La divina comedia. Dante Alighieri

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La divina comedia - Dante Alighieri

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no has dado aún la vuelta a todo el círculo; por lo cual, si se te aparece alguna cosa nueva, no debe pintarse la admiración en tu rostro. Le repliqué:

      —Maestro, ¿dónde están el Flegetón y el Leteo? Del uno no dices nada, y del otro sólo me dices que lo origina esa lluvia de lágrimas.

      —Me agradan todas tus preguntas—contestó—: pero el hervor de esa agua roja debiera haberte servido de contestación a una de ellas. Verás el Leteo; pero fuera de este abismo, allá donde van las almas a lavarse, cuando, arrepentidas de sus culpas, les son perdonadas.

      Después añadió:

      —Ya es tiempo de que nos apartemos de este bosque; procura venir detrás de mí: sus márgenes nos ofrecen un camino; pues no son ardientes, y sobre ellas se extinguen todas las brasas.

      CANTO DECIMOQUINTO

      NOS pusimos en marcha siguiendo una de aquellas orillas petrificadas: el vapor del arroyuelo formaba sobre él una niebla, que preservaba del fuego las ondas y los ribazos. Así como los flamencos que habitan entre Gante y Brujas, temiendo al mar que avanza hacia ellos, levantan diques para contenerle; o como los Paduanos lo hacen a lo largo del Brenta

      para defender sus ciudades y castillos, antes que el Chiarentana sienta el calor, de un modo semejante eran formados aquellos ribazos; pero su constructor, quienquiera que fuese, no los había hecho tan altos ni tan gruesos.

      Nos hallábamos ya tan lejos de la selva, que no me habría sido posible descubrirla, por más que volviese atrás la vista, cuando encontramos una legión de almas, que venía a lo largo del ribazo: cada cual de ellas me miraba, como de noche suelen mirarse unos a otros los humanos a la escasa luz de la luna nueva, y aguzaban hacia nosotros las pestañas, como hace un sastre viejo para enfilar la aguja.

      Examinado de este modo por aquellas almas, fuí conocido por una de ellas, que me cogió el vestido, exclamando:

      —¡Qué maravilla!

      Y yo, mientras me tendía los brazos, miré atentamente su abrasado rostro, de tal modo que, a pesar de estar desfigurado, no me fué imposible conocerle a mi vez; e inclinando hacia su faz la mía contesté:

      —¿Vos aquí, "ser" Brunetto? Y él repuso:

      —¡Oh hijo mío!, no te enojes si Brunetto Latini vuelve un poco atrás contigo, y deja que se adelanten las demás almas.

      Yo le dije:

      —Os lo ruego cuanto me es posible; y si queréis que nos sentemos, lo haré, si así le place a éste con quien voy.

      —¡Oh hijo mío!—replicó—; cualquiera de nosotros que se detenga un momento, queda después cien años sufriendo esta lluvia, sin poder esquivar el fuego que le abrasa. Así, pues, sigue adelante; yo caminaré a tu lado, y luego me reuniré a mi mesnada, que va llorando sus eternos tormentos.

      No me atreví a bajar del ribazo por donde iba para nivelarme con él; pero tenía la cabeza inclinada, en actitud respetuosa. Empezó de este modo:

      —¿Cuál es la suerte o el destino que te trae aquí abajo antes de tu última hora? ¿Y quién es ése que te enseña el camino?

      —Allá arriba, en la vida serena—le respondí—, me extravié en un valle antes de haberse llenado mi edad. Pero ayer de mañana le volví la espalda; y cuando retrocedía otra vez hacia él, se me apareció ése, y me volvió al verdadero camino por esta vía.

      A lo que me contestó:

      —Si sigues tu estrella, no puedes menos de llegar a glorioso puerto, dado que yo en el mundo predijera bien tu destino. Y a no haber muerto tan pronto, viendo que el cielo te era tan favorable, te habría dado alientos para proseguir tu obra. Pero aquel pueblo ingrato y malo, que en otro tiempo descendió de Fiésole, y que aun conserva algo de la aspereza de sus montañas y de sus rocas, será tu enemigo, por lo mismo que prodigarás el bien; lo cual es natural, pues no conviene que madure el dulce higo entre ásperos serbales. Una antigua fama les da en el mundo el nombre de ciegos; raza avara, envidiosa y soberbia: ¡que sus malas costumbres no te manchen nunca! La fortuna te reserva tanto honor, que los dos partidos anhelarán poseerte; pero la hierba estará lejos del pico. Hagan las bestias fiesolanas forraje de sus mismos cuerpos, y no puedan tocar a la planta, si es que todavía sale alguna de entre su estiércol, en la que reviva la santa semilla de aquellos romanos que quedaron después de construído aquel nido de perversidad.

      —Si todos mis deseos se hubiesen realizado—le respondí—, no estaríais vos fuera de la humana naturaleza; porque tengo siempre fija en mi mente, y ahora me contrista verla así, vuestra querida, buena y paternal imagen, cuando me enseñabais en el mundo cómo el hombre se inmortaliza: me creo, pues, en el deber, mientras viva, de patentizar con mis palabras el agradecimiento que os profeso. Conservo grabado en la memoria cuanto me referís acerca de mi destino, para hacerlo explicar con otro texto por una Dama que lo sabrá hacer, si consigo llegar hasta ella. Solamente deseo manifestaros que estoy dispuesto a correr todos los azares de la Fortuna con tal que mi conciencia no me remuerda nada. No es la vez primera que he oído semejante predicción; y así, mueva su rueda la Fortuna como le plazca, y el campesino su azada.

      Entonces mi Maestro se volvió hacia la derecha, me miró, y después me dijo:

      —Bien escucha quien bien retiene.

      No por eso dejé de seguir hablando con "ser" Brunetto; y preguntándole quiénes eran sus más notables y eminentes compañeros, me contestó:

      —Bueno es que conozcan los nombres de algunos de ellos: con respecto a los otros, vale más callar; que para tanta conversación el tiempo es corto. Sabe, pues, que todos ellos fueron clérigos y literatos de gran fama, y el mismo pecado los contaminó a todos en el mundo. Con aquella turba desolada va Prisciano, como también Francisco de Accorso; y si desearas conocer a tan inmunda caterva, podrías ver a aquel que por el Siervo de los siervos de Dios fué trasladado del Arno al Bacchiglione,[15] donde dejó sus mal extendidos miembros. Más te diría; pero no puedo avanzar ni hablar más, porque ya veo salir nuevo humo de la arena. Vienen almas con las cuales no debo estar. Te recomiendo mi "Tesoro,"[16] en el que aún vive mi memoria, y no pido nada más.

      Después se volvió con los otros, del mismo modo que los que, en la campiña de Verona, disputan a la carrera el palio verde, pareciéndose en el correr a los que vencen y no a los vencidos.

      CANTO DECIMOSEXTO

      ENCONTRABAME ya en un sitio donde se oía el rimbombar del agua que caía en el otro recinto, rumor semejante al zumbido que producen las abejas en sus colmenas, cuando a un tiempo y corriendo se separaron tres sombras de entre una multitud que pasaba sobre la lluvia del áspero martirio. Vinieron hacia nosotros, gritando cada cual: "Detente, tú, que,

      a juzgar por tus vestidos, eres hijo de nuestra depravada tierra." ¡Ah!, ¡qué de llagas antiguas y recientes vi en sus miembros, producidas por las llamas! Su recuerdo me contrista todavía. A sus gritos se detuvo mi Maestro; volvió el rostro hacia mí, y me dijo:

      —Espera aquí si quieres ser cortés con esos; aunque si no fuese por el fuego que lanza sus rayos sobre este lugar, te diría que, mejor que a ellos la prisa de venir, te estaría a ti la de correr a su encuentro.

      Las sombras volvieron de nuevo a sus exclamaciones luego que nos detuvimos, y cuando llegaron adonde estábamos, empezaron las tres a dar vueltas formando un círculo. Y como solían

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