La Reina de los Caribes. Emilio Salgari

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La Reina de los Caribes - Emilio Salgari

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puede decirnos por aquí dónde podemos encontrar al administrador, iremos a preguntárselo a la guarnición.

      -¡Por los cuernos de Belcebú! ¿Ir a preguntárselo a la guarnición? ¡No somos más que cuatro, señor!

      -¿Y los doce cañones del Rayo? ¿No los cuentas? Vamos, ante todo, a explorar esas calles.

      -¡Oh, Van Stiller! ¿Acaso los hamburgueses se han vuelto cobardes de algún tiempo a esta parte? ¡Cargad los mosquetes y vamos!

      -¡Adelante, hombres del mar! ¡Yo os guío!

      La noche había cerrado, y el huracán, en vez de calmarse, parecía aumentar.

      La ciudad continuaba pareciendo desierta. No se veía ni una luz en sus calles, y menos a través de las persianas que cubrían las ventanas.

      La noticia de la llegada de los corsarios de las Tortugas debía de haber corrido entre los habitantes.

      El Corsario Negro, tras una breve vacilación, se internó en una calle que parecía la más larga de la ciudad.

      Habían llegado ya a la mitad de la calle cuando el Corsario Negro se detuvo bruscamente gritando:

      -¿Quién vive?

      Una forma humana había aparecido en el ángulo de una esquina, y, viendo a aquellos cuatro hombres, se había rápidamente ocultado tras un carro de heno abandonado en aquel lugar.

      -¿Una emboscada? -preguntó

      Carmaux, acercándose al Capitán.

      -¡O un espía! -dijo éste. -¿Era un hombre solo?

      -Sí, Carmaux.

      -Ve a prender a ese hombre, y tráelo aquí.

      -¡Yo me encargo de eso! -dijo el negro empuñando su pesado espadón.

      -¡Eh, compadre Saco de Carbón! -exclamó Carmaux-. ¡Primero los blancos: después el negro!

      -El compadre blanco puede cederme este favor.

      -Saco de carbón, eres libre de ir a recibir un tiro -exclamó Carmaux.

      El gigantesco negro atravesó en tres saltos la calle, y cayó sobre el hombre escondido tras el carro.

      Agarrarle por el cuello y levantarle como si fuese un fantoche, fue cuestión de un momento.

      El negro, sin cuidarse de sus gritos, le llevó ante el Corsario, dejándole en el suelo.

      -¡Buen tipo! -exclamó Carmaux dando una carcajada-. ¡Eh, compadre! ¿Dónde has pescado ese cámbaro (cangrejo)?

      El hombre que el negro había dejado ante el Corsario no tenía el aspecto de un soldado ni de un valiente.

      Era un pobre burgués, algo viejo, con una nariz monumental; dos ojuelos grises y monstruosa joroba plantada entre los hombros.

      -¡Un jorobado! -exclamó Van Stiller, que le vio a la luz de un relámpago-. ¡Nos traerá buena suerte!

      El Corsario Negro había puesto una mano en el hombro del español, preguntándole:

      -¿Adónde ibas?

      -¡Soy un pobre diablo que nunca hizo mal a nadie! -gimió el jorobado.

      -Te pregunto que adónde ibas -dijo el Corsario.

      -¡Este cangrejo corría al fuerte para hacernos prender por la guarnición! -dijo Carmaux.

      -¡No, excelencia! -gritó el jorobado-. ¡Os lo juro!

      -¡Por cien mil diablos! -exclamó Carmaux.

      -¡Este jorobeta me ha tomado por algún gobernador! ¡Excelencia! ¡Oh!

      -¡Silencio, hablador! -gruñó el Corsario-. Vamos; ¿adónde ibas?

      -¡En busca de un médico señor! -balbuceó el jorobado-. ¡Mi mujer está enferma!

      -¡Mira que, si me engañas, te hago colgar del palo mayor de mi nave!

      -¡Os juro!…

      -¡Deja los juramentos, y responde! ¿Conoces a D. Pablo de Ribeira?

      -Sí, señor.

      -¿Administrador del duque Wan Guld?

      -¿El ex gobernador de Maracaibo?

      -Sí.

      -Le conozco personalmente.

      -Pues bien; llévame a su presencia.

      -Pero…, señor…

      -¡Llévame! -gritó amenazadoramente el Corsario-. ¿Dónde vive?

      -Aquí cerca, señor… excelencia…

      -¡Silencio! ¡Adelante, si estimas tu pellejo!

      El negro cogió al español en brazos, a pesar de sus protestas, y le preguntó:

      -¿Dónde es?

      -Al final de la calle.

      La pequeña caravana se puso en marcha. Procedía, sin embargo, con cierta precaución, deteniéndose, a menudo, en los ángulos de las calles transversales, por temor a caer en alguna emboscada o recibir una descarga a quemarropa.

      Llegados al final de la calle, el jorobado se volvió hacia el Corsario, y, señalándole una casa de buen aspecto, edificada en piedra y coronada por un torreón, le dijo:

      -Aquí es, señor.

      -¡Bien está! -repuso el Corsario.

      Miró atentamente la casa, y acercándose a la puerta, la golpeó con el pesado aldabón de bronce que de ella pendía.

      Aún no había cesado el ruido de la llamada, cuando se oyó abrir una persiana, y una voz desde el último piso que preguntaba:

      -¿Quién sois?

      -¡El Corsario Negro! ¡Abrid, o prenderemos fuego a la casa! -gritó el capitán haciendo brillar su espada a la lívida luz de un relámpago.

      -¿A quién buscáis?

      - ¡A D. Pablo de Ribeira, administrador del duque Wan Guld!

      En el interior de la casa se oyeron pasos precipitados, gritos que parecían de espanto; luego, nada.

      -Carmaux -dijo el Corsario-. ¿Tienes la bomba?

      - Sí, capitán.

      -¡Colócala junto a la puerta! ¡Si no obedecen, le prenderemos fuego, y nos abriremos paso nosotros mismos!

      Se sentó sobre un guardacantón que se encontraba a pocos pasos, y esperó,

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