El vértigo horizontal. Juan Villoro

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу El vértigo horizontal - Juan Villoro страница 20

Автор:
Серия:
Издательство:
El vértigo horizontal - Juan Villoro

Скачать книгу

más afín a las vanguardias radicales de América Latina (Hora Cero, el nadaísmo, la Mandrágora, El Techo de la Ballena) que a la tradición de los poetas mexicanos, que juzgaba cortesana y más interesada en las becas y los puestos que en la obra.

      Su poesía es voluntariamente desigual en la medida en que juzga que todo poema es producto de un accidente que no debe ser acallado. Aceptaba y abandonaba sus poemas como azares del destino. Al modo de Allen Ginsberg, juzgaba que el texto es hijo de la suerte; concebía al poeta como un intercesor y nada más. Buena parte de los versos de este detective salvaje se escribieron en servilletas de papel y acabaron en los cestos de las cafeterías.

      Hablaba a mi casa de madrugada e improvisaba poemas hasta agotar la memoria de la contestadora. Fiel a su condición de poeta vagabundo, deambuló por las calles hasta ser atropellado en 1996, esta vez de forma letal. El guerrero cayó sin que se conocieran cabalmente sus batallas. Había publicado algunas plaquettes, pero sólo la aparición póstuma de su libro Jeta de santo permitió que se conociera su trabajo.

      Poeta diametralmente opuesto a Mario Santiago, Tomás Segovia compartía con él la convicción de que la escritura trasciende las intenciones del autor para vivir por cuenta propia. El autor de Anagnórisis no tenía una visión chamánica de la poesía, pero consideraba que, una vez consumado, el hecho poético respira por sí mismo y no debe ser negado. “Por algo ocurrió”, afirmaba con una voz que parecía raspada por el viento áspero al que tantos versos dedicó.

      Segovia entendía la poesía como un brote natural. ¿Qué derecho tenía él a cancelar esa existencia? No presumía de recibir un dictado divino, pero consideraba que cada poema atestiguaba una posibilidad del lenguaje que él no debía violentar.

      En la Navidad de 2008, mandó este poema a sus amigos, deseando felicidad “por raro que parezca”:

      Pocos habremos sido los que esta madrugada

      desde el espeso fondo

      de la ciudad aún mal despierta

      habremos visto allá en la blanca altitud

      el vuelo delicado de los patos salvajes

      altivamente absortos

      en su ley impecable ciegamente cerrada

      otra ley es la nuestra

      otras leyes trabajan otras capas del mundo

      pero este vuelo silencioso flota

      casi allá en las alturas para siempre intactas

      donde las leyes soberanas

      hacen entre ellas el amor.

      En las tertulias, Tomás hablaba de su pasión por reparar casas. Era un artesano consumado, afecto a la carpintería e incluso a las instalaciones eléctricas. Esta faceta de bricoleur contrastaba con su respeto al manuscrito inmodificable. El lenguaje requería para él de menos mantenimiento que una casa.

      Español transterrado en México, Segovia solía escribir en la heladería Chiandoni, aspirando, sin conseguirlo siempre, a la costumbre europea de ser dejado en paz.

      Su discípulo Fabio Morábito, poeta de mi generación, nació en Alejandría, en el seno de una familia milanesa, y llegó a México en la adolescencia. Aprendió a amar y escribir en nuestra lengua, pero conservó ciertos matices del emigrado que no acaba de acomodarse en ningún sitio. Pronuncia la erre en el tono resbaloso de un italiano del norte y se siente cómodo en sitios alejados de su casa. Lee, escribe y se reúne en los cafés. Durante muchos años no tuvo teléfono. La única manera de dar con él era visitarlo en sus tertulias.

      Acaso para no aclimatarse del todo, y preservar sentimentalmente su condición de forastero, rechaza los cafés con pinta “intelectual” y favorece reposterías de alambicados pasteles, donde incluso a la decoración le sobra azúcar, sitios donde señoras perfumadas alzan la voz para sobreponerse al tintineo de las cucharillas. En este ámbito ruidoso, el poeta se concentra para decir: “El bullicio es nuestra cafeína”.

      Uno de sus mejores poemas evoca el espacio urbano como un vacío. ¿Podemos conservar en nuestra casa el hueco que la hizo posible? Una rara nostalgia emana de los poemas de Morábito. No es casual que haya escrito sobre las mudanzas, las huellas que los anteriores inquilinos dejan en una casa o la pérdida de espacios decisivos, como el Club Italiano, donde los extranjeros tenían un refugio (el cierre del club los obligó a reconocer que, ahora sí, vivían en México).

      Ante una casa, Morábito distingue el llano que la hizo posible. Lo más valioso es ser propietario de ese espacio desnudo, el vacío necesario para que el hogar se llene de sentido:

      Voy a mirar este terreno

      lentamente, a recorrerlo con los ojos

      y los pies

      antes de edificar el primer muro,

      como un paisaje virgen

      lleno de densidad

      y de peligros,

      porque lo quiero recordar

      cuando la casa me lo oculte,

      no quiero confundirme

      con la casa,

      no voy a olvidar

      este paisaje

      ni cómo soy ahora,

      dueño

      de una amplitud,

      de todo lo que tengo.

      Aunque escribe novelas, cuentos y ensayos, Fabio es ante todo un poeta capaz de trabajar entre un capuchino y otro.

      El ritmo del café se presta para la corrección de versos que avanzan como antes lo hacía el humo del cigarro. No se puede escribir una novela en un café. Las urgencias del periodismo y la necesidad de aislamiento me alejaron de esos sitios donde comencé a sentir que sobraba. No era poeta y perdía el tiempo. Eso me decía mi conciencia puritana, adiestrada en el Colegio Alemán.

      A veces me protejo ahí de la lluvia o mato el tiempo entre un compromiso y otro, pero los cafés han dejado de ser metas en mi vida. Admiro a los que ahí se juntan, con la extrañeza del que ya lleva treinta años perdiéndose de algo. Toda ciudad tiene sociedades paralelas: los apostadores, los mendigos, los traficantes y los adictos suelen asociarse de modo clandestino para fraternizar al margen de la norma. Los cafés se han vuelto para mí algo semejante, casi prohibido. ¿Hay alguna razón para esta renuncia? Es posible que todo tenga que ver con la forma en que administramos el futuro. Durante años, me reuní con poetas a hablar del porvenir. No pensaba escribir poemas, pero, como los protagonistas de En el camino o Los detectives salvajes, aspiraba a vivir poéticamente. El café era el lugar de la violenta conjetura, donde podíamos concebir esperanzas raras, acaso inasequibles. Poco a poco el horizonte dejó de ser imaginable y se transformó en una certeza que queda atrás.

      Pero a veces el chorro de leche en el café cortado me llega como un telegrama de otro tiempo; recuerdo los viajes sin meta, oculto en el camión repartidor de El

Скачать книгу