Eneagrama. Carmen Durán
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El primer paso en el trabajo con el carácter es el que nos lleva a cuestionarlo, a plantearnos que muchas de nuestras actitudes y hábitos no son tan "naturales" como nos hace pensar la familiaridad con ellos, sino que están condicionados por el entorno en que nos tocó vivir. A menudo, impide el carácter la manifestación de nuestro ser espontáneo, rechazando o tratando de eliminar determinados aspectos que surgen inesperadamente y sentimos que escapan a nuestra voluntad. Cuando así ocurre se produce una reacción de condena y rechazo aún mayor, manteniendo la guerra contra nosotros mismos.
Todos venimos al mundo con un yo potencial que, si las condiciones de nuestro entorno durante la infancia lo permiten, si disponemos de lo que Winnicott llama un "ambiente facilitador", va a desarrollarse para convertirse en nuestro yo verdadero. Este "yo" (llamémosle self verdadero, esencia, yo auténtico...) es, en palabras de Karen Horney, la «fuerza interior central» que hace posible el desarrollo humano y la fuente de los intereses y sentimientos espontáneos. Podríamos decir que esta fuerza interior es la fuerza de la vida, expresándose a través de cada individuo.
El ambiente infantil no suele ser tan facilitador como para que podamos desarrollarnos sin interferencias. Las valoraciones morales, las exigencias ideales, los gustos y preferencias del entorno familiar nos condicionan. En lugar de seguir un desarrollo natural de nuestro potencial, "reaccionamos" a esas interferencias, de manera que todos generamos estrategias defensivas, más o menos saludables, para manejarnos en el mundo y proteger nuestro yo esencial.
Estas estrategias se articulan constituyendo la máscara con la que nos enfrentamos a la vida, que alienta determinados aspectos y rechaza otros. A esa máscara la llamamos carácter. Ya hemos dicho que el hombre no nace "acabado" ni física ni psicológicamente. Necesita de ese tejido social, que proporciona la familia, para terminar de construirse. Por eso, en nuestro "acabado" no aparecen sólo las características genéticas, sino también las que se generan en la adaptación a este entramado.
El periodo en que el hombre necesita el apoyo del entorno es muy largo: es el ser que nace más desvalido. Tarda mucho tiempo en lograr la maduración y la autonomía. Esto nos hace muy frágiles y, al mismo tiempo, muy plásticos, nos da una capacidad de desarrollo que no tienen otros animales.
El proceso de maduración de la personalidad es adaptativo e implica una aceptación, por parte del yo, del "principio de la realidad" por el cual el yo renuncia a la obtención inmediata de placer, característica del mundo instintivo. Esa capacidad de renuncia, de adaptarse a la realidad es la que hace posible la evolución, pues es la que le da al hombre la capacidad de manejar el "medio" ambiente en que se mueve. Para Freud es lo que le da al hombre la posibilidad y la capacidad de crear cultura.
Según Scheller, el desarrollo del animal es puro crecimiento lineal; los animales no tienen capacidad de modificar el medio, de hacer ningún tipo de manipulación aloplástica, porque no pueden objetivar el mundo en que viven, sólo pueden hacer una modificación adaptativa interna, autoplástica, a menudo tan lenta que ha hecho desaparecer muchas especies de la Tierra cuando el entorno ha cambiado demasiado.
El hombre sí tiene esas dos capacidades, la de modificarse internamente para adaptarse a un entorno cambiante (autoplástica) y la de manipular y modificar el medio para seguir subsistiendo en él (aloplástica) Esta plasticidad, característicamente humana, es tanto mayor cuanto más alto sea el nivel evolutivo de la personalidad. Ambas capacidades son funciones del yo en sus tres dimensiones, física, emocional e intelectual: cuanto mayor sea el desarrollo corporal-instintivo, menores serán sus límites físicos y mayor plasticidad tendrán nuestros instintos; cuanto más equilibrado es el desarrollo emocional, más posibilidades tiene el hombre de afrontar las situaciones de una manera nueva, creativa, apoyándose en su función autoplástica con seguridad y confianza, y cuanto mayor sea el desarrollo intelectual, mejor será el manejo del mundo a fin de convertirlo en un medio adecuado para la vida.
Pero la situación de desvalimiento inicial, que deja abierto tan amplio margen de desarrollo potencial, explica la intensidad de la angustia en el ser humano. La madre tiene la función de calmar esa angustia con, lo que Winnicott llama, su "sostén" y su "preocupación maternal primaria" que permite conectar con las necesidades del bebé y cubrirlas. Por bien que desarrolle su función, no es fácil que libere al bebé de las angustias básicas: angustias de desintegración (porque aún no está integrado), de fragmentación, de impotencia (no puede subsistir sin el yo auxiliar que le ofrece la madre), de estar aislado y solo en un mundo potencialmente hostil. Las funciones de la urdimbre de las que nos habla Rof Carballo tienen como principal misión calmar estas angustias, consiguiendo integrarnos, vincularnos, liberarnos y pactar con la realidad. Es muy fácil que en alguno de estos aspectos se hayan producido fallos.
La angustia básica (y la función materna insuficiente) no permite desarrollar un grado de "confianza en sí" que facilite el desarrollo natural de la esencia. Para que la confianza básica crezca permitiendo el desarrollo del ser, el niño necesita cariño, cuidado, protección, orden... provenientes del exterior. Cuanto menos se den estas condiciones, cuanto menos facilitador sea el ambiente, más necesaria es la protección buscada en el falso self y más rígido el sistema defensivo.
El falso self, para Winnicott, tiene como función esencial proteger al verdadero yo para que el ambiente hostil no logre destruirlo, pero esta solución, primitivamente encontrada, conduce a un desarrollo unilateral, no íntegro de la personalidad. Comienza lo que Horney llama "la enajenación" de sí mismo. El mayor o menor grado de enajenación de sí, necesario para sobrevivir, va a depender de las circunstancias de la relación con la madre y de la presión de las angustias básicas.
La aceptación parental proporciona una seguridad que adquiere un valor máximo para la supervivencia; para calmar la angustia, se renuncia a los sentimientos y deseos genuinos, siguiendo las demandas del entorno familiar.
Todo este proceso de adaptación no ocurre de una vez, sino a lo largo de todo el periodo evolutivo de la infancia. Los psicoanalistas, en general, dan mucha importancia a cuándo adquiere el yo sus cualidades caracteriales, planteamiento evolutivo que tiene primordial interés para Abraham, Reich y Alexander Lowen, pero que no se contempla en el planteamiento del eneagrama, donde se destaca más la importancia del cómo que la del cuándo.
En cualquier caso, alrededor de los siete años –según algunos, incluso antes– ya aparece constituido el carácter y encontrada la estrategia adaptativa que va a mantenerse a lo largo de la vida, aunque, a veces, la adolescencia permita un giro. Y, alrededor de los siete años, si nos paramos a analizar el desarrollo intelectual del niño, vemos que es aún muy precario. El desarrollo del lenguaje, a esta edad, puede hacernos creer que el niño piensa como un adulto, pero la realidad es que sus recursos intelectuales no son los del adulto. Una experiencia muy significativa en este sentido es la aplicación de tests de inteligencia, que nos muestran lo limitada que es todavía la capacidad de comprensión y razonamiento, con respuestas muy divertidas para la óptica de un adulto. Valga como ejemplo el que un niño de esta edad no sabe cuál es la diferencia entre un niño y un enano. Es lógico pensar que si el carácter se constituye en esta edad y con estas herramientas, en la vida adulta nos resulte un poco limitador.
En Horney, el proceso de enajenación del yo supone, además, una idealización de la solución personal encontrada para el conflicto básico, idealización que se cristaliza en torno a una autoimagen que cada persona construye con sus experiencias, fantasías, necesidades y facultades. Cuando un individuo se identifica con esa imagen, ésta se convierte en el yo idealizado, más real que el verdadero, es lo que «yo podría y debería ser». Retira su interés de sí y cae en lo que –citando a Sorën Kierkegaard– llama «la desesperación de no querer ser uno mismo». Parece como si, desde la identificación idealizadora con lo que los otros esperan, llegáramos a esperar lo mismo, a valorar y rechazar distintos aspectos en función de un canon externo que se ha convertido en