Obras Inmortales de Aristóteles. Aristoteles
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Así como denominamos hombre libre al que se pertenece a sí mismo y no tiene dueño, en igual forma esta ciencia es la única entre todas las demás que puede llevar el nombre de libre. Solo ella efectivamente depende de sí misma. Y así con razón debe mirarse como cosa sobrehumana la posesión de esta ciencia. Porque la naturaleza del ser humano es esclava en tantos aspectos, que solo Dios, hablando como Simónides, debería disfrutar de este precioso privilegio. Sin embargo, es indigno del ser humano no ir en busca de una ciencia a que puede aspirar. Si los poetas tienen razón diciendo que la divinidad es capaz de envidia, con ocasión de la filosofía podría aparecer principalmente esta envidia, y todos los que se elevan por el pensamiento deberían ser desventurados. Pero no es posible que la divinidad sea envidiosa, y los poetas, como dice el proverbio, mienten en muchas ocasiones.
Finalmente, no hay ciencia más digna de consideración que esta, porque debe estimarse más la más divina, y esta lo es en un doble significado. En efecto, una ciencia que es principalmente patrimonio de Dios, y que trata de las cosas divinas, es divina entre todas las ciencias. Pues bien, solo la filosofía posee este doble carácter. Dios pasa por ser la causa y el principio de todas las cosas, y Dios solo, o principalmente al menos, puede poseer una ciencia semejante. Todas las demás ciencias tienen, es cierto, más relación con nuestras necesidades que la filosofía, pero ninguna la aventaja.
El fin que nos proponemos en nuestra empresa debe ser una admiración contraria, si puedo confesarlo así, a la que provocan las primeras indagaciones en toda ciencia. En efecto, las ciencias, como ya hemos observado, poseen siempre su origen en la admiración o asombro que inspira el estado de las cosas; como, por ejemplo, por lo que hace a las maravillas que de suyo se ofrecen a nuestros ojos, el asombro que inspiran las revoluciones del Sol o lo inconmensurable de la relación del diámetro con la circunferencia a los que no han examinado todavía la causa. Es cosa que deja perplejos a todos que una cantidad no pueda ser medida ni tan solo por una medida pequeñísima. Pues bien, nosotros necesitamos participar de una admiración contraria: lo mejor se encuentra al fin, como dice el proverbio. A este, en los objetos de que se trata, se llega mejor por el conocimiento, porque nada causaría más sorpresa a un geómetra que el ver que la relación del diámetro con la circunferencia se hacía conmensurable.
Ya hemos analizado cuál es la naturaleza de la ciencia que investigamos, el objeto de nuestro estudio y de este tratado.
Parte III
Está claro que es necesario adquirir la ciencia de las causas primeras, puesto que afirmamos que se sabe, cuando creemos que se conoce la causa primera. Se diferencian cuatro causas. La primera es la esencia, la forma propia de cada cosa, porque lo que hace que una cosa sea, está toda entera en la noción de aquello que ella es; la razón de ser primera es, por tanto, una causa y un principio. La segunda es la materia, el sujeto; la tercera el principio del movimiento; la cuarta, que corresponde a la precedente, es la causa final de las otras, el bien, porque el bien es el fin de toda producción.
Estos principios han sido suficientemente expuestos en la Física. Recordemos, sin embargo, aquí las opiniones de aquellos que antes que nosotros se han dedicado al estudio del ser y han filosofado sobre la verdad; y que, por otra parte, han reflexionado también sobre ciertos principios y ciertas causas. Esta revista será un prolegómenos útil a la búsqueda que nos ocupa. En efecto, o descubriremos alguna otra especie de causas, o tendremos mayor confianza en las causas que acabamos de exponer.
La mayoría de los primeros que filosofaron, no tuvieron en cuenta los principios de todas las cosas, sino desde el punto de vista de la materia. Aquello de donde salen todos los seres, de donde se origina todo lo que se produce, y adonde va a parar toda aniquilación, persistiendo la sustancia misma bajo sus diversas modificaciones, he aquí el principio de los seres. Y así creen, que nada nace ni perece con certeza, puesto que esta naturaleza primera permanece siempre; a la manera que no decimos que Sócrates nace realmente, cuando se hace hermoso o músico, ni que perece, cuando pierde estas cualidades, puesto que el sujeto de las modificaciones, Sócrates mismo, persiste en su existencia, sin que podamos servirnos de estas expresiones respecto a ninguno de los demás seres. Porque es necesario que exista una naturaleza primera, sea única, sea múltiple, la cual subsistiendo siempre, origine todas las demás cosas. Respecto al número y al carácter propio de los elementos, estos filósofos no están de acuerdo.
Tales, fundador de esta filosofía, concibe el agua como primer principio. Por esto llega a formular que la tierra descansa en el agua; y se vio quizá conducido a esta idea, porque observaba que la humedad alimenta todas las cosas, que lo caliente mismo procede de ella, y que todo animal vive de la humedad; y aquello de donde viene todo, es claro, que es el principio de todas las cosas. Otra observación le condujo también a esta idea. Las semillas de todas las cosas son húmedas por naturaleza y el agua es el principio de las cosas húmedas.
Algunos creen que los individuos de los más antiguos tiempos y con ellos los primeros teólogos muy anteriores a nuestra época, se figuraron la naturaleza de la misma manera que Tales. Han presentado como autores del Universo al Océano y a Tetis, y los dioses, según ellos, juran por el agua, por ese agua que los poetas llaman Estigia. Porque lo más seguro que existe es igualmente lo que hay de más sagrado; y lo más sagrado que hay es el juramento. ¿Hay en esta ancestral opinión una explicación de la naturaleza? No es cosa que se vea con claridad. Tal fue, por lo que se menciona, la doctrina de Tales sobre la primera causa.
No es posible situar a Hipón entre los primeros filósofos, a causa de lo difuso de su pensamiento. Anaxímenes y Diógenes dijeron que el aire es anterior al agua, y que es el primer principio de los cuerpos simples. Hipaso de Metaponte y Heráclito de Éfeso tuvieron como primer principio el fuego. Empédocles admite cuatro elementos, añadiendo la tierra a los tres citados. Estos elementos subsisten siempre, y no se hacen o devienen; solo que siendo, ya más, ya menos, se mezclan y se separan, se agregan y se disocian.
Anaxágoras de Clazómenas, mayor que Empédocles, no logró exponer un sistema tan recomendable. Pretende que el número de los principios es infinito. Casi todas las cosas formadas de partes semejantes, no están sujetas, como se ve en el agua y el fuego, a otra producción ni a otra destrucción que la agregación o la separación; en otros términos, no nacen ni perecen, sino que subsisten para siempre y desde siempre.
Por lo que se ha dicho se ve que todos estos filósofos han tomado por punto de partida la materia, teniéndola como causa única.
Una vez en este punto, se vieron precisados a avanzar y a entrar en nuevas indagaciones. Es incontestable que toda destrucción y toda producción proceden de algún principio, ya sea único o múltiple. Pero ¿de dónde proceden estos efectos y cuál es la causa? Porque, ciertamente, el sujeto mismo no puede ser autor de sus propios cambios. Ni la madera ni el bronce, por ejemplo, son la causa que les hace mudar de estado al uno y al otro; no es la madera la que hace la cama, ni el bronce el que hace la estatua. Buscar esta otra cosa es buscar otro principio, el principio del movimiento, como nosotros le mencionamos.
Desde los comienzos, los filósofos partidarios de la unidad de la sustancia, que tocaron esta cuestión, no se tomaron gran trabajo en solucionarla. Sin embargo, algunos de los que admitían la unidad, intentaron hacerlo, pero fueron vencidos, por decirlo así, bajo el peso de esta pesquisa. Opinan que la unidad es inmóvil, y que no solo nada nace ni muere en toda la naturaleza (sentencia antigua y a la que todos se afiliaron), sino también que en la naturaleza es imposible otro cambio. Este último punto es singular de estos filósofos. Ninguno de los