El reino de este mundo. Alejo Carpentier

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El reino de este mundo - Alejo  Carpentier Cõnspicuos

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Con sus ojos siempre inyectados, su torso potente, su delgadísima cintura, el mandinga ejercía una extraña fascinación sobre Ti Noel. Era fama que su voz grave y sorda le conseguía todo de las negras. Y que sus artes de narrador, caracterizando los personajes con muecas terribles, imponían el silencio a los hombres, sobre todo cuando evocaba el viaje que hiciera, años atrás, como cautivo, antes de ser vendido a los negreros de Sierra Leona. El mozo comprendía, al oírlo, que el Cabo Francés, con sus campanarios, sus edificios de cantería, sus casas normandas guarnecidas de larguísimos balcones techados, era bien poca cosa en comparación con las ciudades de Guinea. Allá había cúpulas de barro encarnado que se asentaban sobre grandes fortalezas bordeadas de almenas; mercados que eran famosos hasta más allá del lindero de los desiertos, hasta más allá de los pueblos sin tierras. En esas ciudades los artesanos eran diestros en ablandar los metales, forjando espadas que mordían como navajas sin pesar más que un ala en la mano del combatiente. Ríos caudalosos, nacidos del cielo, lamían los pies del hombre, y no era menester traer la sal del País de la Sal. En casas muy grandes se guardaban el trigo, el sésamo, el millo, y se hacían, de reino en reino, intercambios que alcanzaban el aceite de oliva y los vinos de Andalucía. Bajo cobijas de palma dormían tambores gigantescos, madres de tambores, que tenían patas pintadas de rojo y semblantes humanos. Las lluvias obedecían a los conjuros de los sabios, y, en las fiestas de circuncisión, cuando las adolescentes bailaban con los muslos lacados de sangre, se golpeaban lajas sonoras que producían una música como de grandes cascadas domadas. En la urbe sagrada de Widah se rendía culto a la Cobra, mística representación del ruedo eterno, así como a los dioses que regían el mundo vegetal y solían aparecer, mojados y relucientes, entre las junqueras que asordinaban las orillas de lagos salobres.

      El caballo, vencido de manos, cayó sobre las rodillas. Se oyó un aullido tan desgarrado y largo que voló sobre las haciendas vecinas, alborotando los palomares. Agarrada por los cilindros, que habían girado de pronto con inesperada rapidez, la mano izquierda de Mackandal se había ido con las cañas, arrastrando el brazo hasta el hombro. En la paila del guarapo se ensanchaba un ojo de sangre. Asiendo un cuchillo, Ti Noel cortó las correas que sujetaban el caballo al mástil del trapiche. Los esclavos de la tenería invadieron el molino, corriendo detrás del amo. También llegaban los trabajadores del bucán y del secadero de cacao. Ahora Mackandal tiraba de su brazo triturado, haciendo girar los cilindros en sentido contrario. Con su mano derecha trataba de mover un codo, una muñeca que habían dejado de obedecerle. Atontada la mirada, no parecía comprender lo que le había ocurrido. Comenzaron a apretarle un torniquete de cuerdas en la axila, para contener la hemorragia. El amo ordenó que se trajera la piedra de amolar, para dar filo al machete que se utilizaría en la amputación.

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