La divina comedia. Dante Alighieri

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La divina comedia - Dante Alighieri

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la mente de todos en la primera vida, y no supieron gastar razonablemente: así lo manifiestan claramente sus aullidos cuando llegan a los dos puntos del círculo que los separa de los que siguieron camino opuesto. Esos que no tienen cabellos que cubran su cabeza, fueron clérigos, papas y cardenales, a quienes subyugó la avaricia.

      Y yo:

      —Maestro, entre todos ésos, bien deberá haber algunos a quienes yo conozca y a quienes tan inmundos hizo este vicio.

      Y él a mí:

      —En vano esforzarás tu imaginación: la vida sórdida que los hizo deformes, hace que hoy sean obscuros y desconocidos. Continuarán chocando entre sí eternamente; y saldrán éstos del sepulcro con los puños cerrados, y aquéllos con el cabello rapado. Por haber gastado mal y guardado mal, han perdido el Paraíso, y se ven condenados a ese eterno combate, que no necesito pintarte con palabras escogidas. Ahí podrás ver, hijo mío, cuán rápidamente pasa el soplo de los bienes de la Fortuna, por los que la raza humana se enorgullece y querella. Todo el oro que existe bajo la Luna, y todo lo que ha existido, no puede dar un momento de reposo a una sola de esas almas fatigadas.

      —Maestro—le dije entonces—, enséñame cuál es esa Fortuna de que me hablas, y que así tiene entre sus manos los bienes del mundo.

      Y él a mí:

      —¡Oh necias criaturas! ¡Cuán grande es la ignorancia que os extravía! Quiero que te alimentes con mis lecciones. Aquél, cuya sabiduría es superior a todo, hizo los cielos y les dió un guía, de modo que toda parte brilla para toda parte, distribuyendo la luz por igual; con el esplendor del mundo hizo lo mismo, y le dió una guía, que administrándolo todo, hiciera pasar de tiempo en tiempo las vanas riquezas de una a otra familia, de una a otra nación, a pesar de los obstáculos que crean la prudencia y previsión humanas. He aquí por qué, mientras una nación impera, otra languidece, según el juicio de Aquél que está oculto, como la serpiente en la hierba. Vuestro saber no puedo contrastarla; porque provee, juzga y prosigue su reinado, como el suyo cada una de las otras deidades. Sus transformaciones no tienen tregua; la necesidad la obliga a ser rápida; por eso se cambia todo en el mundo con tanta frecuencia. Tal es esa a quien tan a menudo vituperan los mismos que deberían ensalzarla, y de quien blasfeman y maldicen sin razón. Pero ella es feliz, y no oye esas maldiciones: contenta entre las primeras criaturas, prosigue su obra y goza en su beatitud. Bajemos ahora donde existen mayores y más lamentables males: ya descienden todas las estrellas que salían cuando me puse en marcha, y nos está prohibido retrasarnos mucho.

      Atravesamos el círculo hasta la otra orilla, sobre un hirviente manantial, que vierte sus aguas en un arroyo que le debe su origen y cuyas aguas son más bien obscuras que azuladas; y bajamos por un camino distinto, siguiendo el curso de tan tenebrosas ondas. Cuando aquel arroyo ha llegado al pie de la playa gris e infecta, forma una laguna llamada Estigia; y yo, que miraba atentamente, vi algunas almas encenagadas en aquel pantano, completamente desnudas y de irritado semblante. Se golpeaban no sólo con las manos, sino con la cabeza, con el pecho, con los pies, arrancándose la carne a pedazos con los dientes. Díjome el buen Maestro:

      —Hijo, contempla las almas de los que han sido dominados por la ira: quiero además que sepas que bajo esta agua hay una raza condenada que suspira, y la hace hervir en la superficie, como te lo indican tus miradas en cuantos sitios se fijan. Metidos en el lodo, dicen: "Estuvimos siempre tristes bajo aquel aire dulce que alegra el Sol, llevando en nuestro interior una tétrica humareda: ahora nos entristecemos también en medio de este negro cieno." Estas palabras salen del fondo de su garganta, como si formaran gárgaras, no pudiendo pronunciar una sola íntegra.

      Así fuimos describiendo un gran arco alrededor del fétido pantano, entre la playa seca y el agua, vueltos los ojos hacia los que se atragantaban con el fango, hasta que al fin llegamos al pie de una torre.

      CANTO OCTAVO

      Sigo, continuando, que mucho antes de llegar al pie de la elevada torre, nuestros ojos se fijaron en su parte más alta, a causa de dos lucecitas que allí vimos, y otra que correspondía a estas dos, pero desde tan lejos, que apenas podía distinguirse. Entonces, dirigiéndome hacia el mar de toda ciencia, dije:

      —¿Qué significan esas llamas? ¿Qué responde aquella otra, y quiénes son los que hacen esas señales?

      Respondióme:

      —Sobre esas aguas fangosas puedes ver lo que ha de venir, si es que no te lo ocultan los vapores del pantano.

      Jamás cuerda alguna despidió una flecha que corriese por el aire con tanta velocidad, como una navecilla que vi surcando las aguas en nuestra dirección, gobernada por un solo remero que gritaba: "¿Has llegado ya, alma vil?"

      —Flegias, Flegias, gritas en vano esta vez—dijo mi Señor—; no nos tendrás en tu poder más tiempo que el necesario para pasar la laguna.

      Flegias, conteniendo su cólera, hizo lo que un hombre a quien descubren que ha sido víctima de un engaño, ocasionándole esto un dolor profundo. Mi guía saltó a la barca y me hizo entrar en ella tras él; pero aquélla no pareció ir cargada hasta que recibió mi peso. En cuanto ambos estuvimos dentro, la antigua proa partió trazando en el agua una estela más profunda de lo que solía cuando llevaba otros pasajeros. Mientras recorríamos aquel canal de agua estancada, se me presentó una sombra llena de lodo, y me preguntó:

      —¿Quién eres tú, que vienes antes de tiempo? A lo que contesté:

      —Si he venido, no es para permanecer aquí; mas dime ¿quién eres tú, que tan sucio estás?

      Respondióme:

      —Ya ves que soy uno de los que lloran. Y yo a él:

      —¡Permanece, pues, entre el llanto y la desolación, espíritu maldito! Te conozco aunque estés tan enlodado.

      Entonces extendió sus manos hacia la barca, pero mi prudente Maestro le rechazó diciendo:

      —Véte de aquí con los otros perros.

      En seguida rodeó mi cuello con sus brazos, me besó en el rostro y me dijo:

      —Alma desdeñosa, ¡bendita aquella que te llevó en su seno! Ese que ves fué en el mundo una persona soberbia; ninguna virtud ha honrado su memoria, por lo que su sombra está siempre furiosa. ¡Cuántos se tienen allá arriba por grandes reyes, que se verán sumidos como cerdos en este pantano, sin dejar en pos de sí más que horribles desprecios!

      Y yo:

      —Maestro, antes de salir de este lago, desearía en gran manera ver a ese pecador sumergido en el fango. Y él a mí:

      —Antes de que veas la orilla, quedarás satisfecho: convendrá que goces de ese deseo.

      Poco después, le vi acometido de tal modo por las demás sombras cenagosas, que aún alabo a Dios y le doy gracias por ello. Todas gritaban: "¡A Felipe Argenti!" Este florentino, espíritu orgulloso, se revolvía contra sí mismo, destrozándose con sus dientes. Dejémosle allí, pues no pienso ocuparme más de él. Después vino a herir mis oídos un lamento doloroso, por lo cual miré con más atención en torno mío. El buen Maestro me dijo:

      —Hijo mío, ya estamos cerca de la ciudad que se llama Dite; sus habitantes pecaron gravemente y son muy numerosos.

      Y yo le respondí:

      —Ya distingo en el fondo del

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