100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу 100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери страница 26

100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери

Скачать книгу

el periódico se humedeció al tacto de sus dedos, se abandonó al calor insoportable con desesperación y un quejido desolado. El bolso se le cayó al suelo.

      —¡Dios mío! —suspiró.

      Lo recogí con una inclinación cansada y se lo devolví, sujetándolo por una esquina, por la punta, y alargando el brazo, para dejar claro que mi gesto no escondía segundas intenciones, pero todos los que estaban cerca, incluida la mujer, sospecharon de mí lo mismo.

      —¡Qué calor! —decía el revisor ante las caras que le resultaban conocidas—. ¡Qué tiempo! Qué calor, qué calor. ¿Les parece poco? ¿No tienen calor?

      Me devolvió el bono del tren con una mancha oscura que había dejado su mano. ¿Cómo podía importarle a nadie, con semejante calor, qué labios febriles besaba, o qué cabeza le humedecía el bolsillo del pijama, sobre el corazón?

      Pero en el vestíbulo de la casa de los Buchanan soplaba una brisa suave, que llevó el sonido del teléfono hasta la puerta, donde esperábamos Gatsby y yo.

      —¡El cadáver del señor! —rugió el mayordomo al aparato—. Lo lamento, señora, pero no se lo podemos entregar. ¡Está demasiado caliente para tocarlo en pleno mediodía!

      Lo que de verdad dijo fue:

      —Sí. Sí. Voy a ver.

      Colgó y se acercó a nosotros, brillando de sudor, para coger nuestros sombreros de paja.

      —¡Madame les espera en el salón! —gritó y, sin necesidad, nos señaló el camino.

      Con aquel calor cada gesto superfluo era una ofensa contra las normales reservas de vida.

      La habitación, a la sombra de los toldos, era oscura y fresca. Daisy y Jordan estaban echadas en un sofá enorme, como ídolos de plata que con su peso sujetaran sus vestidos blancos frente a la brisa cantarina de los ventiladores.

      —No podemos movernos —dijeron al unísono.

      Los dedos de Jordan, con polvos blanqueadores sobre el bronceado, descansaron un momento en los míos.

      —¿Y mister Tom Buchanan, el atleta? —pregunté.

      Simultáneamente oí la voz de Tom, malhumorada, apagada, ronca, en el teléfono del vestíbulo.

      Gatsby, de pie en el centro de la alfombra carmesí, miraba todo con ojos fascinados. Daisy, observándolo, se rio, con su risa dulce y excitante: una ráfaga mínima de polvos rosa se alzó de su pecho.

      —Corre el rumor —murmuró Jordan— de que la que está al teléfono es la chica de Tom.

      Guardamos silencio. La voz del vestíbulo se elevó irritada:

      —Muy bien, entonces. No le vendo el coche, de ninguna forma… No tengo ningún compromiso con usted… ¡Y no tolero, de ninguna forma, que me moleste a la hora de comer!

      —Tiene tapado el micrófono del teléfono —dijo Daisy cínicamente.

      —No —le aseguré—. Está negociando de verdad. Conozco el asunto.

      Tom abrió de golpe la puerta, la bloqueó unos segundos con su cuerpo abundante y entró atropelladamente en la habitación.

      —¡Mister Gatsby! —le tendió la mano, ancha y abierta, con fastidio bien disimulado—. Me alegro de verlo… Nick…

      —Prepáranos algo frío para beber —ordenó Daisy.

      Se levantó cuando Tom salió de la habitación, se acercó a Gatsby, le hizo inclinar la cabeza y lo besó en la boca.

      —Sabes que te quiero —murmuró.

      —Olvidas que hay una señora presente —dijo Jordan.

      Daisy miró a su alrededor, dubitativa.

      —Besa tú a Nick.

      —¡Qué chica tan grosera y tan vulgar!

      —¡No me importa! —gritó Daisy y se puso a bailotear sobre los ladrillos de la chimenea.

      Luego se acordó del calor y se sentó en el sofá con aire de culpa en el instante en que una niñera muy limpia y recién planchada entró en la habitación con una niña.

      —¡Ben-di-ta pre-cio-si-dad! —tarareó Daisy, tendiéndole los brazos—. Ven con tu madre que te adora.

      La niña, libre de la niñera, atravesó corriendo la habitación y se cogió tímidamente del vestido de su madre.

      —¡Mi bendita preciosidad! ¿Te ha llenado mamá de polvos tu precioso pelo rubio? Ponte derecha y di: ¿Cómo estáis?

      Gatsby y yo nos inclinamos a coger la mano pequeñísima y reacia. Después Gatsby siguió mirando a la niña con sorpresa. Pienso que hasta entonces no había creído de verdad en su existencia.

      —Me he vestido para la comida —dijo la niña, volviéndose hacia Daisy con impaciencia.

      —Porque tu madre quería presumir de ti —la cara de Daisy se acercó a la única arruga del pequeño cuello blanco—. Eres un sueño, eres un sueño muy pequeño.

      —Sí —admitió la niña, tranquila—. También la tía Jordan lleva un vestido blanco.

      —¿Qué te parecen los amigos de mamá? —Daisy le dio la vuelta para que mirara a Gatsby—. ¿Crees que son guapos?

      —¿Dónde está papá?

      —No se parece a su padre —explicó Daisy—. Se parece a mí. Tiene mi pelo y la forma de mi cara.

      Daisy se retrepó en el sofá. La niñera dio un paso y tendió la mano hacia la niña.

      —Vamos, Pammy.

      —¡Adiós, tesoro!

      Volviéndose a mirar, la niña, reacia, muy bien educada, cogió la mano de la niñera, que se la llevó, en el momento en que Tom volvía con cuatro ginebras con soda y zumo de lima que tintineaban llenas de hielo.

      Gatsby cogió su vaso.

      —Parecen fríos de verdad —dijo, visiblemente tenso.

      Dimos tragos largos y ávidos.

      —He leído no sé dónde que el sol se calienta más cada año —dijo Tom, muy simpático—. Parece que muy pronto la tierra caerá en el sol, o, esperad un momento, no, es exactamente al revés: el sol se enfría más cada año. Venga —le sugirió a Gatsby—. Me gustaría que viera la casa.

      Salí con ellos a la galería. Sobre el estrecho, verde, estancado en el calor, una vela minúscula se deslizaba muy despacio hacia aguas más frías. Los ojos de Gatsby la siguieron un momento; levantó la mano y señaló la otra orilla de la bahía.

      —Vivo exactamente enfrente de su casa.

      —Ya.

Скачать книгу