El valle perdido y otros relatos alucinantes. Algernon Blackwood
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Por mucho, la influencia más fuerte en mi vida […] fue la Naturaleza; se reveló temprano y fue creciendo en intensidad cada año. Trayendo consuelo, compañía, inspiración, alegría, el hechizo de la Naturaleza se ha mantenido dominante, un hechizo verdaderamente mágico. Siempre inmenso y potente, los años lo han fortalecido. La temprana impresión de que todo estaba vivo, una vaga sensación de que algún tipo de conciencia luchaba en cada forma, incluso de que una especie de comunicación inarticulada con esa “otra vida” era posible, si tan sólo pudiera descubrir la manera: estos humores colorearon el creciente asombro.3
En cierto sentido, la Naturaleza subsumía o incorporaba todos sus demás intereses en los temas de espiritualidad y ocultismo, pues éstos no eran sino simples vehículos para alcanzar una “conciencia extendida o expandida” que daría lugar a una especie de vínculo místico con la Naturaleza. Tal como el narrador de Blackwood describe a O’Malley en El centauro:
Pues los humores de la Naturaleza fluían a través de él —en él— como presencias potentemente evocadoras, como la presencia de las personas, y con significados igualmente variados: el bosque de amor y ternura; el mar de reverencia y magia; las planicies y los horizontes abiertos de paz melancólica y silencio como de viejos y sabios compañeros, y las montañas de un terror espléndido debido a una necesidad de comprensión dentro de él mismo, causada probablemente por una lejanía espiritual de su humor.
El Cosmos, en una palabra, para él era psíquico, y los humores de la Naturaleza eran actividades cósmicas trascendentales que inducían en él esos singulares estados de exaltación y expansión. Ella le abrió de par en par las puertas de una vida más profunda. Entró, tomó posesión de él, sumergió a ese ser más pequeño en su propia personalidad enorme y envolvente.4
El hechizo de la Naturaleza no tardó mucho en imponerse: breves viajes a Suiza y Canadá en 1887 y un recorrido a pie por el norte de Italia en 1889 fueron sólo adelantos de lo que vendría después.
Mientras tanto, la educación formal de Blackwood no progresaba especialmente bien. Estuvo sólo un año en la Universidad de Edimburgo (1888-1889), supuestamente estudiando agronomía, pero más interesado en la patología, la psicología y lo oculto. Para entonces ya había empezado a asistir a sesiones espiritistas y a explorar casas embrujadas en compañía de un miembro de la Sociedad para la Investigación Psíquica; es posible que también haya entrado en contacto con la Orden Hermética de la Aurora Dorada —sociedad ocultista que incluía entre sus miembros a varios de los principales escritores del Reino Unido, entre ellos el irlandés W. B. Yeats y el autor de ficción sobrenatural galés Arthur Machen—, aunque no ingresó formalmente sino hasta 1900. Para 1891 también se había hecho miembro de la Sociedad Teosófica. Pero estos grupos a la larga resultaron insatisfactorios, pues Blackwood se dio cuenta de que su propio misticismo en torno a la Naturaleza era demasiado distintivo y ajeno a doctrinas como para caber en sus estrechos dogmas.
En 1890 Blackwood decidió buscar fortuna en Canadá. Como resultado de su extremada torpeza social y falta de mundo, sin querer ofendió a un prominente funcionario de la ferroviaria Canadian Pacific Railway, donde esperaba conseguir trabajo, así que tuvo que buscar otras oportunidades. En consecuencia, se asoció con Alfred Cooper para fundar un rancho lechero cerca de Toronto. Blackwood, cuya habilidad para los negocios era (sobre todo por falta de interés en los mundanos detalles de las finanzas) rudimentaria en el mejor de los casos, rápidamente perdió gran parte de las dos mil libras que había invertido en el proyecto, y una empresa posterior —administrar un hotel y un bar con un amigo británico, Johann Kay Pauw (disimulado con el nombre de “John Kay” en su autobiografía, Episodios antes de los treinta)— fue igualmente desastrosa. Otro cambio importante estaba en puerta: irse a Nueva York.
Podría pensarse que la megalópolis estadounidense sería el lugar menos indicado para un adorador de la Naturaleza como Blackwood, pero él confiaba en su capacidad para conseguir trabajo e incluso para encontrar cierto tipo de felicidad. Pero ocurrió lo inevitable: aunque para el otoño de 1892 se había convertido en reportero del New York Sun, el efecto acumulado de su estancia en Nueva York sólo podría llamarse psicológicamente devastador:
Me sentía cubierto de llagas y cortaduras en las que Nueva York frotaba sal y ácido a cada hora del día. Hería, no sólo porque yo fuera infeliz, sino en sí misma. Me pegaba donde quería. La espantosa ciudad, con su vida torrencial, precipitada, tenía para mí algo de monstruoso. Todo en ella era exagerado. Su velocidad trepidante, sus azoteas entre las nubes con los abismos debajo, sus llamativas avenidas chorreando oro que van casi de la mano con calles que son poco más que cloacas de miseria y podredumbre humana, su ruido frenético tanto de voces como de mecanismos, su caridad organizada fastuosamente y su esplendor jactancioso, y su profunda corrupción en las garras de una despiadada y degradada Tammany: todas estas cosas eran lo que en mi imaginación pintaba el horror como algo monstruoso, no humano, casi de otro mundo. Se convirtió, para mí, en una costra en la piel del planeta, brillante con los tonos de la fiebre, pululando de microbios. Yo sentía que era, en verdad, un lugar civilizado a medias.5
Uno sospecha que Blackwood hubiera tenido la misma reacción incluso si una serie de eventos adicionales no hubieran conspirado para hacer sus primeros días en Nueva York aún más miserables: una dolorosa enfermedad que lo incapacitó durante semanas; pobreza extrema que lo obligó a subsistir sobre todo a base de manzanas secas (cuando las comía con agua se expandían en su estómago, de modo que mitigaban las punzadas del hambre); y, lo más fantasmagórico de todo, su tortuosa relación con un ladrón y canalla, Arthur Bigge (disfrazado como “Boyde” en Episodios antes de los treinta), que le robó a Blackwood el poco dinero que tenía y a quien éste finalmente cazó como a un animal y lo hizo arrestar.
Pero ése fue el nadir. Para el otoño de 1895 Blackwood había conseguido un puesto mucho más tolerable como reportero de The New York Times, y a principios de 1897 empezó un periodo de dos años como secretario privado de un acaudalado filántropo, James Speyer. Ésta fue probablemente la etapa más placentera del periodo neoyorquino de Blackwood; una expedición para cazar alces a Canadá en 1898 también debe haber ayudado, al renovar su intimidad con la Naturaleza. Y, sin embargo, Blackwood sabía que esos años de penuria y angustia fueron la fuente de su posterior trabajo literario: “Fue, quizás, el horror indigesto de aquellos días, así como los anhelos de belleza insatisfechos, lo que trató de hallar expresión quince años después en la escritura”.6
A principios de 1899 Blackwood añoraba volver a su tierra, y para marzo se había instalado nuevamente en Inglaterra. Pero el espíritu viajero que siempre sería parte esencial de su naturaleza no tardó en manifestarse: en 1900 y 1901 pasó buena parte del verano viajando en canoa por el Danubio —viajes que finalmente serían transformados en su más memorable relato de lo extraño, “Los sauces”. Los viajes