Elogio del demonio. Eusebio Ruvalcaba

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Elogio del demonio - Eusebio Ruvalcaba Cõnspicuos

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lo había recibido directamente de las manos de Dios. El rey Luis II de Baviera no era más que un intermediario —y así se lo había dicho en una conversación, y el rey lo había aceptado de buen talante. Que encima el magistrado estaba loco, nadie lo discutía; él no, pero la corte sí. De hecho, no se hablaba de otra cosa en los corredores de aquel palacio.

      Todo mundo temía las órdenes cotidianas del rey —a quien el pueblo había apodado el Rey Loco. ¿Qué se le ocurriría ese fin de semana? Imposible saberlo. Capaz de brincarse el protocolo real, no era nada difícil que lo asaltara un capricho al estilo wagneriano, o una travesura de niño callejero. Y de que había que cumplirla, era inminente. Nadie podía olvidar la vez que mandó tapizar de cisnes el lago de Starnberg, el estanque que se encontraba al flanco izquierdo de su palacio y frente al que le gustaba pasar horas leyendo poesía —o intentando él mismo escribirla—, o escuchar música a cargo del cuarteto de cuerdas que lo acompañaba a todas partes. Su vista, pues, se regodeaba en aquellos cisnes que iban de un lado a otro del estanque. Cuando su secretario Pfistermeister —el mismo que se había encargado de localizar a Wagner en un punto perdido en el horizonte de la Europa Central para llevarle la encomienda de que el rey Luis II lo buscaba para poner el reino a sus pies— se atrevió a decirle que si no prefería un matrimonio de cisnes en lugar de esa parvada, montó en cólera y le ordenó al ministro que no se metiera en lo que no le competía. Que lo suyo era la agenda real, y no los gustos personales de Su Majestad. Pero al día siguiente el estanque amaneció poblado por dos hermosos cisnes negros —símbolos de él y de Wagner—, que se paseaban a lo ancho y largo con donaire y gracia.

      Wagner se miró al espejo por última vez antes de abandonar la habitación. Le pareció identificar una sutil irritación en el labio inferior, casi al borde de la comisura. Un rey es como cualquier otro hombre, se dijo. Aunque hay de reyes a reyes. Le constaba —y todos los días lo constataba. Muchos lo habían rechazado. Porque él necesitaba de su apoyo —de sus finanzas, sería más apropiado decir— para cristalizar su sueño dorado: el arte total. Todo el arte dirigido hacia un solo punto: la música vuelta drama. Poesía, música, histrionismo, plástica, dramaturgia, arquitectura, todo al servicio del drama musical. Cuánto había soñado con eso. Era una meta que se había propuesto. Pero para eso se necesitaban recursos. Las ideas las tenía él. En su cabeza bullían las melodías, las orquestaciones. La tensión musical. La paleta orquestal llevada hasta las últimas consecuencias. Pero sin dinero no podía avanzar. Sólo con una fortuna podría echar adelante su proyecto titánico. Precisamente sobre eso se encontraba cavilando cuando se presentó ante su persona el secretario del rey. Todo el imperio de Luis II de Baviera estaría a sus órdenes. Y no tardaría en comprobarlo. Desde que Su Majestad lo vio entrar —el encuentro había sido en Munich—, habló con regalos, festines y tesoros. A partir de ahí Richard Wagner no tendría que preocuparse por nada. Excepto por mandar. Puso a sus órdenes un ejército de colaboradores, aparte de una orquesta, un conjunto de cantantes de primer orden, un coro, el teatro de Munich —en tanto construía uno ex profeso—, una casa —aunque él era libre de dormir en el palacio—, carruaje con caballos y conductor, y, en fin, todo lo que su genio exigía. Se veían todos los días. En algún momento de la jornada, el rey y él charlaban sobre los proyectos que ahora parecían pertenecer a ambos. Pero no era ése su único tema de conversación. También la poesía, el amor, los amigos afines, el arte de montar, de comer, de beber. En todo su reino, Luis II de Baviera no tenía otro confidente como él, a quien en sus cartas, sus mensajes cotidianos, llamaba Amigo.

      Salió de su habitación dando un sonoro portazo. Diez minutos era tiempo más que suficiente.

      Berlioz

      Su pecho se inflamó cuando vio aparecer a OFELIA en el escenario. Shakespeare le atraía, pero nunca supuso que Hamlet comprendería una mujer tan indeciblemente hermosa.

      Buscó en el programa el nombre de la actriz. Harriet Smithson, así estaba escrito. Con esas letras que a él le sonaron a su sinfonía favorita de Beethoven: la Heroica. Leyó el nombre una vez más: Harriet Smithson. Y otra. Y otra. Entonces estuvo a punto de gritar. Nada nuevo en él. Pero el grito se le quedó en la garganta. Levantó los brazos al cielo y se imaginó besando la mano de aquella mujer. Que tendría que ser suya.

      Terminó la función y el teatro se desplomó en aplausos. La gente parecía estar poseída de una energía que la desbordaba. Gritaba el nombre de Shakespeare, gritaba el nombre del actor, gritaba el nombre de ella. La voz de Hector-Louis Berlioz se levantaba más alta que las demás. Su volumen era cosa de asombro. Porque no sólo era su voz. La portentosa cabeza de Berlioz, su larga y aristocrática melena, parecía secundar la estridencia. Tal frenesí no pasaba inadvertido para los demás; y no lo aprobaban. Hubo algunas cabezas que se volvieron a Berlioz y exclamaron gestos de franca reprobación. Pero bastó con que el compositor se percatara para que su énfasis fuera aún más desbocado. Pues ahora levantaba los brazos al mismo tiempo que brincaba sobre la butaca, los agitaba en el aire y hacía gestos como si lo suyo fuera dejar una marca indestructible.

      Pronto la gente comenzó a abandonar el recinto. Unos iban para la calle, y otros para los camerinos. A él, ambas direcciones lo atraían por igual.

      Si se dirigía directamente hacia la calle, sus pasos lo conducirían sin remedio hacia la orilla del Sena. Porque el río era su interlocutor. Con él estableció su primera amistad apenas llegó a París. Aún llevaba en el corazón la maldición que le había proferido su madre. Luego de suplicarle de rodillas que no cambiara la medicina por la música, lo sentenció: “Te maldigo. Si escoges la música no quiero verte nunca más. Te maldigo con mi odio y mi desprecio”.

      Eso le había dicho, y esas palabras las llevaba Berlioz en el tuétano. Tenía que desahogarse con alguien, y buscó en el silencio del Sena al amigo paciente y sabio. Le confesó su dolor al río y esperó a que el flujo acuático le respondiera. Había salido reconfortado de la experiencia.

      Se convirtió en una costumbre aquella forma de dialogar. Todos sus secretos los compartía con el Sena. Y eso que tenía amigos inteligentes y cabales. Sensibles e incondicionales. Hombres fraguados en la lucha del arte: Chopin, Dumas, Delacroix, Liszt, Ingres, Balzac. Pero con nadie se sentía en absoluta plenitud como con el Sena.

      Así que ésa era su primera opción. La segunda era encaminarse a los camerinos. Seguir a la gente. Formarse y esperar.

      Sintió en el interior el llamado de la selva. La inminencia del desafío. Aún se convulsionaban sus extremidades. Aún sentía el sudor del impacto de aquella mujer resbalar por su nuca. Y decidió encaminarse a los camerinos. Se topó con una fila interminable. Pero al parecer avanzaba a buen paso. ¿Tanta gente admiraba el teatro en París? ¿De verdad había esa avidez de Shakespeare? Delante de él se encontraba formada una pareja. Su olfato le dijo que era un matrimonio. Se compadeció del varón. ¿Con qué cara se aproximaría ese hombre a Harriet Smithson? ¿Con qué ojos se atrevería a mirarla? Con su esposa al lado tendría que ocultar su admiración a la belleza personificada.

      Avanzó un par de metros.

      De pronto se percató de que la distancia entre él y su amor había disminuido notablemente. A este ritmo, en un santiamén estaría delante de la OFELIA de Hamlet y entonces podría contemplarla a su antojo. Nada más para él. Una belleza nada más para él. La mujer más bella del universo para su contemplación personal.

      Avanzó cinco metros más.

      Ya sólo restaban tres, dos, uno.

      Ya sólo estaba a una zancada. Pero entonces se arrepintió. Llevaba el programa de mano para el autógrafo, y lo estrujó hasta el

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