Nadie vendrá a vernos. Ricardo García Muñoz

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Nadie vendrá a vernos - Ricardo García Muñoz Narrativa

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a Dios se le acerca. Por instantes dudé. Alzó la cara y apretó los labios. Extrañado la sujeté ahora con ambas manos. No me quedaba nada, ni siquiera la experiencia de mi edad para resolver esos rechazos. La fuerza de mi abrazo ocasionó un choque de nuestros dientes. Una carambola de las narices. De acuerdo con las reglas del decoro, todo empieza con un beso y acaba en la cama. Pasó mucho rato antes de que pudiera absorberla en un beso.

      No pude medir el tiempo y en la primera oportunidad que tuve abrí los párpados. La oscuridad caída en el parque animaba la llama del paso siguiente. Los pocos ruidos del parque eran ásperos gemidos, como el rodar de hojas en invierno.

      Adela tenía un aspecto enloquecido. El impulso de la libertad sólo podía ser marginal y novelesco.

      Ya le he dicho que, para mí, Adela era hermosa. Las expresiones de odio y deseo que resplandecían en su rostro, la situaban en el plano de los seres asexuados.

      Ángeles o serafines. Seres lejanos y profundos que las prácticas simples del sexo no podían licuarse de momento.

      La sincronía con la que había llevado mi vida, la palidez y el orden fueron desmoronándose. Adela llegaba con un sol adentro para iluminar ese hondo abismo de mi vida ordinaria. En unas cuantas horas aprendí que la vida no es un cuaderno de notas, sino una permanente intriga.

      Adela asintió deslizando su mano hasta la protuberancia de la ingle. Veneré la abundancia de sus caricias, de sus bien dotados senos que se desbordaron al desprender el sostén. Así los minutos se prorrogaban. Ninguno deseaba llegar a la cópula. Nos detuvimos como en una sola maraña que daba vueltas al borde de ese diminuto precipicio entre la banca y el suelo. Entonces sus formas se hinchaban. Los labios, con el fragor de los besos eran gajos de mandarina. El pelo erizado, los aromas a sexo nos lanzaban hasta los rincones donde nos dominábamos.

      Detuve la acción. Un filo de cordura se asomó momentáneamente por mi cabeza. Ella era una desconocida. Enfermedades. Pecado. Castigos. La adrenalina tuvo que ceder ante la conciencia, el miedo, la excitación. Tuve que pedirle que nos marcháramos a su casa. Lloró de emoción, lo recuerdo claro. Era un pequeño departamento con macetas en el ventanal. Admiré el desorden. Ropa tirada, la cama revuelta, papeles arrugados y los platos sucios.

      Hay algo que quiero manifestarle. Adela me proporcionaba una parte sucia que yo no conocía.

      Como un explorador medí las pulgadas de su piel. Arrastré las yemas de mis dedos de un lado a otro de un cuerpo cálido. Ese animalillo se retorcía, dando saltos como un delfín en la superficie del mar.

      Me esforzaba por incrementar el gozo de Adela, aunque era difícil doblegar a un ser tan puro. Quise detenerme. Marcharme de inmediato. Algo me decía que no lo iba a lograr, pero la tentación acompaña a los puros de alma poniéndolos a prueba una y mil veces.

      Insisto en estos detalles porque debo explicar las dimensiones de su poderío.

      Era pues, frente a mi amada, un náufrago que halla una nueva isla: el clítoris. Cada mujer es un torrente inédito de fragancias, de lenguajes escondidos debajo de las bragas. La tenía en mis manos y, como un catecúmeno, me repetía: “ese cuerpo es mío en la clandestinidad. Merece que me destruya por él”.

      El cielo colgaba plácidamente en la oscuridad de una madrugada muerta. Adela dormía un desmayo. Escuché pasos; luego vi una sombra, de un salto entré al armario.

      Yo era un extraño, un extranjero. Siempre existe algo más allá de la puerta; los caminos que se bifurcan, las orejas pegadas. Alguien detrás del bloc de madera escondiendo una sorpresa. La noche no podría desvanecerse en la incógnita, desterrándome de pronto del lugar que ocupaba al lado de Adela.

      Le insisto: Martha era horrible. ¿Pero existe malentendido más seductor? ¿Y acaso la verdadera sabiduría no vive en la incesante capacidad de enamorarnos? Verla con Martha me destrozó los nervios. Ambas me llenaron de reproches, me insultaron. Vi con claridad su rostro en muchos rostros.

      El demonio me había tomado. Mis manos conducían un veneno de la madrugada, un virus de esas horas. Salté encima de ellas para apalearlas. El demonio, señor, el demonio. Lancé golpes al por mayor. Adela fue la víctima. Adela llevó la carga de las detonaciones hasta desfigurarle el rostro. La belleza sólo puede ser interior. La otra mujer se desvaneció entre los primeros rayos del amanecer. ¿Estuvo allí?, no importa.

      A pesar de todo, la carne ya no tenía derecho a redimirse y yo no obtendría el perdón de Dios. El olor a muerte llenó mis manos. Muerte. El derecho a la muerte. Al juicio final para Adela. Descansé por un instante.

      El milagro terminó en unas horas cuando lavaba mis prendas, al enjuagarme la sangre. Cobarde, abandoné la casa al despuntar el alba, con los primeros pájaros del amanecer. No podía sacarme al demonio que me atrapó. Estaba seguro, la amaría hasta mi decrepitud, pero ella estaba muerta. ¿Cuántas veces había escuchado las confesiones de infidelidad, de sexo, de perversiones? Miles de veces. ¿Existirá un crimen tan atroz que merezca el castigo de una eternidad en llamas infernales? Yo lo merecía.

      Necesitaba un castigo. Una salida. Morir para Adela. Poco a poco volvía a mi estado de miedo y sumisión. Conocía el puente ideal para lanzarme al vacío. Para reunirme con mi amada o para arder con Satán. Entonces, sin oponer resistencia, subí al camión que hace el recorrido de la Justo Sierra al parque de Armas. En la mañana del siete de enero del Novus Ordo. Una mujer madura, que vestía una falda negra y un rosario en la mano, se sentó frente a mí. De inmediato clavé mi mirada en ella. Quedé deslumbrado por ese rostro. Desconozco qué me atraía más en él: la nariz diminuta o los labios abultados.

      Anselmo Guaida

      No hubo titulares de periódico alguno que dieran fe de la extraña desaparición de Anselmo Guaida. Aunque bien pudieron escribirse. “Viejo matemático asalta la radio traspasando las paredes y desaparece”. “Desaparece jubilado en asalto navideño a la estación de radio”.

      Según los testimonios de un barrendero, “andaba como borracho. Se paró frente a la puerta y se echó a llorar”. Lo que hace suponer que todo comenzó antes, en un momento crucial, fúnebre. “Nada más me distraje echando la basura del recogedor al bote y desapareció”.

      No era difícil sospechar que, a su edad, todo llanto viene de una pérdida. Los amigos notaron comportamientos extraños desde la muerte de su esposa polaca. Hablaba con Espartaco, un perro coquer spaniel. Se puede incluso señalar que ese día comenzó su muerte. La muerte de Anselmo Guaida.

      Romelia, nombre castellanizado de la mujer de Anselmo, fue bailarina. Recién llegada de Cracovia, donde empezó a bailar desde niña, tuvo que trabajar como edecán para sobrevivir. Cuenta el Chato, dueño del congal que la contrató. “La mujer era una bomba sexual. No hablaba español. Así que, con señas y pasos de baile, me pidió trabajo. Mostró el currículum, para que me entiendas”. Rutila le entregó al final de la audición, la tarjeta de presentación de Anselmo. “El Chemo era buena onda, bien pedo, pero buena onda”. Se lee en la placa con su foto, como tributo del congal, la Dama de las Caléndulas.

      Vivió en una casa construida en la calle de Salto del Mono, cuyo número 29 nunca será exacto. Nada más en la acera derecha se encuentran tres 29 y en la izquierda, hay un 29 A y un 29 A-1. Lo que asoma como una huella de la verdad son las pintas callejeras. Con el símbolo Pi, el olor guayabero de orines de gato y la mierda de perro que circundan la morada de adobe.

      Según cuenta la criada que trabajaba con Anselmo, “diario lo hallaba entre pomos vacíos”. Anselmo sentado en

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