La tumba del alacrán. Eusebio Ruvalcaba

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La tumba del alacrán - Eusebio Ruvalcaba Cõnspicuos

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y yo. No tenemos gastos excesivos. De ninguna manera. Porque sé guardar. Mi abuelo me enseñó a vivir con lo mínimo. Porque gracias al cielo así vivía él. Es lo único que te puedo enseñar. Me decía en la comida. Comíamos en la cocina. Siempre vivió con nosotros. La misma casa donde ahora yo vivo. Pero él ya no vive. Mi madre sí. Y cosa rara, se lleva bien con mi mujer. Quizás porque no se hablan. Y lo digo muy en serio.

      En estos tiempos ahorrar ya no es una enseñanza, es una obligación.

      Con dificultades sobreviviré un mes. Sobreviviremos, quiero decir. Aunque estemos tan apretados, no soy de los que admiten que su mujer trabaje. ¿Qué podría hacer para remontar esta situación?

      Veamos.

      Podría matar al candidato este. Pero eso no me iba a generar plata para la manutención de mi familia. Tal vez no, pero quedaríamos a mano. Quizás no sea culpable. Quizás atrás de él hay toda una maquinaria de trabajadores que lo obligan a seguir ese tipo de preceptos. Quizás no sea culpable pero se merece una cuchillada en el cuello. Mi abuelo alguna vez me dijo que todos los políticos deberían morir. Asesinados por sus víctimas.

      Mi abuelo tenía razón en todo.

      Conseguí mi trabajo a los 30 años. Tengo 40. Me lo van a quitar. Me van a despedir. Me van a despellejar como se despelleja a un pollo. Me van a despedir sin darme gratificación alguna. Creo que me odian. No debería decir eso. Así son con todos.

      Tal vez pueda encontrar chamba en el crimen organizado. Todos aquí en la cuadra sabemos que la casa de la esquina es una casa de seguridad. Quizás pueda tocar y pedir trabajo. Podría cuidar a las víctimas de secuestros. Darles de comer, asearlos,. Alguien tiene que hacer ese trabajo. Y puedo ser yo.

      También podría ser un comerciante en pequeño. ¿Por qué no? A mi cuñado Jorge Arturo le ha ido bien. Vive al día, pero no se queja. Con su negocio de quesadillas. La inversión fue mínima. Ya hasta la recuperó. Y no tiene que darle nada al puto candidato. Eso podría ser. Pero no puedo arriesgarme a dilapidar mis ahorros. Corro el riesgo den quedarme sin nada. Ni siquiera para una emergencia. ¿Qué hago si uno de mis hijos se enferma y yo sin seguro? Siquiera mi lana que tengo ahorrada me salvaría.

      No veo más caminos. Pero cuando menos el de la casa de seguridad tiene la ventaja de que está muy cerca. Tengo que preguntar. Arriesgarme.

      Servicio de taxis

      Desde que le hacía la parada a un taxi, Gabriel comenzaba a relamerse los labios. Apenas se subía, miraba al taxista sin despegarle los ojos. Si era viejo o feo, en la siguiente esquina le ordenaba que se detuviera. Y furioso abandonaba el vehículo. Una vez tras otra podía repetir la prueba, hasta que se sentía satisfecho. A partir de ahí sobrevenía el Gabriel simpático y carismático.

      Qué hábil era para entablar conversación. No había quien se le resistiera. Menos un taxista. Hablaba, preguntaba, inquiría. Que si había tenido una buena jornada de trabajo, que si el tráfico estaba resultando demasiado arduo, que si no se le había descompuesto el auto… Inmediatamente se presentaba. Decía su nombre y su profesión. El taxista respondía con una sonrisa forzada.

      Por fin llegaba a su destino. La casa de él. Es decir, su departamento. Pues vivía en el tercer piso de un edificio elegante. A todas luces, de renta y mantenimiento elevados.

      Entonces escurrían de sus labios aquellas palabras que sopesaba en el alma: ¿No gusta una copa? Permítame invitársela. Tengo lo que se le ocurra —¿lo puedo tutear?—: tequila, mezcal, vodka, whisky, brandy… La verdad lo que se te antoje. ¿Qué son cinco minutos?

      De cada diez taxistas, uno accedía. Cuando decían bueno, una es ninguna, Gabriel se ruborizaba. ¡Un hombre en su casa! Caminaba de puntitas hasta la puerta de su departamento. Siempre delante del taxista, como para que su trasero pudiera ser admirado. Abría la puerta, y le hacía el gesto al taxista de que finalmente podía pasar.

      De ahí en adelante todo era cortesía y sonrisa afectada. Le indicaba que se sentara en el sillón más cómodo de su sala de piel, y en el acto ponía música. Generalmente Enya o Celine Dion. ¿Y qué bebida se le antoja? O: ¿Y qué bebida se te antoja? El taxista se le quedaba mirando absorto. Asombrado de tanta atención. Pedía su trago. Y Gabriel lo atendía de inmediato.

      —Espérame un segundo —suplicaba, y en efecto se desaparecía unos cuantos minutos. Salía transformado de su habitación. Vestido de bata y pantuflas. Sin más prenda. Corría hasta su pequeño bar, se servía su trago —generalmente un etiqueta negra—, y se sentaba enfrente del taxista. Con las piernas cruzadas.

      Ahora más que nunca se esmeraba en su simpatía. Hablaba con gran desparpajo de cualquier tema. Pero por dentro se burlaba de su interlocutor. Sabía que lo estaba deslumbrando. Como una serpiente a su víctima. Y que realmente se necesitaba de muy poco para deslumbrar a un hombre ignorante. Aunque calculaba con exactitud geométrica hasta dónde era posible llegar. Para no provocar la ira de aquel hombre. Peligroso, sin lugar a dudas. O cuando menos así lo veía él. Porque todos los provenientes de las clases populares, para él eran poco menos que maleantes sueltos. Pero como fuera, aquellos cinco minutos de ensueño —que al final eran treinta, cuarenta— se pulverizaban. Y se quedaba solo. Una vez más. Como cada noche. A expensas de su soledad.

      La verdadera experiencia vino cuando solicitó el servicio Uber. Sus amigos le habían hablado mucho de él. Que era lo más seguro del mundo. Que se pagaba con tarjeta. Que no importaba la hora que se le solicitara. Y que encima no era más caro que cualquier sitio. Por eso y porque quería vivir algo nuevo, se inscribió. Hasta nervioso se puso cuando solicitó un auto en su celular. Lo esperaría en el restaurante El Convento, en Coyoacán. A las seis en punto. Y en efecto, el mesero acudió a esa hora a decirle que su taxi había llegado. Pagó la cuenta con su tarjeta Platinum, y se dispuso a abordar el vehículo. Se asombró de la disposición del conductor. No solamente era joven, sino bien vestido, y bien parecido. Desde luego magníficamente educado. Nada que ver con los choferes de los taxis que estaba acostumbrado a solicitar. Así fueran de sitio. El empleado de Uber le ofreció una botella de agua, además de que le suplicó que le dijera qué música quería oír en el trayecto. Se sintió apabullado. Si el que conquistaba era él. Pero en fin. Le indicó el domicilio, y el auto llegó en un tiempo récord. Ni siquiera tuvo que guiarlo. Simple y llanamente, el conductor —de nombre Israel— se dejaba llevar de la mano por su GPS.

      Por fin llegaron. Hizo su invitación. Pero Israel se negó a aceptarla. Alegó que lo tenía estrictamente prohibido. Que lo podían despedir. Pero ante la insistencia del pasajero, cedió. Una nada más y me voy.

      Y subió. Cuando Gabriel salió del baño vestido de bata y pantuflas, Israel se había marchado. El hombre leyó en el espejo, con letras escritas en rojo escarlata: Váyase a chingar a su madre. Viejo puto y miserable. Ojalá se muera.

      Gabriel se echó a llorar.

      El perro que me mordió selló su sentencia de muerte

      Tendría yo siete años. Tal vez ocho. Y entre mis posesiones favoritas era dueño de un perro al que no adoraba pero sí quería mucho —esto lo sé porque con el paso del tiempo tuve más perros, a los que quise en forma enfermiza. Me gustaba jugar con él, y acaso molestarlo. Se llamaba Whisky. Mi padre le había puesto el nombre. Callejero cien por ciento. De hecho, así llegó a la casa. Vio el garaje abierto y decidió probar suerte y meterse, alguna vez que mi padre abrió la puerta para meter el coche. A mi padre le pareció muy gracioso el animal, y como él y mi madre adoraban los cánidos, de inmediato lo adoptaron.

      Se

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