La belleza del mundo. Cory Anderson

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La belleza del mundo - Cory Anderson La belleza del mundo

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la puerta del dormitorio, se lavó la cara, bajó las escaleras y encendió la chimenea. El frío seguía llegando, y ahora también la noche. Tiró el frasco de pastillas a la basura, abrió el gabinete junto al fregadero y sacó el bote amarillo de Tupperware. Quitó la tapa y contó el dinero que había dentro. Quince dólares con treinta y seis centavos. Volvió a contarlo.

      Sip. Correcto desde la primera vez.

      Frotó sus ojos con la palma de la mano y abrió la puerta de la despensa. Un saco medio lleno de papas. Un par de latas: frijoles y duraznos. Un bote de azúcar casi vacío. Las papas eran de las buenas, las rojizas de la señora Browning. Tomó tres, las lavó y las cortó. En una sartén, derritió un poco de mantequilla y luego dejó caer los trozos de papa. Su corazón punzaba con dolor en el pecho, pero lo ignoró.

      La puerta de la entrada se abrió con un chirrido y Matty entró estrepitosamente, pisoteando nieve, con las mejillas brillantes, un gorro de lana húmedo que cubría casi hasta sus ojos y el abrigo abrochado para arroparlo hasta la barbilla. Ese abrigo había sido alguna vez de Jack y, antes, de alguien más. Una rasgadura en el frente dejaba expuesto el relleno, pero por dentro era de franela, cálido. Matty cerró la puerta de golpe, se quitó el abrigo y el gorro, y sonrió.

      —Jack, nunca lo adivinarás. Dije bien todas las tablas de multiplicar. Todas, hasta el doce. No fallé en ninguna.

      Las papas chisporrotearon y Jack les dio la vuelta para dorarlas por ambos lados. Sal y pimienta. Por un segundo, las cosas se sintieron normales. Salvo por sus ojos, ese ardiente aguijón en los bordes. En su cabeza, un latido empezó a golpear.

      —Buen trabajo, enano. Ahora cuelga tu abrigo y lávate.

      —¿Crees que podamos comer duraznos esta noche?

      Jack asintió.

      —Para celebrar tu triunfo con las tablas de multiplicar.

      Matty colgó su abrigo y su mochila en el gancho de la pared junto a la chimenea, y colocó sus botas con cuidado junto a las de Jack, alineando los tacones. Miró la mecedora y se detuvo allí por un momento. Pensativo. Con un gesto de concentración en el rostro. Luego se volvió y se dirigió hacia las escaleras, Jack escuchó que se abría el grifo del baño. Percibió un sabor fuerte en la boca. Como pólvora.

      La puerta está cerrada.

      La puerta está cerrada.

      Después de un minuto, Matty volvió a bajar. Observó a Jack cocinar. Luego arrastró una silla de la cocina hasta el gabinete junto al fregadero y sacó los platos.

      Juntos colocaron todo y se sentaron a la mesa de formaica. Papas fritas, duraznos y tazas de café instantáneo caliente. Jack sabía lo que se avecinaba y se había preparado.

      —¿Dónde está mamá? —preguntó Matty.

      —Se fue de viaje.

      —Revisé el baño y no está allí.

      —Ya te lo dije. Se fue de viaje.

      —Bueno, ¿con quién iría?

      —Un amigo. Alguien que no conoces.

      —¿Como quién?

      —Cómete las papas —dijo Jack.

      Matty no comió. Miró la mecedora. Miró a Jack.

      —No se llevó su colcha arcoíris.

      Jack lanzó un vistazo a la colcha. Filas de hilos tejidos con ganchillo. Los bordes se habían aflojado y se desvanecían en naranja donde habían sido rojos. Un regalo de la abuela Jensen cuando mamá tenía sólo ocho años. Era estúpido haber olvidado esa colcha.

      —No. Supongo que no.

      —No creo que ella fuera a ninguna parte sin su manta.

      —Quizá la olvidó.

      —¿Crees que esté bien en la nieve?

      —Sí. Creo que sí.

      —¿Cuándo regresará?

      Jack bebió un sorbo de café y se quemó la boca. Comió sus papas.

      Matty lo miró.

      —¿Estamos bien?

      —Claro, estamos bien.

      Jack comió. Masticar y tragar. Sorbo de café. Harás esto por él, no permitirás que se entere, no lo permitirás.

      Matty se quedó mirándolo, luego tomó su tenedor y comenzó a comer.

      Bien.

      Jack calentó agua en la chimenea, tapó el fregadero, vació el agua caliente, lavó todo y lo dejó secar en la barra. Después de que Matty terminó sus duraznos, Jack le pidió que sacara su tarea. Deletrear.

      —Escuela —dijo Jack.

      La concentración volvió al rostro de Matty.

      —E-S-C-U-E-L-A.

      —Bien. Ahora, lápiz.

      —L-Á-P-I-Z.

      Del otro lado de la ventana de la cocina, el viento arrojó ráfagas de nieve contra el vidrio, las agitó en círculos y las lanzó a la tierra. Un frío de hierro allá fuera. Jack se tapó los ojos con las manos. La oscuridad hundía el techo y las paredes de la frágil casa, y ella yacía allá arriba en la cama.

      ¿Qué recuerdo?

      Mi padre es un ladrón y un asesino. Robó una casa de empeño con Leland Dahl cuando yo tenía diez años, pero nadie lo atrapó. No hubo evidencia. No hubo juicio. Ahí empezó todo. Una larga cicatriz cruzaba su frente y su mejilla de aquella vez que mi madre lo atacó con un cuchillo. Ella pagó por eso. Él es un asesino, pero es algo peor.

      Los ojos de mi padre son garfios. Cavan hondo. Atrapan el alma.

      Algunas personas tienen hielo en los ojos. Sé que yo lo tengo. Eso es lo que mi padre me hizo. Una cubierta de escarcha para un interior negro. Incluso ahora, cuando pienso en él, me quedo helada. Como si acabara de entrar en un congelador.

      Pero Jack —el dulce, enfurecido y callado Jack— me hace arder. Me rompe en pedazos.

      Nos conocimos sólo nueve días.

      Sacaron el sofá cama y extendieron unas mantas rugosas y una colcha sobre el colchón hundido. Jack avivó el fuego, cerró las puertas y se aseguró de que tuvieran suficiente leña para pasar la noche, mientras Matty se quitaba la ropa y se ponía la pijama frente a la chimenea. Una pijama de Batman con la capa hecha jirones. Verlo hizo que el pecho de Jack se contrajera. Sus costillas que sobresalían y sus rodillas, como un pobre huérfano. Y eso era. Jack recogió la ropa, la dobló y la puso sobre la cama.

      Sólo respira, Jack.

      Inhala

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