos ido descubriendo en todos los ámbitos en estos azarosos y desconcertantes tiempos de capitalismo tardío parecen necesitar de este lenguaje para explicar sus desafíos. Decenas de series y películas —de Contagio, de Steven Soderbergh a Doce Monos, de Terry Gilliam, pasando por todo el orbe de zombis que va de The Walking Dead a Guerra Mundial Z— han retratado este pavor que ahora por fin parece encarnarse en la epidemia del nuevo SARS-CoV-2.
Medio vivos y medio muertos, los virus, formados con trozos de material genético recubiertos por una membrana y cuyo único objetivo parece ser reproducirse enloquecidamente, se han convertido en nuestra más grande amenaza, pero también en nuestro mayor anhelo. Trasladándolos del ámbito de las ciencias naturales a la informática, les hemos dado su nombre a esos programas malignos que desquician nuestros aparatos tecnológicos y decimos que se vuelve viral cualquier información que de pronto estalla en redes sociales. También a las células terroristas y a los migrantes hemos querido tratarlos como virus, elementos patógenos que llegan a nuestros países con el único objetivo de invadirnos.
Nuestros mayores enemigos se comportan como virus, están allí, agazapados en algún lugar, hasta que de pronto —como el coronavirus que salta de un murciélago y un pangolín a un humano—, paralizan medio mundo. Virus y zombis, los dos emblemas de nuestra época. El elemento externo que nos inocula desde dentro y los monstruos en los que nos transmutamos: seres desprovistos de voluntad, medio vivos o medio muertos, incapaces de tomar decisiones, obsesionados únicamente con devorarnos unos a otros. Algo semejante a lo que nos ocurre a diario en las redes sociales, donde nos convertimos en estos mismos caníbales descerebrados.
2. Covid-19 y sus metáforas
Miedo al otro. Pánico a las multitudes y a las aglomeraciones. Individualismo exacerbado. Desconfianza hacia las autoridades. Teorías de la conspiración sobre el origen de la pandemia. Teorías de la conspiración sobre el número de infectados. Recuento diario de enfermos y muertos, como en una guerra. La guerra como estrategia política. Fascinación morbosa ante la curva epidémica. Falta de información. Exceso de información. Y, por supuesto, el encierro. Cada uno en su propio país, en su propia ciudad, en su propia casa. Confinamiento voluntario y luego obligatorio. Estados de emergencia y excepción. Fronteras clausuradas. Suspensión de vuelos. Aislamiento frente al resto del mundo. Nacionalismo como legitimación de las medidas extremas. Xenofobia. Expulsión de los extranjeros. La calle como peligro. El mundo virtual como única conexión con el exterior. Aburrimiento, acedia, apatía, depresión. Aumento de la violencia intrafamiliar, de la violencia de género y del abuso infantil. Nuevas formas de convivencia.
Como advertía Susan Sontag en su visionario La enfermedad y sus metáforas (1978), que daba cuenta de la forma de referirnos a los afectados por la tuberculosis y el cáncer, y posteriormente en su El sida y sus metáforas (1989), lo peor que podemos hacer ante un padecimiento clínico es asociarlo con el carácter de quien lo sufre. En vez de ello, deberíamos pensar que cualquier enfermedad, como la producida ahora por el SARS-CoV-2, es sólo eso y no un cúmulo de imágenes que nos llevan a actuar frente a ella y quienes la padecen a partir de nuestros prejuicios. La tarea de reducir a su carácter puramente científico este nuevo coronavirus se torna, sin embargo, ilusoria. Tan misterioso como amenazante, tendemos a antropomorfizarlo, a cubrirlo de significados y luego, de modo irremediable, a politizarlo al extremo.
En este ambiente, florece el miedo y en particular el miedo hacia los otros. Y si esos otros son un poco distintos, extranjeros en particular, más aún. A fin de cuentas, el virus ha llegado hasta nosotros desde la remota China traído por viajeros irresponsables: es un mal que, como quiso insinuar Trump, viene de fuera para despedazarnos por dentro. La distancia social para evitar el contagio se transmuta en cuarentena —otro término lleno de connotaciones apocalípticas—, cerramos nuestras fronteras creyendo que esa medida va a protegernos y, entretanto, desconfiamos de todo lo que se nos dice. El covid-19 nos lanza hacia una nueva era, aún incierta y desasosegante que nos transformará a todos, por unos meses, en hikikomoris. Seres obligados a pensarnos de nuevo en este largo viaje alrededor de nuestros cuartos.
3. Distopía
A fuerza de imaginarla, de ver o leer historias de asteroides mortíferos, invasiones alienígenas, inundaciones o sequías, simios o robots rebeldes, misteriosas epidemias, por fin vivimos una distopía. Un virus desconocido que se extiende por el mundo como el fantasma de Marx —con mayor efectividad— decidido a destruir las sociedades que hemos amalgamado en los últimos decenios. La alarma es legítima: las cifras de contagiados y muertos deberían acentuar nuestra empatía hacia las víctimas y quienes las atienden. Pero, como suele ocurrir en los blockbusters hollywoodenses de catástrofes, la respuesta de nuestros políticos ha sido tan improvisada como caótica. Por más que virólogos y expertos intentaron prevenirnos sobre una posible pandemia, las acciones de las autoridades oscilan entre la improvisación, la prisa y el pánico. Nadie sabe cómo combatir el mal y las soluciones, en teoría apoyadas por la evidencia científica, nos lanzan a nuevos abismos de incertidumbre.
Como en toda distopía, el peligro extremo invoca medidas extremas. De pronto, en Occidente vemos a China con tanta suspicacia como envidia. Si sus dirigentes lograron “aplanar la curva” —frase típica del newspeak de esta era— fue porque impusieron la reclusión como sólo puede hacerlo una nación totalitaria. Y de pronto vemos a países que son ejemplos de democracia instaurando estados de emergencia unilaterales, sin el consenso de sus parlamentos. No se trata tanto de cuestionar las medidas, como su origen: decisiones de los ejecutivos sin la menor discusión pública.
Y, si no envidiamos a China, anhelamos ser Corea. Un sitio donde se “aplanó la curva” gracias a una app que reporta la temperatura de los ciudadanos —así como sus datos personales— a la autoridad. Una nueva distopía: la vigilancia de los cuerpos —una pesadilla de Foucault— a través de la tecnología. Insisto: no se trata de cuestionar el encierro, sino de señalar las tentaciones autoritarias que lo envuelven. Y, si no, veamos algunas conductas en España o Italia: vecinos que denuncian a sus vecinos a la policía por salir a correr o a pasear al perro con el celo propio de agentes de la Stasi.
4. Políticas del virus
No sabemos si son parte de la vida o solo se aprovechan de la vida, pero sí que los virus son, en esencia, información. Son diminutas máquinas ciegas que se limitan a ejecutar órdenes. No deja de resultar paradójico que uno de estos obcecados programas —para colmo dotado con un gran talento para viajar de un ser humano a otro— se haya convertido en la mayor amenaza para nuestra sociedad de la información.
Jamás había ocurrido algo semejante. Epidemias y plagas abundaron en el pasado, pero en sociedades cuyos contactos con otras civilizaciones eran pequeños o nulos y donde la información fluía con enorme lentitud. Por ello el covid-19 luce como la enfermedad prototípica de la globalización neoliberal: un padecimiento que parece provenir de la esencia misma de la cultura que hemos construido en los últimos 30 años y que se vuelve contra ella misma.