El paraiso de las mujeres. Vicente Blasco Ibanez

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El paraiso de las mujeres - Vicente Blasco Ibanez

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lo hizo así, y, apenas hubo cruzado sus manos sobre la espalda, sintió en torno de las muñecas algo que parecía vivo y se enrollaba con una prontitud inteligente. Era el cable metálico de la máquina que iba a volar detrás de el. Al mismo tiempo, otro monstruo del aire descendió con toda confianza al verle con las manos sujetas, y quedó flotando cerca de sus ojos.

      Ahora pudo ver bien a sus tripulantes: cuatro jóvenes rubias, esbeltas y de aire amuchachado. Gillespie hasta les encontró cierta semejanza con miss Margaret Haynes cuando jugaba al tenis. Estas amazonas del espacio le saludaron con palabras ininteligibles, enviándole besos. El sonrió, y al oír las carcajadas de ellas pudo adivinar que su sonrisa debía parecerles horriblemente grotesca. Estos seres pequeños veían todo lo suyo ridículamente agrandado.

      La consideración de su caricaturesca enormidad le puso triste, pero las guerreras aéreas volvieron a enviarle besos, como un consuelo, y hasta una de ellas dirigió contra su nariz dos rosas que llevaba en el pecho. Querían pedirle, sin duda, perdón por lo que iban a hacer con él cumpliendo ordenes superiores.

      Del fondo de la máquina voladora partió, silbando, un hilo plateado, que, después de dar varias vueltas en el aire como una serpiente delgadísima, se metió por la cabeza de Gillespie, no parando hasta sus hombros. El ingeniero se sintió cogido lo mismo que las reses de las praderas americanas a las que echan el lazo. Un pequeño alejamiento del avión, que tenia la forma y los colores de un lagarto alado, estrechó en torno del cuello de Edwin el cable metálico.

      Bajando sus ojos pudo examinarlo de cerca. Parecía hecho de un platino flexible y era inútil todo intento de romperlo. Por el contrario, un movimiento violento bastaría para que se introdujese en su carne lo mismo que una navaja de afeitar, como había dicho el profesor hembra.

      Las tripulantes del lagarto aéreo tiraron ligeramente de este hilo metálico, y Gillespie, comprendiendo el aviso, dio el primer paso. Ningún obstáculo terrestre se oponía a su marcha. La pradera estaba ahora limpia de gente, lo mismo que los linderos del bosque. Todas las máquinas rodantes, así como las tropas de a pie y a caballo, habían abierto la marcha, empujando a la muchedumbre para que se apartase del camino.

      Guiado por la máquina voladora que iba delante y dirigido igualmente por la máquina de atrás, que funcionaba a modo de timón, Gillespie solo tenia que fijarse en el suelo para ver donde colocaba sus pies.

      Empezó a marchar por un camino de gran anchura para aquellos seres diminutos, pero que a el le pareció no mayor que un sendero de jardín. Durante media hora avanzaron entre bosques; luego salieron a inmensas llanuras cultivadas, y pudo ver como se iba desarrollando delante de él, a una gran distancia, la vanguardia de su cortejo, compuesta de maquinas rodantes y pelotones de jinetes. A su espalda levantaban una segunda nube de polvo las tropas de retaguardia, encargadas de contener a los curiosos.

      Solo algunos audaces, contraviniendo las órdenes, se atrevían a llegar a los bordes del camino. En torno de los pueblos de agricultores hervía el vecindario, gritando y agitando sus gorras al pasar el gigante. Su estatura permitía que lo viesen a larguísimas distancias.

      Le obligaron a marchar sin descanso, porque el Consejo Ejecutivo deseaba conocerle antes de que anocheciese. A las dos horas distinguió por encima de una sucesión de gibas del camino, penosamente remontadas por la vanguardia del cortejo, una especie de nube blanca que se mantenía a ras de tierra.

      Estaba envuelta en el temblor vaporoso de los objetos indeterminados por la distancia. Solo el podía abarcar con su mirada una extensión tan enorme. Los tripulantes del lagarto volador examinaban la misma nube, pero con el auxilio de aparatos ópticos.

      Una de las amazonas aéreas le gritó algunas palabras en su idioma, al mismo tiempo que señalaba con un dedo la remota mancha blanca. El gigante le contestó con una sonrisa indicadora de su comprensión.

      A partir de este momento la nube fue tomando para él contornos fijos. Salieron poco a poco de la vaporosa vaguedad grandes palacios blancos, torres con cúpulas brillantes, toda una metrópoli altísima, en la que los edificios parecían de proporciones desmesuradas, sin duda porque sus pequeños habitantes, por la ley del contraste, sentían el ansia de lo enorme.

      Esta capital de la República de los pigmeos se llamaba Mildendo en otros tiempos. ¿Cómo se titularía en el presente, después de haber ocurrido lo que el profesor Flimnap llamaba la Verdadera Revolución?…

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