Las hijas del sol de sangre. Flory Vargas

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Las hijas del sol de sangre - Flory Vargas Sulayom

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paso hacia ningún lado. Ya nada importaba. Una vez que verificaron que la furia del coloso había arrasado con todas sus esperanzas, las guerreras se sentían culpables, perdidas y vencidas. En su mente seguían dando vueltas las mismas palabras una y otra vez: «Llegamos demasiado tarde».

      En algunos rostros se podía apreciar el surco forjado por el llanto sobre el velo de polvo grisáceo. Muchas optaron por colocar nuevamente los cascos de metal sobre sus cabezas y, de ese modo, dar un poco de privacidad a sus penas. Renegaban otras de los dioses y de su suerte, de la vida hostil que les tocaba vivir y del panorama sombrío que ahora se vislumbraba en sus caminos. Sabían que no había más por perder y que se habían agotado para ellas las opciones.

      Alira, una de las guerreras, se apartó del grupo y se acercó a su líder en busca de apoyo más que de respuestas.

      —¿Y ahora qué haremos? ¿Tendremos que volver?

      —¿Querés volver?

      —¡No! ¡Claro que no! Pero,¿entonces?

      —La historia no cambiará a nuestro favor. Hemos perdido. Sin ellas seremos vencidas y aplastadas. Terminaremos esclavizadas, violadas, asesinadas, obligadas a ocupar el lugar que se nos ha asignado, sirviendo a los señores, pariendo a sus hijos, llorando sus penas y alentando sus glorias. Siempre atrás.

      —Prefiero morir.

      —¡Alira! ¡Si lo haces estarás condenada por toda la eternidad!

      —Eso te han dicho ellos, los hombres. No conozco la eternidad. No puede ser tan mala. Estoy segura de que tendremos otras vidas, aquí estamos solo de paso –dijo a viva voz mientras regresaba a su posición en la fila.

      Una gruesa capa de ceniza cubría sus armaduras cuando llegaron a la cima de la montaña. Acostumbradas a la rutina, cada una de inmediato colocó sus cosas en un sitio seguro y se dispuso a realizar el trabajo previamente asignado. Unas recolectaban leña y preparaban el fuego, otras buscaban alimentos o cuidaban a las guerreras heridas. Una vez que comieron, se quedaron reunidas alrededor de la enorme fogata y, entre cantos y sollozos, vieron llegar el amanecer.

      El sol se asomaba despacio, insolente y poderoso, como un recordatorio de su pequeñez en esta tierra. La vista era espectacular desde la cima de la rocosa montaña. Las mujeres fueron poco a poco concentrándose en el filo del farallón. Desde ahí se podía ver el interminable océano. Del otro lado, estaba el territorio humeante y oscurecido por la furia del volcán, el cual todavía retumbaba y escupía algunas veces chorros luminosos de lava, como enormes serpientes de fuego, que se deslizaban pendiente abajo por las oscuras y tenebrosas venas ennegrecidas como carbón.

      Estaban absortas en el paisaje, seguras de que los dioses se habían olvidado de ellas por alguna razón que desconocían. Apenas percibieron cómo poco a poco se fue dando una sincronía de emociones casi telepática, una convicción y una clara resolución de que habría todavía esperanza, otra dimensión para ellas y, muy especialmente, de lo que iba a ocurrir en ese instante.

      —Que los dioses me perdonen. Si no es en libertad, esta no será mi historia –dicho esto, Alira cerró sus ojos y se dejó caer en el vacío.

      Ella fue apenas la primera de tantas que le siguieron.

      Tres toques en la ventana

      Por mucho tiempo los hombres fueron a la guerra por ambición y con rencor. Valiéndose del disfraz de la justicia, dejaron tierras desoladas, viudas y huérfanos por doquier.

      Desde lo más alto de la colina, escondida entre la maleza, Claudia logró ver a los soldados: peones, trabajadores bananeros, linieros, muelleros de Puntarenas, nicaragüenses. Estaban sucios, tenían los zapatos rotos, sus ropas rasgadas y el dolor en su mirada. Muy cerca de ellos ardía una fogata alimentada por los cuerpos de los caídos en batalla.

      —¿De dónde salieron esos soldados, doña Claudia?

      —De todas partes, Catalina. En estos tiempos, cualquiera con un revólver ya es soldado.

      Un grupo pequeño de combatientes se reunió a rezar el rosario, probablemente pidiendo a Dios por las almas de los difuntos y por las propias. Muchos de ellos clamando el perdón por la sangre derramada por su culpa. En un momento como ese, sería inhumano no cuestionar las razones que llevaron a tanto destrozo y sufrimiento.

      Francisco, su esposo, no había ido a la guerra porque no creía en ellas. No estaba dispuesto a arriesgar el único sustento de sus seis hijos y, menos, a matar gente. Por eso, en cuanto el oficial a cargo les dio la oportunidad de entregar sus rifles, lo hizo sin dudar. No le importó que lo tildaran de chuchinga, pendejo o poco hombre. Su dignidad estaba muy por encima de eso y, en todo caso, había otra forma de resolver los conflictos.

      Ahora, teniendo frente a ella aquella hoguera de carne humana, Claudia sabía que habían hecho lo correcto. Mientras otros dañaban seres humanos, Francisco y ella los reparaban. No era médico, ni siquiera había terminado la secundaria, pero era bueno curando gente. Lo había aprendido de su propia abuela. No había nada que no resolviera doña Clemencia con el ungüento amarillento de su invención, o con sulfa, bicarbonato, limón o sal. La guerra empezó a cobrar sus primeras víctimas y Francisco supo lo que tenía que hacer. Fue así cómo el galerón de la finca se convirtió en una especie de improvisado hospital donde iban a sanar los heridos y perseguidos, no importaba de cuál bando. Así lo hizo hasta que él mismo se convirtió en fugitivo, nunca entendió bien por qué razón. Tuvo que huir, vivir oculto entre la montaña, viendo de lejos y a escondidas cómo los demás acababan con lo poco que había logrado.

      Claudia no quiso presenciar más el triste espectáculo y emprendió su regreso acompañada por su viejo perro y su incondicional Catalina. Sufría cada minuto pensando que su marido tendría que dormir en el monte, con suerte, en una incómoda hamaca y con un ojo abierto por si llegaban a buscarlo.

      Cada vez que podía, Francisco bajaba tarde por la noche hasta su casa para comer algo decente, cargar un poco de provisiones y ver a su familia, aunque fuera solamente por un rato.

      Así lo hizo en esta ocasión, necesitaba saber que todos estaban bien, a pesar de que su esposa era inteligente y lo suficientemente fuerte como para soportar el pesado trance.

      Al escuchar tres toques en la ventana del dormitorio, Claudia supo que su marido estaba en casa. Esa era su contraseña inconfundible. Solo tres toques fuertes y secos con sus nudillos en la ventana pequeña que daba al respaldar de su cama.

      Con el mismo entusiasmo que tenían en Nochebuena, los niños se despabilaron y disfrutaron a su padre cuanto les fue posible, hasta que el sueño los venció. Se quedaron, por fin, ellos solos conversando y arreglando el mundo mientras Francisco repetía, disfrutando otro plato de los chiles rellenos que tanto le gustaban.

      A las cinco de la mañana tocaron la puerta con urgencia. Ramiro venía tan agitado que casi no podía hablar.

      —¡Vienen por don Paco! Están armados y son un montón.

      Francisco tomó su hamaca, abrazó a la familia y corrió montaña adentro. Claudia escondió a los niños debajo del fogón que habían hecho en el trapiche. Los chiquillos temblaban y lloraban abrazados mientras su madre, en actitud desafiante, se paró en el corredor de la casa.

      —¿Qué quieren? ¿Ocupan más muertos para la fogata?

      —Vea, doña Claudia, tranquila. Nosotros solo seguimos órdenes. Dígale

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