Al final del miedo. Cecilia Eudave

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Al final del miedo - Cecilia Eudave Voces / Literatura

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quién?

      –Perdón, con Luisa.

      –Te traicionó el subconsciente ¿no?

      –¿Me la vas a pasar?

      La compañera de trabajo de su esposa demoró en contestar.

      –Me urge hablar con ella.

      –Está ocupada.

      –Es importante.

      Una risa insolente lo sacó de quicio.

      –¿De qué te ríes? Dile, cuando se desocupe, que me llame, porque su esposo ve gente muerta y, además, lo creen un Dios.

      Colgó enfurecido y se sirvió otro tequila, por fin comenzaba a marearse. El ordenador seguía inmóvil en la mesa, de vez en vez entraba en reposo, algo que él corrigió de inmediato modificando ese comando para que la imagen del salvapantallas no se desvaneciera y pudiera observar si Raquel se asomaba de nuevo. Reconoció que había sido muy grosero con ella, no quiso serlo. Si tuvieran otra oportunidad para conversar se daría cuenta de que Jorge no es ni tan loser ni tan mal fotógrafo. No es un excelente marido, sin embargo es una buena persona, sabe escuchar, aunque la haya mandado al carajo en medio de su angustia existencial. Él en el fondo es un buen hombre que necesita una razón para serlo.

      Sonó el teléfono. Seguro era su mujer alarmada porque ve gente muerta en el salvapantallas de su portátil. Por fin contestó. El tono de Luisa no ocultaba su enojo:

      –¿Me llamaste?

      Al escucharla Jorge sintió un alivio extremo, estaba vivo, estaba cuerdo, la voz de su esposa le pareció reconfortante, próxima, hasta que sin permitirle decir palabra sobre la situación que lo había varado lejos, comenzó a gritonearle.

      –Mudito. Claro, como ya te cacharon. ¿Quién es Raquel?

      –Si me dejas explicarte.

      –Para escuchar puras mentiras –se le quebró la voz–. Eres un cínico. Llamas a mi trabajo para restregarme a la cara, no a mí, a una compañera, que tienes una, ni cómo llamarla, que te tiene endiosado. Eres cruel, no quiero verte más. Lo tuyo y lo mío está podrido, oíste, podrido.

      –Raquel –se golpeó la cabeza lamentando su equivocación–. No es lo que piensas.

      Ella le colgó el teléfono. Jorge quedó extraviado de sí mismo. Sintió pena por Luisa, se notaba muy perturbada con el llanto atorado en la garganta. Le duró poco el agobio. La imaginó rodeada por varias de sus colegas que, en fraternidad indisoluble, la estarían consolando, hasta felicitando, por fin se dio cuenta de la nulidad de marido que la retenía. Un cansancio lo absorbió al recorrer con los ojos el minúsculo espacio que los dos habitaban, atiborrado de cosas, pocas suyas, se encontró ajeno, fuera de lugar. Sí, la aparición de Raquel lo animó a pensar en separarse de Luisa, y a ella a aceptar, por fin, que lo suyo estaba «podrido». Le hubiera gustado que las circunstancias sucedieran de otra forma, y que Raquel no fuera una alucinación sino una persona real. ¿Y si lo era? A lo mejor vive todavía en el edificio. Existe y él cuando sacó la foto, hace varios años, guardó en lo más profundo de su memoria la imagen de Raquel. Alguna vez vio en la televisión, o leyó sobre cómo la mente guarda cosas insospechadas en cajitas neuronales donde acumulamos vagos recuerdos. Es probable que al sacar la fotografía ella se asomó por la ventana, vestida con esa bata de tafeta verde cubriendo un cuerpo maravilloso –se sintió un poco frívolo, otra vez, pensando en su aspecto físico–; hasta lo saludó amable, cordial, en cambio él habría agitado la mano sin darle importancia para concentrarse en su trabajo. Por su arrogancia se escapó el amor de su vida –o un affaire fabuloso–, y por la obsesión de capturar la imagen perfecta. Recuerda con exactitud cuánto tiempo el lente permaneció abierto: siete minutos, los suficientes para lograr una impresión insuperable que los idiotas de la revista de arquitectura no eligieron.

      III

      Tomó su saco y salió del piso llevado por una necesidad incomprensible de ir en busca de Raquel. Le pareció raro pronunciar su nombre con cierta intimidad. La sintió más próxima que a su esposa. Anhelaba comprobar que no era una alucinación, un sueño o, en el peor de los casos, un deseo no resuelto anclado en su cabeza. La necesitaba real, verdadera.

      Llegó hasta el viejo barrio y se detuvo frente al edificio. Con extrañeza notó que los detalles de la fotografía tomada hacía varios años seguían inamovibles, salvo un enorme agujero rodeado por unos conos naranjas advirtiendo el peligro. Cruzó la calle ansioso y molesto por no controlar esos impulsos nacidos de quién sabe dónde. Se paró justo al lado de la puerta. Observó los números de las viviendas. ¿En cuál podría estar Raquel? Volvió a cruzar la calle, contó los ventanales e hizo distribución mental de los pisos en relación con ellas. Dedujo que Raquel vivía en el 17. Regresó frente a la puerta. Iba a timbrar. Se detuvo.

      –¿Qué le voy a decir, «Hola, soy Jorge, el del otro lado de la pantalla»?

      Cerró los ojos y presionó el timbre. Fueron tres toques cortos, después uno muy largo. Este último llevaba toda la desesperación que él tuvo atorada por años.

      Esperó.

      Nadie atendió al llamado. Intentó de nuevo. No hubo respuesta. Su desesperación creció. Buscó una piedra para lanzarla contra la ventana. Levantó dos pequeñas que al lanzarlas ni siquiera tocaron el muro. Estaba a punto de retirarse cuando se abrió la puerta.

      –¿A quién busca, joven?

      –A Raquel.

      El portero lo miró con recelo.

      –¿Es usted el que ha estado timbrando con insistencia?

      –Perdone, me urge verla.

      –Va a estar difícil, ya no vive aquí.

      Existe, vivió ahí. La cara de Jorge nunca se había llenado de tanto júbilo. El portero iba a cerrar la puerta, él la detuvo:

      –¿Dónde vive ahora?

      El hombre dudó en responder.

      –En ningún lado. Se murió, joven. A la pobrecita la enfermedad se la acabó.

      –¿Cómo que se murió?

      Debió palidecer de golpe porque el portero lo sostuvo por el brazo.

      –¿La conocía?

      –Un poco.

      Se apoyó en la pared recargando su cabeza. Tratando de calmarse le preguntó:

      –¿Murió hace mucho?

      –Un mes. Muy bonita, siempre envuelta en su bata de tafeta verde.

      Sonrió, por lo menos ella había sido real. No quiso preguntar ni de qué falleció, o si tenía familia, detalles ociosos. Se limitó a ofrecerle un cigarrillo al portero. Ambos lo fumaron en silencio a la manera de un duelo íntimo y secreto. Cuando terminó el suyo el hombre tiró la colilla al hoyo negro.

      –Por lo menos sirven de basureros, a ver cuándo le da la gana al gobierno taparlos. Cada día salen más en la ciudad.

      –Parecen

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