100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери

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100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери

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cuando duermas

      me arrastraré a tu tienda.

      —Ha sido una coincidencia curiosa.

      —No. No ha sido una coincidencia.

      —¿Cómo que no?

      —Gatsby compró esa casa porque Daisy vivía al otro lado de la bahía.

      Así que no sólo suspiraba por las estrellas aquella noche de junio. Y entonces Gatsby cobró vida para mí: de repente salió del útero de su esplendor inútil.

      —Quiere saber —continuó Jordan— si invitarías a Daisy a tu casa una tarde para que luego se presentara él.

      La modestia de la petición me desconcertó. Había esperado cinco años y había comprado una mansión donde repartía luz de estrellas entre polillas que acudían al azar, sólo para poder «presentarse» una tarde en el jardín de un extraño.

      —¿Y tenía yo que saber toda la historia antes de que me pidiera algo tan insignificante?

      —Está asustado. Ha esperado mucho tiempo. Pensaba que podías molestarte. En el fondo, ya ves, no es tan duro como parece.

      Algo me preocupaba.

      —¿Por qué no te pide que le prepares una cita?

      —Quiere que Daisy vea su casa —me explicó—. Y tu casa está al lado.

      —¡Ah!

      —Creo que abrigaba cierta esperanza de ver a Daisy alguna noche en una de sus fiestas —continuó Jordan—. No fue así. Entonces empezó a preguntarle a la gente, como por casualidad, si la conocían, y yo fui la primera con la que dio. Fue la noche que me llamó durante la fiesta y tendrías que haber oído de qué manera tan rebuscada y estudiada me habló del asunto. Sugerí inmediatamente, como es natural, un almuerzo en Nueva York, y creí que iba a perder los nervios: «¡No quiero hacer nada incorrecto! Quiero verla en la casa de al lado». Cuando le dije que eras amigo íntimo de Tom, estuvo a punto de abandonar la idea. No sabe mucho de Tom, aunque dice que ha leído durante años un periódico de Chicago sólo con la esperanza de ver el nombre de Daisy.

      Había oscurecido y, al pasar bajo un puentecillo, mi brazo rodeó el hombro dorado de Jordan, la atraje hacia mí y la invité a cenar. Ya no pensaba en Daisy ni en Gatsby, sino en aquella persona sana, difícil, concreta, que profesaba un escepticismo universal, y que echaba el cuerpo hacia atrás, satisfecha, dentro del círculo de mi brazo. Una frase empezó a martillearme los oídos en una especie de embriaguez: «Sólo existen los perseguidos y los perseguidores, los activos y los cansados».

      —Y Daisy debería tener algo en la vida —murmuró Jordan.

      —¿Quiere ver a Gatsby?

      —No tiene que enterarse. Gatsby no quiere que sepa nada. Sólo tienes que invitarla a tomar el té.

      Dejamos atrás una barrera de árboles en penumbra y las fachadas de la calle Cincuenta y nueve, una franja de luz débil y pálida, brillaron sobre el parque. A diferencia de Gatsby y Tom Buchanan, yo no tenía una chica cuyos rasgos incorpóreos flotaran en las cornisas oscuras y los cegadores anuncios luminosos, así que atraje hacia mí a la chica que tenía al lado, estrechándola entre mis brazos. Su boca desdeñosa, triste, sonrió, así que la atraje más, hacia mi cara esta vez.

      5

      Cuando volví a West Egg aquella noche, temí por un momento que mi casa estuviera en llamas. Eran las dos y la punta de la península fulguraba con una luz que caía irreal sobre los setos y producía destellos alargados en los cables eléctricos de la carretera. Al doblar una esquina, vi que era la casa de Gatsby, iluminada de la torre al sótano.

      Al principio pensé que se trataba de otra fiesta, una francachela descomunal y salvaje que había terminado con los invitados jugando al escondite por toda la casa. Pero no se oía un ruido. Sólo el viento en los árboles, el viento, que agitaba los cables y provocaba que las luces se apagaran y volvieran a encenderse como si la casa parpadeara en la oscuridad. Mientras mi taxi se alejaba gimiendo, vi que Gatsby se acercaba a través del césped.

      —Tu casa parece la Exposición Universal —dije.

      —¿Sí? —se volvió a mirar, como ausente—. He estado echándoles un vistazo a algunas habitaciones. Vámonos a Caney Island, compañero. En mi coche.

      —Es muy tarde.

      —¿Y si nos damos un baño en la piscina? No la he usado en todo el verano.

      —Tengo que acostarme.

      —Muy bien.

      Esperó, mirándome, conteniendo la impaciencia.

      —He hablado con miss Baker —dije al momento—. Mañana llamaré por teléfono a Daisy y la invitaré a tomar el té.

      —Ah, perfecto —dijo, como si le resultara indiferente—. No quiero causarte ninguna molestia.

      —¿Qué día te viene bien?

      —¿Qué día te viene bien a ti? —me corrigió inmediatamente—. No quiero causarte ninguna molestia, de verdad.

      —¿Pasado mañana?

      Lo pensó unos segundos. Y, poco convencido, dijo:

      —Habría que cortar el césped.

      Miramos la hierba: una línea bien definida marcaba dónde acababa mi césped desigual, abandonado, y empezaba a extenderse el suyo, más oscuro, perfectamente cuidado. Sospeché que se refería a mi hierba.

      —Hay otra cosa sin importancia —dijo, inseguro, titubeante.

      —¿Prefieres que lo retrasemos unos días? —pregunté.

      —No, no es eso. Pero… —probó varios comienzos—. Bueno, he pensado… Sí, mira, compañero, tú no ganas mucho dinero, ¿verdad?

      —No mucho.

      Esto pareció tranquilizarlo y continuó con más confianza.

      —Era lo que pensaba, si puedes perdonar mi… Tengo, como complemento, un pequeño negocio, algo accesorio, ya sabes. Y he pensado que si tú no ganas mucho… Vendes bonos. ¿No es así, compañero?

      —Lo intento.

      —Bueno, esto podría interesarte. No te exigiría demasiado tiempo y podrías sacarle un buen dinero. Es algo confidencial.

      Ahora me doy cuenta de que, en otras circunstancias, aquella conversación podría haber provocado una de las crisis de mi vida. Pero, dado que Gatsby hacía su oferta de un modo poco sutil y sin el menor tacto por un servicio que aún había que prestar, no tuve más remedio que cortarlo en seco.

      —Tengo demasiado trabajo —dije—. Te lo agradezco, pero no puedo aceptar más.

      —No tendrías que tratar con Wolfshiem —evidentemente pensaba que yo, asustado, rehuía las «coneggsiones» mencionadas durante el almuerzo, pero le aseguré que se equivocaba.

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