Princesa temporal - Donde perteneces - Más que palabras. Оливия Гейтс

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Princesa temporal - Donde perteneces - Más que palabras - Оливия Гейтс Ómnibus Deseo

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Y en ningún caso implica que acepte ir a Castaldini ahora.

      –Dame una razón para estar tan en contra de ir –él se recostó, con expresión complacida.

      –Podría darte un tomo tan grueso como tu contrato matrimonial.

      –Me basta con una razón válida. Y, porque no quiero, no vale.

      –Ya sé que lo que yo quiera no vale. Eso lo has dejado muy claro.

      –He dejado claro que he cambiado de opinión –hizo un mohín tan delicioso que ella deseó morder esos labios que habían vuelto a hechizarla–. Sé flexible y cambia tú la tuya.

      –Tampoco te debo flexibilidad. Me hiciste creer que este iba a ser un viaje dentro de mí país. No he firmado nada respecto a salir de él.

      –Como esposa mía, lo harás. No para siempre.

      –Ya, durante un año. Pero yo elijo cuándo empieza ese periodo.

      –Me refería a que tendrás libertad para volver. Esta vez, puedes regresar a Nueva York mañana mismo, si es lo que quieres.

      –No quiero salir de Nueva York. ¡No puedo viajar a otro país sin más!

      –¿Por qué no? Siempre lo haces en tu trabajo.

      –Esto no es trabajo. Y, hablando de eso, no puedo dejarlo todo sin avisar antes.

      –Estás de vacaciones, ¿recuerdas?

      –Tengo cosas que hacer, aparte del trabajo.

      –¿Cuáles? –preguntó él, muy sereno.

      –Yo también he cambiado de opinión. No eres una excavadora, eres un tsunami. Lo desenraízas todo y no cejas hasta tener el control.

      –Aunque me encanta oírte diseccionar y detallar mis defectos, tengo hambre. Le pedí al chef que preparase platos típicos de Castaldini.

      –No cambies de tema –protestó ella.

      Él, ignorándola, se desabrochó el cinturón de seguridad y se inclinó para desabrochar el de ella.

      –Ni siquiera en la comida me das opción.

      Él se apartó y pulsó unos botones que había en un panel junto al sofá. Luego se puso en pie.

      –Sí te la doy. Yo preferiría darme un festejo contigo y saltarme la comida. Te doy la opción de evitar lo que realmente deseas y optar por comer.

      Ella se tragó la réplica. Sería tontería negarlo. Si no hubieran despegado, habría estado desnuda sobre él, suplicando y aceptando todo.

      Exasperada, lo siguió. Tras un biombo de madera tallada, había una mesa puesta para dos. El mobiliario, del estilo característico de Castaldini del siglo XVII o XVIII, estaba montado sobre raíles unidos al fuselaje. La tapicería de las exquisitas sillas de caoba era de seda borgoña con estampado floral. La mesa redonda estaba cubierta con un mantel de encaje, sobre organdí borgoña, decorado a juego con la vajilla de porcelana. Velas encendidas, un jarrón con rosas rojas y crema, servilletas de lino, copas de cristal y cubiertos de plata, con el monograma real de Castaldini, completaban el espectacular conjunto.

      –No puedo imaginarme aquí al rey Ferruccio –dijo ella cuando le apartó la silla.

      –¿Sigues creyendo que es mi jet? –preguntó él enarcando las cejas y sentándose frente a ella.

      Ella ni siquiera se había planteado dudar de su palabra. Una prueba más de que algunas personas eran tan tontas que no aprendían nunca.

      –No es eso –suspiró–. Todo el avión es digno de un rey. Pero este rincón es demasiado…

      –¿Íntimo? –apuntó–. Esto lo diseñó Clarissa, como nido de amor para ella y Ferruccio.

      –¿Seguro que no le molesta que lo invadas? –Glory alzó la cabeza; se sentía como una intrusa en un lugar destinado al placer de otros.

      –Fue él quien escaneó mis huellas digitales en los controles de acceso.

      –Bueno, pero, ¿estás seguro de que lo habló antes con la reina Clarissa?

      –Estoy seguro de que, si no lo hizo, le encantaría que ella lo castigara por su travesura.

      –¿Otro D’Agostino fetichista del maltrato a manos de una mujer? –los labios de Glory se curvaron al imaginarse al rey Ferruccio recibiendo una azotaina de su bella reina.

      –Ferruccio dejaría que Clarissa bailara claqué encima de él y pediría más. Pero ella, un ser angelical, no se aprovecha de su poder sobre él –su expresión se suavizó mientras hablaba de su reina y de su primo. Aunque Clarissa era hija del rey anterior, se había sabido poco de ella hasta que se convirtió en esposa del rey ilegítimo. Desde su boda se había convertido en uno de los personajes reales más románticos del mundo.

      Glory solo había oído cosas buenas de ella. Se le encogía el estómago al captar el cariño de Vincenzo por la mujer, ser testigo de un afecto y ternura que no había sentido por ella. Que ella no había sido capaz de despertarle.

      Vincenzo pulsó un botón del panel de control. La puerta de la sala se abrió. Segundos después, media docena de camareros de uniforme borgoña y negro, con el emblema real bordado en el pecho, entraron a la zona de comedor.

      Ella les sonrió mientras colocaban las bandejas cubiertas sobre la mesa. El delicioso aroma hizo que el estómago le protestara con fuerza.

      –Me alegra saber que tienes apetito de más cosas –dijo él. Es buen augurio que te interese más la comida que convertirme en diana de tu ira.

      –Veo que te gusta vivir peligrosamente –ella levantó un tenedor, calibrando su peso–. ¿De plata? ¿No es mortal para los de tu clase?

      –Si fuera de esa clase a la que te refieres –se recostó en la silla, plácido–, ¿no crees que disfrutaría con el reto del peligro?

      Ella comprendió algo terrible: estaba disfrutando con el duelo de palabras y voluntades. Nunca había experimentado algo igual, y menos con él. Lo había amado con toda su alma, lo había deseado con pasión, pero nunca había disfrutado estando a su lado. Pero el nuevo Vincenzo era… divertido.

      Divertido. Eso pensaba del hombre que casi la había secuestrado y la obligaba a aceptar un matrimonio temporal, al tiempo que la seducía porque podía hacerlo. Y a pesar de eso, seguía cautivándola. Se preguntó si era masoquista o si estaba desarrollando el síndrome de Estocolmo.

      Él, ajeno a su torbellino emocional, reincidió en el tema que los ocupaba.

      –No quiero que me destroces tirándome algo mientras intentas abrir el cangrejo… –le quitó el tenedor y el resto de los cubiertos y los puso en la bandeja de un camarero que se alejaba.

      Ella decidió dejarse llevar y disfrutar.

      –Podrías haberme dejado la cuchara –lo miró con ironía–. No suponía ningún peligro y me voy a poner perdida si bebo la sopa directamente

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