Una violeta de más. Francisco Tario

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Una violeta de más - Francisco Tario Cõnspicuos

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por sí mismo la disposición de mi ánimo durante aquellos azarosos días. Debía de ser media mañana y me disponía a salir de compras, cuando mi pequeño huésped se presentó en el vestíbulo con la sana intención de acompañarme. Llevaba puestos el abrigo y los guantes, y deduje que él mismo se había peinado. Hecho tan imprevisto, suscitó en mí una viva zozobra y la noción de un nuevo conflicto, que hasta hoy no se me había planteado. ¿Cómo acceder a sus deseos y lanzarme a exhibir por las calles a aquel mísero renacuajo, a quien a buen seguro echaría mano la policía? Cuidando de no herirle, procuré disuadirlo de su empeño, pidiéndole que, como venía siendo costumbre, me aguardara en la casa. No me fue difícil lograrlo, pues siempre se mostraba ecuánime; aunque lo más lastimoso de todo fue que, a mi regreso, le encontré hecho un ovillo en su cama, todavía con el abrigo puesto. Había tal expresión de humillación en sus ojos y se me mostró tan desvalido, que no pude reprimir este pensamiento, que escapó de mí como un presagio: “Tal vez –me dije– conviniera proporcionarle un hermanito”. La ocurrencia, por así decirlo, no tuvo nada de excepcional, mas surgió de mi interior con un sentido tan oscuro y tan cargado de sugerencias, que me dejó estupefacto. Aún tuve ánimos para preguntarme con sorna: “Un hermanito, sí, ¿pero cómo?” Y dejé la interrogación sin respuesta. Pensé consultar al médico, tomarme unos días de descanso. Frente al espejo, convine esa misma noche: “Las cosas no marchan bien del todo” Y me quité el delantal. Mi huésped no quiso cenar y antes de que dieran las ocho estábamos los dos en la cama.

      Mi salud, en los días que siguieron, fue quebrantándose y perdí casi por completo el apetito. Sufría estados de depresión, agudos dolores de cabeza e intensas y frecuentes náuseas. Una extraña pesadez, que con los días iría en aumento, me retuvo en cama una semana. A duras penas conseguía incorporarme y caminaba con torpeza, como un pato. Padecía vértigos y accesos de llanto. Mi sensibilidad se aguzaba y bastaba la más leve contrariedad para que me considerase el ser más infeliz del planeta. El cielo gris y pesado, la sombra de los viejos aleros, el ruido de la lluvia en mi terraza, el crepúsculo, un disco, me arrancaban lágrimas y sollozos. Cualquier alimento me revolvía el estómago y no pude soportar ya el olor de la cocina. Aborrecí un día mi pipa y dejé de fumar. Me afeité el bigote. El tedio y la melancolía rara vez me abandonaron y comprendí que me encontraba seriamente enfermo. Posiblemente estuviese en cinta.

      Esta grave sospecha me la fue confirmando la actitud de mi huésped. También el se veía desmejorado, y cuantas veces consentí en que me acompañara junto a mi lecho de enfermo, sentado allí, en su silla, bajo la lámpara de pie, no dejé de notar que enflaquecía sensiblemente y que una expresión biliosa, poco grata, asomaba ya a sus labios. De día en día esta expresión fue haciéndose más patente, hasta el punto de que ya no me sería posible relacionar a aquel risueño saltimbanqui, que ensayara piruetas en la pecera, con este otro residuo humano, desconfiado y distante, que compartía hoy mi vida. No éramos muy felices, por lo visto, y comenzó a asediarme la idea torturante de la muerte. Nunca, hasta ahora, había pensado en ello. Oyendo a los vecinos subir y bajar, silbar los trenes en el crepúsculo o hervir la sopa en la marmita, sentíame tan extraño a mí mismo, tan diferente de cómo me recordaba, que no pocas veces llegué a sospechar, con razón, si no estaría de antemano bien muerto. Quizá él, con su aguda perspicacia, adivinara mis sentimientos, no lo sé; mas sí era incuestionable que trataba, por todos los medios, de reanimarme con su presencia, de levantar en lo posible mi ánimo y distraer mi soledad. Pero resultaban banas todas sus chanzas, las penosas muecas que me obsequiaba y aquel desatinado empeño, en hacer sonar su corneta a toda hora. Pronto hube de callarlo y lo expulsé de mi lado. Había creído descubrir que, en el fondo, no lo guiaba más que un impulso egoísta, provocado por el temor de que lo abandonara a su suerte, privándole de su bienestar actual o, cuando menos, del esmerado confort de que venía disfrutando. No me agradó su expresión de recelo y aquella fingida congoja con que solía observarme mientras me mantenía despierto, y que al punto era suplantada por otra expresión agria de envidia, en cuanto suponía que me había quedado dormido. Con los parpados entre cerrados, lo observaba yo, a mi vez. ¿Llegó a burlarse de mí? Pude suponerlo repetidas veces, y estoy seguro de que, por aquellas fechas, le inspiré un profundo desprecio. Cabe pensar que adivinara mi estado y las consecuencias que esto podría acarrearle a la larga. Sabía que, de hecho, él no era sino un intruso, un fortuito huésped, un invitado más, o en el mejor de los casos, un hijo ilegítimo. Temía, por tanto, que alguien, con más derechos que él, viniese a usurpar su lugar y a desplazarlo, puesto que, en realidad, nada en común nos unía y solamente un hecho ocasional lo había traído a mi lado. Ni su sangre era la mía, ni jamás podría considerarlo como cosa propia. Su porvenir, en suma, no debía mostrársele muy halagüeño, y de ahí sus falsas benevolencias y aquel rencor oculto, que se iba haciendo ostensible. Bien visto, sus temores no eran injustificados, pues desde hacía varios días algo muy grave venía rondándome la cabeza, con motivo de mi nuevo estado.

      “Todo esto es perfectamente absurdo y lo que ocurre es que estoy hechizado” –recapacité un día.

      –¡Mamá!– me interrumpió él, desde el otro extremo de la alcoba.

      Y planeé fríamente el asesinato. Apremiaba el tiempo.

      Esta sola perspectiva bastó para devolverme las fuerzas y hacerme recuperar, en parte, las ilusiones perdidas. Ya no pensé en otra cosa que en liberarme del intruso y poner fin a una situación que, en el plazo de unos meses, prometía volverse insostenible. La sola idea de realizar mi propósito llegó a ponerme en tal estado de excitación nerviosa, que no conseguí pegar los ojos en el transcurso de las siguientes noches. Incluso recuperé el apetito y volví a prestar atención a mis quehaceres domésticos. Simultáneamente, redoble mis cuidados con la criatura, dispensándole toda clase de mimos y concesiones, desde el momento en que ya no constituía, ante mis ojos, más que un condenado a muerte. Eran sus últimos días de vida y, en el fondo, sentía una vaga piedad por él. Mas los preparativos del acto que me proponía llevar a cabo no dejaron de ser laboriosos. Se trataba de cometer un delito, era indudable, pero, a la vez, de salir indemne de él. Esto último no me planteaba ningún serio problema, teniendo en cuenta que nadie –que yo supiera– parecía estar al corriente de su existencia. Pienso que ni mis propios vecinos llegaron a sospechar jamás de mi pequeño huésped, lo que no obstaba para que, en mi fuero interno, me preocupara muy seriamente la idea de incurrir en algún error. Mi mente, por aquellos días, no se encontraba demasiado lúcida y quién podría garantizarme que el error no fuese cometido. Los medios de que disponía eran prácticamente infinitos, pero había que elegir entre ellos. Cada cual ofrecía sus ventajas, aunque también sus riesgos. Y me resolví por el gas. Mas faltaba por decir esto: ¿cómo deshacerme del cadáver? Ello exigió de mí las más arduas cavilaciones, pues no me sentía tan osado como para ejecutar con mis propias manos la tarea subsecuente. No estaba muy seguro de que no me fallasen las fuerzas al enfrentarme, cara a cara, con el pequeño difunto. Si resultara factible, tratábase de perpetrar el crimen sin mi participación directa, un poco como a hurtadillas y hasta contra mi propia voluntad. Por así decirlo, sentía mis escrúpulos y tampoco eran mis intenciones abusar de la fragilidad de mi víctima. Lo que yo me proponía, simplemente, era librarme de aquella angustia creciente, proteger mi nuevo estado y legalizar la situación de mi familia, aunque poniendo en juego, para tales fines, la más elemental educación.

      El maullido de los gatos, rondando esa tarde mi cocina, me deparó la solución deseada: una vez que el gas hubiese surtido efecto, abriría la ventana de su alcoba y dejaría libre el paso a los merodeadores, cuidando de ausentarme a tiempo. Eran unos gatos espléndidos, en su mayoría negros, con unos claros ojos amarillos que relampagueaban en la oscuridad. Parecían eternamente hambrientos, y tan luego comenzaba a declinar el sol, acudían en numerosas manadas, lanzando unos sonoros maullidos que, por esta vez, se me antojaron provocativos y, en cierto modo, desleales.

      Y puse manos a la obra. Desde temprana hora de la tarde procedí a preparar mi equipaje, que constaba de una sola maleta con las prendas de ropa más indispensables para una corta temporada. Tenía hecha ya mi reservación en el hotel de una ciudad vecina, adonde esperaba llegar al filo de la medianoche.

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