La casa común, la espiritualidad, el amor. Leonardo Boff
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La sabiduría oriental lo expresaba de esta manera: «La energía que hace pensar a la inteligencia, no puede ser pensada». Es ella la que posibilita el pensamiento.
Así es Dios. Él está presente en todo lo que pensamos y hacemos, sin que nos demos cuenta de su presencia. Sin embargo, sin ella nada de lo que existe y acontece sería posible.
¿QUÉ SON LAS CUATRO MISTERIOSAS ENERGÍAS?
Hay cuatro fuerzas inmutables, ordenadoras de todo el movimiento universal, del proceso de evolución y de nuestro propio equilibrio vital: la fuerza gravitacional (que atrae a todos los seres), la fuerza electromagnética (responsable de las combinaciones químicas), la fuerza nuclear fuerte (que mantiene los elementos primordiales alrededor del núcleo del átomo) y la fuerza nuclear débil (responsable de la lenta disminución de la radiación nuclear). Pero, ¿qué son, exactamente, esas fuerzas?
No lo sabemos, porque las necesitamos incluso para responder esa pregunta. La ciencia guarda silencio, reverente. Sin embargo, la razón cordial sospecha y se atreve a suponer que ahí radica la presencia de la Energía Primordial, del Gran Espíritu y del Dios Creador, en permanente actividad.
Estas energías expresan, cada una a su modo, la Majestad, la Sabiduría y el Amor de Dios en el Todo y en cada una de sus partes. Actúan siempre juntas y en conjugación, haciendo que del caos surja el cosmos; del remolino, la bonanza; de la materia compleja, la vida, y de la muerte, la vida eterna.
Son similares al misterio de la Santísima Trinidad: las tres divinas Personas, Padre, Hijo y Espíritu Santo, cada una a su modo, actúan en la creación y la manutención del universo, de cada cosa y de cada persona humana. De manera parecida, esas energías misteriosas actúan de forma articulada e inclusiva, haciendo del universo el escenario de la gloria del Creador de todas las cosas. Hay quienes sostienen que estas fuerzas constituyen la inteligencia del universo, puesto que son responsables del surgimiento de todos los seres y de todos los acontecimientos. Lo ordenan todo, y transforman incesantemente el caos en cosmos y la anarquía en armonía, manteniendo una red de relaciones de todos con todos, fuera de la cual nada subsiste.
EL DIOS DE LAS TRES FACETAS
Para llegar a la plenitud de su humanidad, la persona humana necesita entrar en relación desde sus tres facetas: hacia arriba, hacia afuera y hacia dentro.
Es ahí en donde la Santa Trinidad viene a nuestro encuentro:
La faceta «hacia arriba» está relacionada con el Padre, de donde todos venimos y a cuyo seno regresamos.
La faceta «hacia afuera» es el Hijo, que se hizo nuestro hermano y camina a nuestro lado, convertido en compañero de viaje de los jóvenes de Emaús; en el Buen Samaritano que socorre a quien ha sido asaltado y quedó abandonado a la vera del camino; en Simón de Cirene, que ayudó a Jesús a cargar la cruz camino del Calvario. Es aquel que en ningún momento de la vida, en ninguna circunstancia, nos deja solos.
La faceta «hacia dentro» corresponde al Espíritu Santo, y es el entusiasmo por la vida, la inspiración que despierta en nosotros sueños de mundos nuevos, la interioridad que nos da el sentido de dignidad, la energía que fortalece al débil, el valor que levanta al caído, la luz secreta que exorciza la oscuridad de nuestro camino y que calienta nuestro corazón para que nunca nos desanimemos.
EL DIOS DE LOS PERDIDOS
Jesús nos reveló una imagen que los cristianos aún no hemos incorporado del todo: que Dios es, sobre todo, el Dios de los perdidos, de los que son considerados pecadores, de los que quedan fuera de la sociedad organizada.
Como Buena Nueva de liberación, el Evangelio está destinado principalmente a ellos. «Dios ha elegido lo que el mundo considera necio para avergonzar a los sabios, y ha tomado lo que es débil en este mundo para confundir lo que es fuerte. Dios ha elegido lo que es común y despreciado en este mundo, lo que es nada, para reducir a la nada lo que es» (1Cor 1,27-28). Esta contradicción es la sabiduría de la cruz redentora, que pone en entredicho la ilusoria sabiduría humana.
El mismo Jesús formó parte de los condenados. Se le consideró un «prófugo de la humanidad», alguien a quien «se le vuelve la cara» (Is 53,3), porque no cuenta nada.
Imposible imaginar mayor solidaridad para los condenados de este mundo. Por eso, sin importar lo despreciables que nos sintamos, no tenemos razón alguna para considerarnos rechazados por Dios; Él nunca nos rechaza. Por algo dicen las Escrituras: «Él sabe de qué fuimos formados, se recuerda que solo somos polvo» (Sal 103,14) y «yo no rechazaré al que venga a mí» (Jn 6,37).
Vivir a partir de esta convicción implica sentirse amado y amparado. Implica relativizar todas las discriminaciones que perturban nuestra vida y, más ligeros, sentirnos en el corazón de Dios, recorriendo el mundo como quien se encuentra en la palma de su mano.
¿Acaso puede haber mayor certidumbre y consuelo que saber esto y sentirlo?
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