Canción del ocaso. Lewis Grassic Gibbon
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Decían que llevaba cincuenta años viviendo allí; de su padre, que había sido campesino en el Knapp antes de eso, casi nadie recordaba el nombre, y tal vez hasta él mismo lo hubiera olvidado. Era el habitante más antiguo de Kinraddie, y bien orgulloso que estaba de eso, aunque solo Dios sabe qué motivo de orgullo podía ser el vivir tantos años en una casucha llena de humedad ante la que ni una cabra se detendría a aliviarse. Era zapatero y se llamaba a sí mismo el Remendón, un nombre anticuado del que la gente se reía. Tenía pelo cano que le caía por las orejas y tal vez se lavara los días de Año Nuevo y de su cumpleaños, pero, desde luego, no más a menudo, y si alguien lo había visto alguna vez vistiendo algo que no fuera la camisa gris con tirilla roja que siempre llevaba, guardaba muy bien el secreto.
Alec Mutch era el granjero de Bridge End, que estaba más allá del nacimiento del Denburn. Había llegado allí procedente de Stonehaven, y la gente decía que estaba hasta las cejas de deudas, lo que no era de extrañar con la desastrada de mujer que tenía para agobiarlo. Era un gran trabajador Alec, y Bridge End no estaba entre lo peor de Kinraddie, aunque la parte del fondo era muy húmeda hasta donde sus tierras se unían a las de Upperhill más arriba. En la cuadra cabían dos pares de caballos, pero Alec solo tenía tres y decía que esperaba a que su familia creciera para completar el segundo par. Y tenía familia bien rápido, pues otra cosa no haría, pero apenas pasaba un año sin que la señora Mutch se pusiese de parto, y Mutch ya estaba acostumbrado a levantarse en mitad de la noche e ir corriendo a Bervie a por el médico. Y este, el viejo Meldrum, le guiñaba un ojo a Alec y exclamaba Pero, bueno, ¿ya has vuelto a las andadas?, y Alec decía Maldita sea, pero si es que hoy en día basta con que mires a una mujer para que se quede en estado.
Así que algunos decían que debía de estar muy embelesado con su señora, pero no había quien se creyera eso, ya que no era ninguna gran belleza, sino una bizca con pinta de holgazana a la que nada preocupaba, nada sobre la faz de la tierra, ni aunque sus cinco criaturas estuvieran gritando que las mataban todas a la vez y bajase humo por la chimenea y estropeara la cena, y el ganado saliera del corral para meterse en el patio y comerse su colada limpia. Ella decía Bueno, lo mismo dará cuando lleve cien años muerta, y se encendía un cigarrillo como si fuera un gitano, pues siempre llevaba un paquete encima y con eso de fumar era la comidilla de medio Mearns.
Dos de sus cinco hijos eran chicos, el mayor de once años, y todos tenían la cara de los Mutch, ancha, huesuda y más estrecha en la barbilla, como la de un mochuelo o un zorro, y grandes orejas como las asas de una jarra. El propio Alec tenía esas orejas, que decían que batía para espantar a las moscas en verano, y una vez que volvía a casa en bicicleta de Laurencekirk e iba muy borracho por la ladera empinada de encima del puente del Denburn, confundió la corriente de agua con el camino ancho y de cabeza que cayó al lecho de arcilla de seis metros más abajo; y a menudo contaba que, de no haber aterrizado sobre una oreja, se podría haber quedado sin sesos, pero Rob el Largo, el del Molino, se echaba a reír y decía ¿Sesos? Por el amor de Dios, Mutch, te aseguro que si se trataba de eso no corriste ningún peligro.
Así era Kinraddie ese crudo invierno de 1911, del que el nuevo párroco, el que eligieron a principios del año siguiente, diría que era en sí la campiña escocesa, engendrada por un huerto y un bonito rosal silvestre al abrigo de una casa de postigos verdes.14 Y lo que quería decir con eso pues adivínenlo ustedes si les van los acertijos y las tonterías, porque no había una sola casa con postigos verdes en todo Kinraddie.
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