El señor presidente. Miguel Angel Asturias

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El señor presidente - Miguel Angel Asturias Cõnspicuos

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rezando el Trisagio en alta voz.

      Pero el Trisagio sacudió a Genaro como si le estuvieran pegando. Con los ojos cerrados tiróse de la cama para alcanzar a su mujer, que estaba a unos pasos de la cuna, y de rodillas, abrazándola por las piernas, le contó lo que había visto.

      —Sobre las gradas, sí, para abajo, rodó chorreando sangre al primer disparo, y no cerró los ojos. Las piernas abiertas, la mirada inmóvil... ¡Una mirada fría, pegajosa, no sé...! ¡Una pupila que como un relámpago lo abarcó todo y se fijó en nosotros! ¡Un ojo pestañudo que no se me quita de aquí, de aquí de los dedos, de aquí, Dios mío, de aquí!...

      Le hizo callar un sollozo del crío. Ella levantó del canasto al niño envuelto en sus ropillas de franela y le dio el pecho, sin poder alejarse del marido que le infundía asco y que arrodillado se apretaba a sus piernas, gemebundo.

      —Lo más grave es que Lucio...

      —¿Ese que habla como mujer se llama Lucio?

      —Sí, Lucio Vásquez...

      —¿Es al que le dicen Terciopelo?

      —Sí...

      —¿Y a santo de qué lo mató?

      —Estaba mandado, tenía rabia. Pero no es eso lo más grave; lo más grave es que Lucio me contó que hay orden de captura contra el general Canales, y que un tipo que él conoce se va a robar a la señorita su hija hoy en la noche.

      —¿A la señorita Camila? ¿A mi comadre?

      —Sí.

      Al oír lo que no era creíble, Fedina lloró con la felicidad y abundancia con que lloran las gentes del pueblo por las desgracias ajenas. Sobre la cabecita de su hijo que arrullaba caía el agua de sus lágrimas, calentita como el agua que las abuelas llevan a la iglesia para agregar al agua fría y bendita de la pila bautismal. La criatura se adormeció. Había pasado la noche y estaban bajo una especie de ensalmo, cuando la aurora pintó bajo la puerta su renglón de oro y se quebraron en el silencio de la tienda los toquidos de la acarreadora del pan.

      —¡Pan! ¡Pan! ¡Pan!

      X · Príncipes de la milicia

      El general Eusebio Canales, alias Chamarrita, abandonó la casa de Cara de Ángel con porte marcial, como si fuera a ponerse al frente de un ejército, pero al cerrar la puerta y quedar solo en la calle, su paso de parada militar se licuó en carrerita de indio que va al mercado a vender una gallina. El afanoso trotar de los espías le iba pisando los calcañales. Le producía basca el dolor de una hernia inguinal que se apretaba con los dedos. En la respiración se le escapaban restos de palabras, de quejas despedazadas y el sabor del corazón que salta, que se encoge, faltando por momentos, a tal punto que hay que apretarse la mano al pecho, enajenados los ojos, suspenso el pensamiento, y agarrarse a él a pesar de las costillas, como a un miembro entablillado, para que dé de sí. Menos mal. Acababa de cruzar la esquina que ha un minuto viera tan lejos.Y ahora a la que sigue, sólo que ésta... ¡qué distante a través de su fatiga!... Escupió. Por poco se le van los pies. Una cáscara. En el confín de la calle resbalaba un carruaje. Él era el que iba a resbalar. Pero él vio que el carruaje, las casas, las luces... Apretó el paso. No le quedaba más. Menos mal. Acababa de doblar la esquina que minutos ha viera tan distante.Y ahora a la otra, sólo que ésta ¡qué remota a través de su fatiga!... Se mordió los dientes para poder contra las rodillas.Ya casi no daba paso. Las rodillas tiesas y una comezón fatídica en el cóccix y más atrás de la lengua. Las rodillas.Tendría que arrastrarse, seguir a su casa por el suelo ayudándose de las manos, de los codos, de todo lo que en él pugnaba por escapar de la muerte. Acortó la marcha. Seguían las esquinas desamparadas. Es más, parecía que se multiplicaban en la noche sin sueño como puertas de mamparas transparentes. Se estaba poniendo en ridículo ante él y ante los demás, todos los que le veían y no le veían, contrasentido con que se explicaba su posición de hombre público, siempre, aun en la soledad nocturna, bajo la mirada de sus conciudadanos.“¡Suceda lo que suceda, articuló, mi deber es quedarme en casa, y a mayor gloria si es cierto lo que acaba de afirmarme este zángano de Cara de Ángel!”

      Y más adelante:

      “¡Escapar es decir yo soy culpable!” El eco retecleaba sus pasos.“¡Escapar es decir que soy culpable, es ...! ¡Pero no hacerlo!...” El eco retecleaba sus pasos... “¡Es decir yo soy culpable!... ¡Pero no hacerlo!” El eco retecleaba sus pasos...

      Se llevó la mano al pecho para arrancarse la cataplasma de miedo que le había pegado el favorito... Le faltaban sus medallas militares... “Escapar era decir que soy culpable, pero no hacerlo...” El dedo de Cara de Ángel le señalaba el camino del destierro como única salvación posible...“¡Hay que salvar el pellejo, general! ¡Todavía es tiempo!”Y todo lo que él era, y todo lo que él valía, y todo lo que él amaba con ternura de niño, patria, familia, recuerdos, tradiciones, y Camila, su hija... todo giraba alrededor de aquel índice fatal, como si al fragmentarse sus ideas el universo entero se hubiera fragmentado.

      Pero de aquella visión de vértigo, pasos adelante no quedaba más que una confusa lágrima en sus ojos...

      “¡Los generales son los príncipes de la milicia!”, dije en un discurso... “¡Qué imbécil! ¡Cuánto me ha costado la frasecita! El Presidente no me perdonará nunca eso de los príncipes de la milicia, y como ya me tenía en la nuca, ahora sale de mí achacándome la muerte de un coronel que dispensó siempre a mis canas cariñoso respeto.”

      Delgada e hiriente apuntó una sonrisa bajo su bigote cano. En el fondo de sí mismo se iba abriendo campo otro general Canales, un general Canales que avanzaba a paso de tortuga, a la rastra los pies como cucurucho después de la precesión, sin hablar, oscuro, triste, oloroso a pólvora de cohete quemado. El verdadero Chamarrita, el Canales que había salido de casa de Cara de Ángel arrogante, en el apogeo de su carrera militar, dando espaldas de titán a un fondo de gloriosas batallas libradas por Alejandro, Julio César, Napoleón y Bolívar, veíase sustituido de improviso por una caricatura de general, por un general Canales que avanzaba sin entorchados ni plumajerías, sin franjas rutilantes, sin botas, sin espuelas de oro. Al lado de este intruso vestido de color sanate, peludo, deshinchado, junto a este entierro de pobre, el otro, el auténtico, el verdadero Chamarrita parecía, sin jactancia de su parte, entierro de primera por sus cordones, flecos, laureles, plumajes y saludos solemnes. El descharchado general Canales avanzaba a la hora de una derrota que no conocería la historia, adelantándose al verdadero, al que se iba quedando atrás corno fantoche en un baño de oro y azul, el tricornio sobre los ojos, la espada rota, los puños de fuera y en el pecho enmohecidas cruces y medallas.

      Sin aflojar el paso, Canales apartó los ojos de su fotografía de gala sintiéndose moralmente vencido. Le acongojaba verse en el destierro con un pantalón de portero y una americana, larga o corta, estrecha u holgada, jamás a su medida. Iba sobre las ruinas de él mismo pisoteando a lo largo de las calles sus galones...

      “¡Pero si soy inocente!” Y se repitió con la voz más persuasiva de su corazón:“¡Pero si soy inocente! ¿Por qué temer...?”.

      “¡Por eso! —le respondía su conciencia con la lengua de Cara de Ángel—, ¡por eso!... Otro gallo le cantaría si usted fuera culpable. El crimen es precioso porque garantiza al gobierno la adhesión del ciudadano. ¿La patria? ¡Sálvese, general, yo sé lo que le digo; qué patria ni qué india envuelta! ¿Las leyes? ¡Buenas son tortas! ¡Sálvese, general,

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