Edgar Allan Poe: Novelas Completas. Эдгар Аллан По

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Edgar Allan Poe: Novelas Completas - Эдгар Аллан По

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había dejado de existir, declaró su intención de preservar su cadáver durante quince días (antes de su definitivo entierro) en una de las numerosas criptas dentro de la mansión. El motivo humano que alegó para justificar este singular proceder no me dejó libertad para discutir. El hermano había llegado a esta decisión (según me dijo) tras considerar el carácter insólito de la enfermedad de la fallecida, unas inoportunas y ansiosas investigaciones de sus médicos, y la lejana y expuesta situación del cementerio familiar. No negaré que, cuando recordé el siniestro aspecto de la persona con quien me crucé en la escalera el día de mi llegada a la casa, no tuve ningún deseo de oponerme a lo que consideré una precaución inofensiva y de ninguna forma extraña.

      A petición de Usher, le ayudé personalmente en los preparativos de la sepultura temporal. Puesto ya el ataúd, los dos solos lo trasladamos a su lugar de descanso. La cripta donde lo depositarnos (que llevaba tanto tiempo sin abrir, que nuestras antorchas casi se apagaron por la opresiva atmósfera, dándonos pocas oportunidades de examinarla) era pequeña, húmeda y desprovista de cualquier fuente de luz; estaba a gran profundidad, justo bajo la parte de la casa que ocupaba mi dormitorio. Al parecer, había sido utilizada, en remotos tiempos feudales, con el siniestro uso de mazmorra, y en días más recientes, como almacén de pólvora o de alguna otra sustancia altamente combustible, pues una parte del suelo y todo el interior de un largo pasillo abovedado por donde pasamos para llegar allí estaban cuidadosamente revestidos de cobre. La puerta de hierro macizo también estaba protegida de ese metal. Su enorme peso, al moverse sobre los goznes, producía un chirrido agudo, insólito.

      Después de dejar nuestra fúnebre carga sobre caballetes en ese lugar de horror, retiramos, parcialmente, a un lado la tapa aún suelta del ataúd y contemplamos la cara de la muerta. Un asombroso parecido entre el hermano y la hermana fue lo primero me llamó mi atención, y Usher, adivinando quizá mis pensamientos, murmuró unas palabras por las que supe que la difunta y él eran gemelos, y que entre ambos siempre había habido simpatías casi inexplicables. Pero nuestros ojos no se detuvieron mucho tiempo con la muerta, pues no podíamos contemplarla sin miedo. El mal que llevara a la señorita Madeline a la tumba, en la fuerza de la juventud había dejado, como es corriente en todas las enfermedades de carácter estrictamente cataléptico, la burla de un leve rubor en el pecho y la cara, y esa sonrisa sospechosamente prolongada en los labios, que es tan terrible en la muerte. Volvimos la tapa a su sitio, la atornillamos, y, cerrando bien la puerta de hierro, regresamos cansados a los aposentos algo menos lúgubres de la parte superior de la casa.

      Y entonces, transcurridos unos días de amarga pena, se produjo un notable cambio en las características del trastorno mental de mi amigo. Su porte normal había desaparecido. Descuidaba u olvidaba sus ocupaciones comunes. Vagaba de habitación en habitación con pasos apresurados, desiguales y sin rumbo. La palidez de su rostro había adquirido, si esto era posible, un color aún más espectral, pero había desaparecido por completo la luminosidad de sus ojos. El tono a veces ronco de su voz ya no se oía; y una vacilación trémula, como si estuviera aterrorizado, acompañaba sus palabras de forma habitual. Hubo momentos en que pensé que algún secreto opresivo dominaba su mente siempre agitada, y que luchaba por conseguir valor suficiente para divulgarlo. Otras veces, en cambio, me veía obligado a reducirlo todo a las meras e inexplicables extravagancias de la locura, pues le veía contemplar el vacío largas horas, en actitud de la más profunda atención, como si escuchara algún sonido imaginario. No es de extrañar que su estado me aterrara, que me contagiase. Sentía que se deslizaban en mí, a pasos lentos pero seguros, las extrañas influencias de sus supersticiones fantásticas e impresionantes.

      Al retirarme a mi habitación la noche del séptimo u octavo día después de depositar a la señorita Madeline en la cripta, siendo ya muy tarde, experimenté de forma especial y con mucha fuerza esos sentimientos.

      El sueño no se acercaba a mi lecho y pasaban hora y horas.

      Luché para vencer con la razón los nervios que me dominaban. Traté de convencerme de que mucho, si no todo lo que sentía, era debido a la desconcertante influencia de los lúgubres muebles de la habitación, de los tapices oscuros y raídos que, atormentados por el soplo de una tempestad incipiente, oscilaban de un lado para otro sobre las paredes y crujían desagradablemente alrededor de los adornos de la cama. Pero mis esfuerzos resultaron inútiles. Un temblor incontenible invadía gradualmente mi cuerpo; y al final se instaló en mi corazón un íncubo, el peso de una alarma absolutamente inmotivada. Intenté sacudírmelo, jadeando, luchando, me incorporé sobre las almohadas y, mientras miraba ansiosamente a la intensa oscuridad de la habitación; presté atención no sé por qué, salvo que una fuerza instintiva me impulsó a ciertos sonidos ahogados, indefinidos, que llegaban en las pausas de la tormenta, a largos intervalos, no sé de dónde.

      Dominado por un intenso sentimiento de horror, inexplicable pero insoportable, me vestí de prisa (pues sabía que no me iba a dormir esa noche) e intenté salir del lamentable estado en el que me encontraba, paseando rápidamente de arriba abajo por la habitación.

      Había dado así unas pocas vueltas, cuando un suave paso en la escalera adyacente me llamó la atención.

      Pronto reconocí que era el paso de Usher. Un instante después llamó con un toque suave a mi puerta y entró con una lámpara. Su semblante, como de costumbre, tenía una palidez cadavérica, pero, además, había en sus ojos una especie de loca alegría, una histeria evidentemente reprimida en toda su actitud. Su aire me dejó pasmado, pero todo era preferible a la soledad que había soportado tanto tiempo, y hasta acogí su presencia como un alivio.

      ¿No lo has visto? dijo bruscamente, después de echar una mirada a su alrededor, en silencio. ¿No lo has visto, de verdad? ¡Pues espera y lo verás! y diciendo esto protegió cuidadosamente la lámpara, se acercó a una de las ventanas y la abrió de par en par a la tormenta.

      La ráfaga de viento entró con tanta furia que casi nos levanta del suelo. Era en realidad una noche de tormenta, pero de una severa belleza, extrañamente singular en su terror y en su belleza. Al parecer, un torbellino desplegaba su fuerza en nuestra vecindad, pues había frecuentes y violentos cambios en la dirección del viento; y la excesiva densidad de las nubes (tan bajas que casi oprimían las torres de la mansión) no nos impedía ver la viva velocidad con que acudían de todas partes, mezclándose unas con otras sin alejarse.

      Digo que ni siquiera su excesiva densidad nos impedía verlo, y, sin embargo no nos llegaba un atisbo ni de la luna ni de las estrellas, ni se veía el brillo de los relámpagos.

      Pero las superficies inferiores de las enormes masas de agitado vapor, y todos los objetos terrestres que nos rodeaban, brillaban en una luz anormal de una gaseosa exhalación, apenas luminosa y claramente visible, que rodeaba la casa y la amortajaba.

      ¡No debes mirarlo… , no mires! dije, estremeciéndome, mientras con suave violencia apartaba a Usher de la ventana para llevarlo a una silla. Estos espectáculos, que te confunden, no son más que fenómenos eléctricos bastante comunes, o quizá pueden tener su origen en el miasma corrupto del lago. Vamos a cerrar esta ventana; el aire está frío y es peligroso para tu salud. Aquí tienes una de tus novelas predilectas. Yo la leeré y tú escucharás, y así pasaremos juntos esta noche terrible.

      El antiguo volumen que había agarrado era Mad Trist [Locura en tres fases], de sir Launcelot Canning; pero lo había calificado de libro favorito de Usher más por triste broma que en serio, pues, en realidad, hay poco en su verbosidad tosca y falta de imaginación que pudiera interesar a la elevada e ideal espiritualidad de mi amigo. Era el único libro que tenía a mano y alimenté una vaga esperanza de que la excitación que en ese momento agitaba al hipocondríaco pudiera encontrar alivio (pues la historia de los trastornos mentales está llena de estas anomalías) aun en las extremas locuras que iba a leerle. De haber juzgado, en realidad, la actitud exageradamente tensa y vivaz con que escuchaba, o parecía escuchar, las palabras del relato, podría haberme felicitado por el éxito

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