A esta hora de la noche. Cecilia Fanti

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A esta hora de la noche - Cecilia Fanti

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de la pecera. Después, trepó la montaña de diario picado, alcanzó el borde y se zambulló en la pecera de Musti. Cuando escuchamos el ruido y miramos, Perico estaba encima de Musti, que chillaba y se movía. Perico la mordía y Musti se quedaba quieta, los ojos parecían salírsele de las órbitas y yo grité que la mataba pero mi papá gritó: ¡¡se la está fifando, se la está fifando!! Mi hermano corrió y pegó la cara contra el vidrio, mamá dijo que ahora íbamos a tener un problema y a mí me dio nervios. ¿Qué problemas? ¿Desde cuándo los hámsters fifaban? ¿No era esa una palabra que nacía solo de los chistes verdes que le arrancaban carcajadas a mi papá? ¿Qué era fifar exactamente?

      Miré a mi mamá y le dije que no entendía qué estaba pasando y por qué no los separábamos. Mamá respondió que era muy chiquita para enterarme, que ya lo iba a entender. Lloriqueé un rato, como cada vez que algo me parecía injusto, pero no insistí. Mamá separó las peceras, llevó la de Perico al zaguán y repitió: nunca más, nunca más. Mi hermano la acompañó con los brazos levantados diciéndole que no había sido su culpa, que él cómo iba a saberlo. Lo perseguí un buen rato por la casa para que me explicara qué había pasado, por qué Perico había atacado a Musti y cuál era el problema que íbamos a tener. Mi hermano me dijo: tocá de acá, echándome, yo no voy a contarte nada, es asqueroso. Papá ya había vuelto a sus cosas y se había olvidado de los hámsters y de las risas de hacía un momento. Nadie me habló.

      Durante los siguientes diez días Musti engordó muchísimo, se movía lenta y jadeante. Mamá determinó: esta rata está preñada, y lo mandó a mi hermano a la veterinaria para preguntar si aceptarían en adopción a los hámsters bebé que nacieran. Al cabo de tres semanas, Musti parió once retoños sobre la misma manta que le habíamos puesto en el invierno. Se retorcía pero sin moverse, con los ojos bien abiertos mientras paría un hámster atrás del otro. Los bebés de Musti eran rosados, pelados y brillantes, como salchichitas de copetín. Uno a uno, ella los empujaba con la cabeza hasta sus tetas. Apenas mamaban, se volvían blancos, la leche los inundaba y teñía. No abrían los ojos. A las pocas horas de nacer, uno de ellos murió, nos dimos cuenta porque no se movía, sus patas milimétricas estaban estrujadas y tiesas, había quedado ahogado entre sus hermanos y su cuerpo de gramos parecía pesar muchos kilos cuando Musti lo agarró con la boca y empezó a acercarlo hacia ella. Ahora lo salva, pensé, ahora lo chupa y lo infla de vida, como en el principio de 101 dálmatas. Sin embargo, Musti soltó a su cachorro, abrió más grande la boca y se lo comió. Su buche de reserva estuvo inflado durante horas.

      Podía pasarme tardes enteras viendo a los diez hámsters mamar, treparse unos encima de los otros, pelear en ese vientre todavía hinchado. Musti cerraba los ojos y permanecía echada durante horas; cuando alguno de los bebés se alejaba demasiado, ella apenas se estiraba y lo agarraba entre sus dientes para devolverlo con la manada. Al mes del parto, hubo que entregarlos a la veterinaria y le pedí a mamá que nos quedáramos con una de las hijas de Musti. Crías, los animales tienen crías, dijo mamá.

      Éramos raros, habíamos atendido un parto en casa y yo había recibido mi primera lección de educación sexual.

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