Los incendiarios. Jan Carson

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Los incendiarios - Jan Carson Sensibles a las Letras

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Me he estado fijando especialmente en tus pecas, así como en tu pelo. Ambos son inusuales y muy llamativos. No sé si a la gente de tu entorno le parecerán hermosos o feos. No me corresponde a mí decirlo.

      Tu pelo es tan oscuro que parece que lo tienes mojado incluso cuando está seco. No es buena señal. Tampoco es la peor señal. Muchas mujeres tienen el pelo brillante. No dejo de repetírmelo, pero es difícil agarrarme a esa verdad. Es mucho más fácil creerse lo peor.

      Tu pelo, para ser sincero, es la razón por la que te cubro la cabeza con un gorro. Tu boca, el motivo por el que estoy pensando en ponerte un pasamontañas. Cada vez que veo tu pelo negro húmedo paso miedo por los dos. Ni siquiera quiero creerme que tienes boca. Sé que las bocas son necesarias, para respirar y demás, pero no soy capaz de mirar directamente a la tuya. Su color rojo es como la sirena de una ambulancia que indica que ya está sucediendo algo terrible, algo que pronto veré con mis propios ojos. Quiero taparte la boca con la mano y hacerla desaparecer.

      Y ahora, esta mañana, otro miedo que añadir a la lista. Me he dado cuenta de que tus orejas son distintas de las mías.

      No es buena señal. Eso son dos cosas a favor de tu madre y solo los ojos a mi favor. Me he estado aferrando a tus ojos como sostén. Son exactamente del mismo color castaño que los míos. Me gusta mirarte a los ojos y verme a mí mismo, reflejado en su negrura. Me gusta pensar: eso es, mi pequeña, eres tan mía como de ella.

      Los ojos de tu madre eran del azul del mar. Cualquier otro color habría sido una ofensa. Pero los tuyos son marrones, como la tierra, como el suelo, como los troncos de los árboles y el mantillo de las hojas otoñales cuando llega el invierno. Eres un bebé terrestre, y cuando tengo un día bueno me creo que eres mía. «¿Qué más dan las orejas y el pelo?», me digo a mí mismo. No importa que sean los de tu madre. Esas cosas son secundarias. Tienes mis ojos, ¿y no dicen que los ojos son casi tan sagrados como el corazón? El espejo del alma, los llaman, y otras expresiones parecidas que me resultan reconfortantes. Los ojos valen más que las orejas y el pelo juntos. También tengo las esperanzas puestas en tus manos, que aprietas igual que yo cuando duermes, en tus piececitos regordetes y en la forma en que quizá te muevas, con el cuerpo ligeramente inclinado hacia delante, cuando camines por una habitación.

      Yo haré todo lo posible por formarte a mi imagen. «Pon la espalda así —te diré—, y las piernas como si no tuvieran el recuerdo del agua». Te recordaré una y otra vez que las personas no pueden nadar. Te mantendré alejada de las imágenes de piscinas y nadadores de la televisión. Te diré: «El agua sirve para beber y para lavar, nada más». Te diré: «Junta los brazos, mi pequeña, tú eres de los míos».

      Espero que puedas oír con esas orejas, aunque es posible que en tus oídos ya estén sonando los cantos de tu madre.

      Me mantendré a la espera y permaneceré atento a tu boca.

      Será en tu boca donde el mundo comience o termine. No soporto mirarla. Aun así la observo, como si observara un reloj. Me mantengo a la espera para ver qué sale de tu boca; para ver si eres mía o eres de ella.

      1. ESTO ES BELFAST

      Esto es Belfast. Esto no es Belfast.

      En esta ciudad es mejor no llamar a las cosas por su nombre. Es mejor evitar los nombres de personas y de lugares, las fechas y los apellidos. En esta ciudad los nombres son como puntos en un mapa o palabras escritas con tinta: intentan a toda costa pasar por la verdad. En esta ciudad la verdad es un círculo si se mira desde un lado y un cuadrado si se mira desde el otro. Uno se puede quedar ciego viendo qué forma tiene. Incluso ahora, dieciséis años después del conflicto, es mucho más seguro apartarse y decir con convicción: «Yo lo veo igual desde todas partes».

      El conflicto se terminó. Eso nos dijeron en los periódicos y en la televisión. Aquí nos llevamos de fábula con la religión. No nos creemos nada solo porque nos lo digan otros. (Nos encanta meter el dedo y escarbar bien). No nos lo creímos al verlo en los periódicos y en la televisión. No nos lo creímos en nuestras carnes. Después de tantos años sentados en una misma postura, teníamos la columna anquilosada. Tardaremos siglos en poder volver a estirarla.

      El conflicto no ha hecho más que empezar. Eso tampoco es verdad. Depende de a quién le preguntes, cómo lo vea esa persona y qué día hayas escogido para tener la conversación. Quienes no conozcan nuestra situación pueden buscarla en la Wikipedia y leer un resumen de tres mil palabras. También hay otros artículos en internet y en revistas académicas. Si no, a base de hablar con la gente de aquí, uno puede obtener una especie de historia. Reconstruirla a partir de todos los pedazos será un proceso arduo, parecido a hacer un solo puzle con las piezas de dos, o quizá de veinte.

      La palabra conflicto se queda corta para describir todo esto. Es la misma palabra que se usa para referirse a problemas leves, como no estar de acuerdo en algo con tu hermana o que te hayan invitado a dos fiestas el mismo día y no sepas a cuál ir. No es una palabra suficientemente violenta. Por necesidad, nos hemos tenido que ganar una palabra violenta, algo tan rotundo y tan brutal como apartheid. Lo que tenemos en cambio es una palabra como rebaño, que se dice en singular pero designa una realidad plural. El conflicto es/fue una cosa espantosa. El conflicto es/son muchos males individuales encadenados. (Otras palabras parecidas son archipiélago y ramaje). Se habla del conflicto como si fuese un acontecimiento concreto, igual que la batalla de Hastings es un acontecimiento concreto, con un principio y un final, un punto definido en el calendario. Sin duda la historia demostrará que en realidad es un verbo; una acción que se le puede infligir a la población una y otra vez, como robar.

      De modo que no trazamos límites. Decimos que esto no es Belfast, sino una ciudad parecida a Belfast, con dos lados soldados el uno al otro por un río de aguas del color del barro. Calles, más calles, vías del tren, chimeneas. Todas esas cosas que se encuentran en las ciudades que funcionan con normalidad están presentes aquí en cantidades limitadas. Centros comerciales. Colegios. Parques, con la posibilidad implícita de grandes extensiones de hierba de un verde sombrío en primavera. Tres hospitales. Un zoo, del que de vez en cuando se escapan los animales. Al este de la ciudad, una pareja de grúas amarillas con forma de arco se alza sobre el horizonte, como dos señores patiestevados. Al oeste, una colina —no se la puede llamar montaña si se compara con los Alpes— desciende a trompicones hasta la bahía. Suspendidos sobre el agua hay multitud de edificios, encaramados a la costa como bañistas tímidos metiendo los dedos de los pies en el mar verdoso. Hay barcos: barcos grandes, barcos más pequeños y aquel famoso barco que se hundió, que mantiene cautiva a toda la ciudad desde el fondo del mar. No hay barcos futuros.

      Lo que hay son estructuras de cristal y bronce grapadas al horizonte. Son como escaleras que conducen a las alturas de color blanco marfil que antes ocupaba Dios. Son bloques de oficinas y hoteles para los visitantes de fuera: de Estados Unidos, sobre todo, y de otros sitios llenos de gente motivada. Tenemos muy poco respeto por esos visitantes y por sus fotografías. Se creen valientes por venir a esta ciudad, o como mínimo abiertos de mente. Nos gustaría decirles: «¿Estáis locos? ¿Qué hacéis aquí? ¿No sabéis que tenéis ciudades como Dios manda a solo una hora de avión con una compañía de bajo coste? Tenéis incluso Dublín». Se supone que no debemos decir esas cosas. Ya hemos empezado a depender de su dinero.

      Metemos a los visitantes en taxis negros y los ponemos a dar vueltas y más vueltas alrededor del centro, callecita arriba y callecita abajo, hasta que también ellos acaban mareados después de ver la ciudad desde tantos ángulos diferentes. Les servimos huevos fritos con beicon en platos casi blancos y decimos: «Ahí tiene, una muestra de la gastronomía local. Esto le dará energías para el resto del día». Bailamos para ellos y para sus divisas. También estamos dispuestos a llorar si es lo que se espera que hagamos. A saber qué habrían dicho nuestros abuelos de todo este circo, de toda esta pose.

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