Esclavos Unidos. Helena Villar

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Esclavos Unidos - Helena Villar A Fondo

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la escuela. En una clase en penumbra se ha instalado una consulta oftalmológica; en la de al lado, un expositor de lentes gratuitas. Más adelante, cortinas negras otorgan cierta intimidad entre improvisadas camillas para exploraciones especiales. En otra aula, alumnos adultos ocupan pupitres, les están enseñando cómo aplicar Naxolone, un antagonista de los opioides, en caso de sobredosis. Es la última novedad de la clínica, consciente de la crisis de opiáceos que asuela la nación. No obstante, el flujo humano se dirige, sobre todo, hacia una dirección: el gimnasio. Dentro, dos filas formadas por una veintena de sillones odontológicos enfrentadas entre sí ocupan el espacio central. En uno de los lados se ha habilitado un espacio de esterilización de herramientas. Hay bombonas y voluntarios cubiertos de los pies a la cabeza junto a canastas de baloncesto. Es un espectáculo, se mire por donde se mire. Sin embargo, en las gradas, quienes esperan son pacientes; uno de ellos es Shakira, la joven del aparcamiento: «Estoy aquí porque en el médico me pusieron unos aparatos correctivos pero llegó un momento en que ya no pude pagarlos. La respuesta que recibí es que sin desembolso no podían quitármelos y que mi única opción es dejar que se me cayeran solos».

      «Existe la creencia de que llevamos estas clínicas sólo a áreas rurales donde hay que conducir durante horas hasta ver a un médico. La realidad es que también vamos a lugares muy poblados y urbanos, donde hay sanitarios por todas partes, pero nadie puede pagarlos.» Habla Kim Faulkinbury, coordinadora de la clínica RAM. Fundada en 1985, la idea inicial de sus creadores fue brindar asistencia sanitaria en países en desarrollo. Sin embargo, pronto se dieron cuenta de que no hacía falta salir de Estados Unidos. Desde entonces, han atendido a prácticamente un millón de personas y la cifra aumenta anualmente. Sólo van allí donde se les pide y su financiación depende exclusivamente de donaciones privadas, es decir, se sostienen gracias a la caridad. Volvemos a encontrarnos con la doctora Madigan:

      Creo que lo que hizo darme cuenta de lo importante que esto era fue la historia de un hombre que tenía abscesos dentales y había estado esperando durante seis semanas a que llegara una clínica RAM a su ciudad tomando antibióticos. Poco antes de la fecha perdió su trabajo. Cuando estaba hablando con él sobre que teníamos que cambiar la receta y tendría que pagar cuatro dólares más, el hombre me miró y me dijo: esos cuatro dólares son para ponerlos en la mesa a mi familia, no puedo quitarles comida, así que me iré sin la prescripción.

      La doctora Madigan fuerza una sonrisa honesta para ocultar su frustración y, antes de despedirse y seguir atendiendo a pacientes, finaliza así: «No queremos ser una tirita, sino tratarlos y conectarlos con alguien que se encargue de su problema de salud, porque darles sólo la insulina de hoy para reducir su azúcar en sangre sin obtener un tratamiento no les ayudará a largo plazo».

      El macabro negocio de la industria farmacéutica

      En noviembre de 2017 Donald Trump nominó como secretario de Salud y Servicios Humanos de Estados Unidos a Alex Azar. «¡Será una estrella para obtener una mejor atención médica y precios más bajos de medicamentos!», tuiteó el mandatario. Por aquel entonces, Azar era presidente de una de las grandes farmacéuticas del país, Eli Lilly. Durante su gestión, la insulina Humalog aumentó su precio en un 585%. No fue la única compañía. Según el Comité de Finanzas del Senado, el medicamento de insulina NovoLog costó un 87% más en 2019 en comparación con 2013, mientras que Lantus de Sanofi aumentó un 77%. «No sé cómo son capaces de dormir por la noche», fue una de las frases que uno de los legisladores de esa cámara pronunció en una acalorada audiencia para investigar lo sucedido. Meses después, dos de las compañías citadas anunciaron una versión de la insulina a mitad de precio, a 140 dólares el vial. El coste de producción es de cinco.

      Más de 30 millones de personas son diabéticas en Estados Unidos, de las cuales 1,2 millones están diagnosticadas con el tipo 1, es decir, sus vidas dependen completamente del suministro de insulina:

      Meaghan Carter, cuarenta y siete años, Ohio – Tuvo diabetes tipo 1 durante 18 años. Cuando perdió su trabajo y su seguro, luchó por poder pagar su insulina, que costaba más de 800 dólares al mes. Recurrió a comprar NPH (insulina de acción intermedia) en Walmart, que es más barata pero mucho más impredecible que la insulina que usaba normalmente. El día de Navidad de 2018, Meaghan murió de cetoacidosis diabética.

      Jesimya David Scherer, veintiún años, Minnesota – Además de controlar su diabetes desde que tenía diez años, Jesi tenía dos trabajos para mantenerse y se convirtió en electricista. Sin embargo, resultó ser insuficiente y comenzó a racionar la insulina, al no poder comprar la medicación necesaria hasta que ingresaba algún pago. Fue hospitalizado en abril con cetoacidosis diabética. En junio de 2019, dos días después de haber visto por última vez a su familia, llamó al trabajo diciendo que estaba enfermo. Fue encontrado muerto al día siguiente.

      Antavia Lee Worsham, veintidós años, Ohio – Tuvo problemas para pagar la insulina cuando cumplió dieciocho años y ya no era elegible para una cobertura de seguro estatal. Recurrió a tomar prestada la insulina de otros, cambiar su dieta y racionar la medicación. La insulina y derivados que necesitaba para vivir costaban mil euros al mes. Su hermano la encontró muerta por cetoacidosis diabética el 26 de abril de 2017.

      Estas son algunas de las historias reales que pueden encontrarse en la página web de Right Care Alliance, una coalición de médicos, pacientes y ciudadanos cuyo objetivo es colocar a los enfermos, no el beneficio, en el centro de la atención médica. El caso de la insulina es extremadamente doloroso, teniendo en cuenta que sus descubridores vendieron la patente en el año 1921 por tres dólares a la Universidad de Toronto, renunciando así al lucro individual. Ahora, compañías privadas no sólo se hacen de oro gracias a esa decisión altruista, sino que utilizan los beneficios para comprar silencios. Lo cuenta Elizabeth Pfiester desde el Reino Unido, fundadora de la organización T1 Internacional.

      Muchas de las grandes organizaciones en defensa de los diabéticos en Estados Unidos aceptan una gran cantidad de fondos de las empresas fabricantes de insulina, lo que significa que creemos que no pueden hablar tan libremente sobre la crisis de precios porque no quieren enfadar a la gente que les da dinero. Nosotros nos hemos esforzado por no aceptar ningún financiamiento de estas compañías, precisamente para poder hacer nuestro trabajo de manera independiente.

      Las voluntades también son moldeables a nivel político. Según documentos federales, el mayor grupo de cabildeo de la industria farmacéutica en el Congreso gastó en 2018 la cifra récord de 27,5 millones de dólares. Dicha cifra sólo comprende a Pharmaceutical Research & Manufacturers of America (PhRMA), que representa a la mayoría de las compañías de investigación farmacéutica, incluidas Pfizer, Sanofi, Merck, Johnson & Johnson y Gilead Sciences. Sin embargo, según OpenSecrets, un grupo de investigación independiente y no partidista que rastrea el dinero en la política estadounidense, las empresas de ese sector gastaron individualmente un total de 194,3 millones de dólares en cabildeo a fecha de 24 de octubre de 2018, más allá de la cantidad revelada por PhRMA. La connivencia es tal, que el propio Donald Trump optó por ordenar a Azar dar luz verde a la importación de medicamentos del exterior mucho más baratos que los producidos en Estados Unidos. Antes confirmar públicamente el fracaso del libre mercado que someterlo profundamente a revisión, no vaya a ser que pongamos en riesgo alguna que otra financiación política. En cuanto a carreras electorales, las farmacéuticas untan prácticamente por igual a demócratas y republicanos. Todo es perfectamente legal, el sistema lo ampara. De hecho, poco más de la mitad de los precandidatos por el partido azul mostraron en su campaña la intención de luchar por garantizar de alguna manera el acceso a la sanidad para todos los ciudadanos. De ellos, sólo dos manifestaron públicamente su oposición a la existencia de seguros privados: Bernie Sanders y Elizabeth Warren. Esto, en tiempos de promesas y sin nada que perder. Así, no es de extrañar que más de la mitad de los lobistas de la industria sanitaria y farmacéutica sean exmiembros del Congreso o extrabajadores, convirtiéndose en una de las mayores puertas giratorias del sistema. No es, por tanto, sólo cosa de los secretarios de Trump. Según cálculos de los economistas Anne Case y

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