100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери
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Luego a seguida digo el efecto de este pensamiento, para dar a entender su dulzura, la cual era tanta que me hacía desear la muerte para ir adonde ella estaba; y digo, esto en: de quien hablábame tan dulcemente, que mi alma decía: yo allí ir quiero. Y ésta es la raíz de una de las diferencias en mí. Y ha de saberse que aquí se dice pensamiento y no alma de aquel que subía a ver a la bienaventurada, porque era pensamiento especial para aquel acto. Entiéndese por alma, como se ha dicho en el capítulo precedente, al pensamiento general con consentimiento.
Luego, cuando digo: ahora aparece quien a huir le obliga, narro la raíz de la otra diferencia, diciendo que, del mismo modo que este pensamiento de arriba suele ser vida de mi vida, así aparece otro que hace cesar aquél. Digo huir, por mostrar cuán contrario es, ya que naturalmente un contrario ahuyenta al otro; y el que huye muestra huir por falta de virtud. Y digo que este pensamiento que de nuevo aparece tiene poder para tomarme y vencer mi alma, diciendo que se enseñorea tanto, que el corazón, es decir, mi interior, tiembla y mi exterior muestra nuevo semblante.
De seguida nuestro el poderío de este nuevo pensamiento por su efecto, diciendo que me hace mirar a una dama y me dice palabras lisonjeras; es decir, habla ante los ojos de mi afecto inteligible, por mejor inducirme, prometiéndome que la vista de sus ojos es su salud. Y por mejor hacérselo creer al alma inexperta, dice que no debe mirar los ojos de esta dama nadie que tema angustia de suspiros. Y es una bella manera retórica cuando parece por de fuera afearse la cosa y verdaderamente por dentro se embellece. No podía este nuevo pensamiento de amor inducir mejor a mi mente a consentir, que con hablar profundamente de la virtud de sus ojos.
VIII
Una vez mostrado cómo y por qué nace el amor y la diversidad que me combatía, es menester proceder a explicar el sentido de aquella parte en la cual contienden en mí diversos pensamientos. Digo que primeramente es menester hablar de la parte del alma, es decir, del antiguo pensamiento, y luego del otro, por la razón de que siempre aquello que se propone decir el que habla se debe reservar para después, porque lo último que se dice queda mejor en el ánimo del oyente. De aquí que, pues es mi intención más bien el decir y razonar lo que la obra de éstos a quienes hablo hace, que lo que deshace, fue de razón el hablar y razonar primeramente de la condición de la parte que se corrompía y luego de aquella otra que se engendraba.
En verdad, aquí nace una duda sin declarar la cual no se ha de pasar adelante. Podría decir alguien: dado que amor sea efecto de estas inteligencias -a quienes hablo-, y aquél de antes fuese amor del mismo modo que éste después, ¿por qué la virtud corrompe al uno y engendra al otro? -toda vez que antes debiera salvar a aquél, por la razón de que toda causa ama a su efecto, y, amándole, salva al otro-. A esta pregunta puede responderse brevemente que el efecto de éstos es amor, como se ha dicho; y como no lo pueden salvar sino en aquellos sujetos que están sometidos a su circunvolución, lo transmiten de aquella parte que está fuera de su potestad a la que cae dentro de ella; es decir, del alma partida de esta vida a lo que en ella está; del mismo modo que la humana naturaleza transmite en la forma humana su conservación, del padre al hijo, ya que no puede perpetuamente en el mismo padre conservar su efecto. Digo efecto, en cuanto el alma y el cuerpo unidos son efecto de aquella que perpetuamente dura, que se ha convertido en naturaleza sobrehumana; así se resuelve la cuestión.
Mas ya que se ha apuntado aquí algo acerca, de la inmortalidad del alma, haré una digresión hablando de ella, porque con esto daré cumplido fin al hablar de lo que en vida fue la bienaventurada Beatriz, de la cual no quiero hablar más en este libro. A modo de proposición, digo que, de todas las bestialidades, es la más estulta, vil y dañosa la que cree que no hay otra vida después de ésta; por lo cual, si revolvemos todos los escritos, tanto de los filósofos como de los demás sabios escritores, están todos concordes en que en nosotros hay algo de perpetuidad. Y esto parece opinar Aristóteles en el tratado del Alma; esto parece opinar todo estoico; esto parece opinar Tulio, especialmente en el libro De la vejez; esto parecen opinar todos los poetas que han hablado conforme a la fe de los gentiles; esto quiere toda ley, judíos, sarracenos, tártaros, y todos cuantos viven según una razón. Pues que si todos estuviesen engañados, se seguiría una imposibilidad que aun el comprenderla sólo sería horrible. Todos estamos ciertos de que la naturaleza humana es la más perfecta de todas las naturalezas de aquí abajo; y esto nadie lo niega, y Aristóteles lo afirma cuando dice en el duodécimo libro de los Animales que el hombre es, de todos los animales, el más perfecto. De aquí que, dado que muchos que viven sean enteramente mortales, como animales brutos, y estén mientras viven sin esperanza tal, es decir, de otra vida, si nuestra esperanza fuese vana, mayor sería nuestra falta que la de ningún otro animal, puesto que han sido ya muchos los que han dado esta vida por aquélla; y así se seguiría que el animal más perfecto, es decir, el hombre, fuese el imperfectísimo -lo cual es imposible-, y que aquella parte, es decir, la razón, que es su perfección mayor, fuese la causa de su mayor defecto; decir lo cual parece extravagante. Y seguiríase, ademas, que la naturaleza, contra sí misma, había puesto tal esperanza en la mente humana, pues que ya se ha dicho cómo muchos han corrido a la muerte del cuerpo para vivir en la otra vida; y esto es asimismo imposible.
Además vemos la continua experiencia de nuestra inmortalidad en las adivinaciones de nuestros sueños, los cuales no podrían existir si no hubiese en nosotros una parte inmortal, puesto que inmortal ha de ser el revelador, ya sea corpóreo o incorpóreo, si se piensa con sutileza. Y digo corpóreo o incorpóreo por las diversas opiniones que de ello encuentro, y aquel que esté movido o informado por informador inmediato debe ser proporcionado al informador; y del mortal al inmortal no hay proporción alguna.
Certifícalo, además, la veracísima doctrina de Cristo, la cual es vía, verdad y luz: vía, porque por ellos, sin impedimento, caminamos a la feliz inmortalidad; verdad, porque no padece error; luz, porque nos ilumina en las tinieblas de la ignorancia mundana. Esta doctrina digo que nos hace creyentes sobre todas las demás razones, porque nos la ha dado Aquel que ve y mide nuestra inmortalidad, la cual no podemos ver perfectamente mientras nuestra inmortalidad esté mezclada con nuestro ser mortal; mas lo vemos perfectamente; y por la razón lo vemos con sombra de oscuridad, a causa de la mezcla de lo mortal con lo inmortal. Y debe ser argumento poderosísimo esto de que en nosotros exista lo uno y lo otro; yo así lo creo, así lo afirmo y así estoy cierto de pasar a otra vida mejor después de ésta, allí donde vive aquella gloriosa dama de la que mi alma estuvo enamorada, cuando contendía como se dirá en el capítulo siguiente.
IX
Tornando a mi propósito, digo que en el verso que comienza: halla contrario tal que lo destruye, es mi intención manifestar lo que dentro de mí hablaba mi alma, es decir, el antiguo pensamiento contra el nuevo. Y primero manifiesto brevemente la causa de su lamentoso discurso, cuando digo: halla contrario tal que lo destruye el pensamiento humilde que hablarme suele de un ángela en el cielo coronada. Esto es aquel pensamiento especial del cual se ha dicho más arriba que solía ser vida del corazón doliente.
Luego cuando digo: el alma llora, tanto aún le duele, manifiesto que mi alma está aún de su parte y habla con tristeza; y digo que dice palabras de lamentación, como si se maravillase de la súbita transmutación, al decir: ¡Triste de mí y cuán me huye el compasivo que me ha consolado! Bien puede decir consolado, que en su gran pérdida, habíale