La voluntad tarada. Roberto Arlt

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o sedantes empleos nacionales. Ganarse la vida escribiendo es penoso y rudo. Máxime si cuando se trabaja se piensa que existe gente a quien la preocupación de buscarse distracciones les produce surmenage.

      Pasando a otra cosa: se dice de mí que escribo mal. Es posible. De cualquier manera, no tendría dificultad en citar a numerosa gente que escribe bien y a quienes únicamente leen correctos miembros de sus familias.

      Para hacer estilo son necesarias comodidades, rentas, vida holgada. Pero, por lo general, la gente que disfruta de tales beneficios se evita siempre la molestia de la literatura. O la encara como un excelente procedimiento para singularizarse en los salones de sociedad.

      Me atrae ardientemente la belleza. ¡Cuántas veces he deseado trabajar una novela que, como las de Flaubert, se compusiera de panorámicos lienzos! Mas hoy, entre los ruidos de un edificio social que se desmorona inevitablemente, no es posible pensar en bordados. El estilo requiere tiempo, y si yo escuchara los consejos de mis camaradas, me ocurriría lo que les sucede a algunos de ellos: escribiría un libro cada diez años, para tomarme después unas vacaciones de diez años por haber tardado diez años en escribir cien razonables páginas discretas.

      Variando, otras personas se escandalizan de la brutalidad con que expreso ciertas situaciones perfectamente naturales a las relaciones entre ambos sexos. Después, estas mismas columnas de la sociedad me han hablado de James Joyce, poniendo los ojos en blanco. Ello provenía del deleite espiritual que les ocasionaba cierto personaje de Ulises: un señor que se desayuna más o menos aromáticamente aspirando con la nariz, en un inodoro, el hedor de los excrementos que ha defecado un minuto antes. Pero James Joyce es inglés. James Joyce no ha sido traducido al castellano, y es de buen gusto llenarse la boca hablando de él. El día que James Joyce esté al alcance de todos los bolsillos, las columnas de la sociedad se inventarán un nuevo ídolo a quien no leerán sino media docena de iniciados.

      En realidad, uno no sabe qué pensar de la gente. Si son idiotas en serio, o si se toman a pecho la burda comedia que representan en todas las horas de sus días y sus noches.

      De cualquier manera, como primera providencia he resuelto no enviar ninguna obra mía a la sección de crítica literaria de los periódicos. ¿Con qué objeto? Para que un señor enfático entre el estorbo de dos llamadas telefónicas escriba para satisfacción de las personas honorables:

      «El señor Roberto Arlt persiste aferrado a un realismo de pésimo gusto, etc., etc.».

      No, no y no.

      Han pasado esos tiempos. El futuro es nuestro, por prepotencia de trabajo. Crearemos nuestra literatura, no conversando continuamente de literatura, sino escribiendo en orgullosa soledad libros que encierran la violencia de un cross a la mandíbula. Sí, un libro tras otro, y «que los eunucos bufen».

      El porvenir es triunfalmente nuestro. Nos lo hemos ganado con sudor de tinta y rechinar de dientes, frente a la Underwood, que golpeamos con manos fatigadas, hora tras hora, hora tras hora. A veces se le caía a uno la cabeza de fatiga, pero... mientras escribo estas líneas, pienso en mi próxima novela. Se titulará El amor brujo y aparecerá en agosto del año 1932.

      Y que el futuro diga.

      Me tienen ya seco con la cuestión del progreso. Cuánto papanata encuentro por ahí, en cuanto comienzo a rezongar de que la vida es imposible en esta ciudad me contesta:

      —Es que usted no se da cuenta de que progresamos.

      Y acto seguido me endilga un discurso sobre el Progreso y la Civilización, que hubiera estado muy bien en tiempos de Juan Jacobo Rousseau, pero hoy no convence a nadie. Y si no, ustedes verán.

      Calidad de progreso

      La gente se deja embaucar con una serie de términos que en realidad no tienen valor alguno. Estos términos hacen carrera, se convierten en monedas de uso popular y cualquier otario, ante un caso serio, se considera con derecho a aplicarlos a situaciones que no se resuelven con el uso de un vocablo.

      Y es que llega un momento en que las palabras asumen el carácter de moda; no interpretan un sentir sino un estado colectivo, quiero decir, un estado de estupidez colectiva.

      Veamos esta palabrita Progreso.

      De veinte años a esta parte hemos progre-sado bestialmente. En todos los órdenes. Antes, para vivir, una familia no necesitaba de alto jornal. Una casita de tres o cuatro piezas se alquilaba en cuarenta pesos; una pieza en doce y quince pesos; pero la mayoría de los habitantes de esta bendita ciudad vivían en casas holgadas, con fondo, jardín y parra.

      El progreso ha hecho que por esa misma pieza, que pagábamos quince pesos, paguemos hoy cuarenta o cincuenta pesos; que la casa sea sustituida por el departamento, y que el departamento sea un rincón oscuro, con una superficie inferior a la de un pañuelo y donde para decir una mala palabra sea necesario encender la luz eléctrica, porque si no, la palabra no se ve. Hemos progresado.

      Antes, una mediana familia tenía quinta

      con árboles, donde los chicos pudieran embarrarse a gusto, criarse sanos a más no poder. Hoy para los nuevos chicos tenemos un patiecito húmedo y oscuro, donde las ventoleras tienen tantas direcciones que lo menos que se pesca una criatura en un descuido es una «bronca» neumonía. Hemos progresado.

      Artículos de consumo

      El pan era sabroso y el vino puro. Llegaba fin de año y el último bolichero le mandaba un canastón cargado de aguinaldos. El panadero ídem. Cierto es que no teníamos ómnibus que despachurraban criaturas por las calles, ni subterráneos, ni automóviles brillantes como espejos. El tren de vapor era un medio de traslación formidable, y el coche un lujo. Los días eran tranquilos. Flores era un barrio de quintas, Palermo ídem, Belgrado igual, Caballito también, Vélez Sársfield idénticamente. Quin-tas, cercos, bardales, madreselvas, glicinas, el aire de los crepúsculos estaba tan embalsamado de flores de verano, que la ciudad parecía un pequeño injerto en la perfección de los campos subdivididos. No había prisa en el vivir. El fonógrafo era un mecanismo insuperable; la radio no se concebía, el teléfono era propiedad de pocos felices, y más que medio de progreso, un lujo. Usted ciego y sordo podía cruzar tranquilamente las calles, pero la tela de un traje era irrompible, los botines se hacían de cuero y no de cartón, el aceite de oliva no era de lino sino de olivas y el único que se gastaba, los carniceros no sabían dónde tirar el bofe y el hígado; la neurastenia era un mal desconocido, la tuberculosis, ¡hablar de la tuberculosis en aquellos tiempos daba más temor que hoy nombrar la lepra a la que nos hemos acostumbrado!, y ciertas enfermedades, que no se pueden nombrar, deshonraban a una familia como el hecho de tener un hijo ladrón o asesino.

      Hemos progresado

      Hoy no. Hemos progresado. No hay zanahoria que no esté dispuesto a demostrárselo. Hemos progresado.

      Es maravilloso. Nos levantamos a la mañana, nos metemos en un coche que corre en un subterráneo; salimos después de viajar entre luz eléctrica; respiramos dos minutos el aire de la calle en la superficie; nos metemos en un subsuelo o en una oficina a trabajar con luz artificial. A mediodía salimos, prensados, entre luces eléctricas, comemos con menos tiempo que un soldado en época de maniobras, nos enfundamos nuevamente en un subterráneo, entramos a la oficina a trabajar con la luz artificial, salimos y es de noche, viajamos entre luz eléctrica, entramos a un departamento, o a la pieza de un departamentito a respirar aire cúbicamente calculado por un arquitecto, respiramos a medida, dormimos con metro, nos despertamos automáticamente; cada tres meses compramos un par de botines de cartón cuero; cada seis

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