El resplandor artificial. Marina Porcelli

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу El resplandor artificial - Marina Porcelli страница 2

El resplandor artificial - Marina Porcelli Narrativa

Скачать книгу

tibia que tomaba una nena, y le dice que sienta, que la leche está caliente.

      Apagué mi cigarrillo, giré la cabeza. Fani me observaba casi con pánico.

      –Ya me la habías contado –murmuró–, es una de las historias más absurdas de Tamara. –Se puso de pie enseguida, se acomodó el cinturón de la pollera y dijo, aclarando la voz–: Para mí que las inventaba. Típico de ella.

      Me quedé sola en la mesa. Moví los ojos y confirmé que el mundo permanecía alrededor de mí. Había estado demasiado hundida en la charla con Fani. Y tenía varios litros de cerveza encima, también. Sin embargo, ver cómo ella atravesaba el pasillo apretado de gente y llegaba a la otra punta sin problemas fue una especie de alegría. Yo nunca hubiera podido hacerlo así. Caminar sin tropezarme o responder alguna cosa coherente al primero que se me pusiera delante. Qué sucedió, entonces, para que la chica de largo pelo oscuro y ojos negros llorara de un modo insoportable en cada fiesta. Nada horrible, en realidad, pura adolescencia en la que actuaba de trágica, sin entender, sin pensar siquiera que ya nos hartaba. Y ahora, con su muerte, exigía que le creyéramos. Eso era lo imperdonable, lo que a mí me irritaba. La sentábamos en el suelo del baño, Fani le levantaba la cabeza, yo las miraba un rato y después le alcanzaba un vaso de agua. Esperábamos que vomitara. Y fue todo lo que hicimos por ella. Escucharle ese tipo de historias, o llevarla a su casa borracha. Pero no alcanzó para que no se matara.

      Antes de volver a la mesa, Fani se detuvo junto a un codo del mostrador. Conversaba con el mozo y movía las manos.

      Puedo jurar que le decía corazón o que le decía cariño.

      –La próxima ronda es gratis –me dijo, mientras se acomodaba de nuevo en la silla– y después nos largamos de este fondín. Quiero un vino como Dios manda. –Con lentitud, se corrió la manga del pulóver y giró el reloj de la muñeca– todavía es temprano –agregó–, apenas son las cuatro.

      Despacio, lentamente, el viento frío nos dio en la cara. Caminábamos sin rumbo, tomadas del brazo, aunque como siempre yo estaba bastante desorientada. Encendí un cigarrillo y se lo pasé. Fani hablaba de la fundación de Buenos Aires, del miedo incomprensible, te das cuenta, de una ciudad que se repliega y se aleja del río. Y era como si, de algún modo, siguiéramos hablando de Tamara.

      –Estaba asustada –dije yo.

      –Ya sé, pero ojalá fuera eso.

      Así, entonces, mientras continuábamos andando en la noche perdida, y yo me dejaba arrastrar por la tibieza de su cuerpo junto al mío, y hasta tenía ganas de reírme de nuestros intentos por encontrar a Tamara entre tanto diálogo sin forma y repetido, Fani se deslizó hacia la noche en que ella, la muchacha llorona de las fiestas, poco después de terminar el secundario, la obligaba a subir a la terraza del piso veinticinco de una torre en Avellaneda. Tamara, asomada al borde, estiró la mano y ayudó a que Fani acabara de trepar. El aire cálido, a esa hora, les generó un cierto sosiego. Fani iba a decirlo cuando Tamara hizo un gesto y le pidió que se callara. Le pidió que mirara hacia adelante, también.

      –Qué bárbaro –dijo Fani.

      Buenos Aires, hasta el límite de su inmensidad, se desplegaba ante ellas como un mapa de luces. Verlo era como estar donde empezaba el viento. Tenían las espaldas recostadas contra la pared que formaba un tanque de agua, y a sus pies, una mancha de aceite sobre la superficie plateada del techo. Tamara apoyó el mentón sobre las rodillas y cerró los brazos sobre las piernas. Casi sin mirarla, Fani se acostó a su lado. Estuvieron mucho rato así, en silencio, concentradas en las luces infinitas. Sólo cuando el sol empezó a despuntar detrás de la fila de torres del Dock-Sud, y el color más distante de Quilmes comenzó a aclararse, y el río, ahora, fue una franja acerada allá lejos, Tamara se animó a hablar de nuevo.

      –Qué vamos a hacer –murmuró.

      Pero Fani no le contestó. Sólo se mantuvo de este modo, sin decir nada, esperando que llegara la mañana.

      –Que se vaya al carajo –cortó Fani.

      Un auto azulado, con las luces encendidas y la música a un volumen altísimo, se había detenido cerca de nosotras. Nos gritaron qué tal, chicas, si vamos a pasar la noche a otra parte.

      –Ustedes se lo pierden –dijeron, y el auto arrancó.

      –Al carajo –repitió Fani.

      Se había quedado de pie, inmóvil, con el cuerpo aclarado a medias por la luz de un farol de la vereda.

      –Si fuera el miedo –siguió–, por lo menos la entenderíamos. Pero Tamara se reía, también.

      Su cara se había acercado demasiado a la mía. Percibí, con brusquedad, su aliento oscuro a cigarrillo.

      –Tendría que haberla escuchado la madrugada que me llamó. Decirle algo más, no cortarle el teléfono.

      Me miraba. Necesitaba que respondiera, pero qué iba a decirle si también a mí Tamara me había buscado antes de matarse, y yo había creído, estúpidamente, que alcanzaba con emborracharnos. La noche había sucedido oyendo la historia de los chicos en la calle, y sin embargo al final, cuando ya casi no podíamos hablar ni movernos ni reírnos, me sorprendió descubrir de golpe que Tamara levantaba los ojos y me observaba con fijeza, por primera vez.

      –Es que a veces –me había dicho Tamara–, a veces, no sé. Y yo, apenas, había intentado calmarla.

      Y todo esto, ahora, era imposible contárselo a Fani. Imposible hacerla sentir mejor. O seguir buscando una causa.

      –Mejor entremos ahí –dije, señalando el bar de la próxima esquina.

      –Para eso caminamos, cariño.

      Y a pesar de que se había escondido en la oscuridad, vi que Fani se pasaba la mano por la cara.

      La máquina rota de las tortas, que nunca gira, las botellas de cerveza que se iban calentando sobre las mesas, y los hilos de agua de estas botellas descongeladas, la caja registradora antigua junto a una radio en la que solo se oyen tangos. Faltaba un gato, y habríamos encallado en un típico lugar, de esos que le gustaban a Tamara. Con mujeres cansadas desayunando en los rincones y trasnochados que leen el diario.

      Nos sentamos cerca de la ventana y hojeé el precio del vino.

      –No cambiaste nada –dijo Fani–, sos la misma Andrea de antes.

      No se lo agradecí. Ella se había enfrascado en una larga explicación sobre por qué una clásica chica de clase media quiere saber los precios antes de consumir, y encima, la muy miserable, duda en dejar propina.

      –Dos vasos de vino tinto, corazón –dijo Fani al mozo–, y después, dos cafés con leche y seis medialunas. De manteca. –Estiró el dedo índice, me amonestó–, estás borracha. –Lo justo –contesté.

      Fani levantó los hombros. Con lentitud, movió los ojos hacia la ventana.

      –A Tamara le divertía verte así.

      Конец ознакомительного фрагмента.

      Текст предоставлен ООО «ЛитРес».

      Прочитайте

Скачать книгу