100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери

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100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери

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Sin embargo, si quieres, puedes sonreír ante la emoción de mis palabras, mientras yo encuentro cada día nuevas razones para repetirlas.

      Día 19 de agosto de 17**

      Ayer el desconocido me dijo: «Naturalmente, capitán Walton, se habrá dado cuenta de que he sufrido grandes e insólitas desventuras. En cierta ocasión pensé que el recuerdo de esas desgracias moriría conmigo, pero usted ha conseguido que cambie de opinión. Usted busca conocimiento y sabiduría, como lo busqué yo; y espero de todo corazón que el fruto de sus deseos no sea una víbora que le muerda, como lo fue para mí. No sé si el relato de mis desgracias le resultará útil; sin embargo, si así lo quiere, escuche mi historia. Creo que los extraños sucesos que tienen relación con mi vida pueden proporcionarle una visión de la naturaleza humana que tal vez pueda ampliar sus facultades y su comprensión del mundo. Sabrá usted de poderes y acontecimientos de tal magnitud que siempre los creyó imposibles: pero no tengo ninguna duda de que mi historia aportará por sí misma las pruebas de que son verdad los sucesos de que se compone.»

      Evidentemente, podrás imaginar que me sentí muy halagado por esa demostración de confianza; sin embargo, apenas podía soportar que tuviera que sufrir de nuevo el dolor de contarme sus desgracias. Estaba deseoso de oír el relato prometido, en parte por curiosidad, y en parte por el vivo deseo de intentar cambiar su destino, si es que semejante cosa estaba en mi mano. Expresé estos sentimientos en mi respuesta.

      «Gracias por su comprensión», contestó, «pero es inútil; mi destino casi está cumplido. No espero más que una cosa, y luego podré descansar en paz. Comprendo sus sentimientos», añadió, viendo que yo tenía intención de interrumpirle, «pero está usted muy equivocado, amigo mío, si me permite que le llame así. Nada puede cambiar mi destino: escuche mi historia, y entenderá usted por qué está irrevocablemente decidido».

      Luego me dijo que comenzaría a contarme su historia al día siguiente, cuando yo dispusiera de algún tiempo. Esta promesa me arrancó los más calurosos agradecimientos. He decidido que todas las noches, cuando no esté demasiado ocupado, escribiré lo que me cuente durante el día, con tanta fidelidad como me sea posible y con sus propias palabras. Y si tuviera muchos compromisos, al menos tomaré notas. El manuscrito sin duda te proporcionará un gran placer: pero yo, que lo conozco, y que escucharé la historia de sus propios labios, ¡con cuánto interés y con cuánto cariño lo leeré algún día, en el futuro…!

      CAPÍTULO 1

      Soy ginebrino por nacimiento; y mi familia es una de las más distinguidas de esa república. Durante muchos años mis antepasados han sido consejeros y magistrados, y mi padre había ocupado varios cargos públicos con honor y buena reputación. Todos los que lo conocían lo respetaban por su integridad y por su infatigable dedicación a los asuntos públicos. Dedicó su juventud a los aconteceres de su país y solo cuando su vida comenzó a declinar pensó en el matrimonio y en ofrecer a su patria hijos que pudieran perpetuar sus virtudes y su nombre en el futuro.

      Como las circunstancias especiales de su matrimonio ilustran bien cuál era su carácter, no puedo evitar referirme a ellas. Uno de sus amigos más íntimos era un comerciante que, debido a numerosas desgracias, desde una posición floreciente cayó en la pobreza. Este hombre, cuyo nombre era Beaufort, tenía un carácter orgulloso y altivo, y no podía soportar vivir en la pobreza y en el olvido en el mismo país en el que antiguamente se había distinguido por su riqueza y su magnificencia. Así pues, habiendo pagado sus deudas, del modo más honroso que pudo, se retiró con su hija a la ciudad de Lucerna, donde vivió en el anonimato y en la miseria. Mi padre quería mucho a Beaufort, con una verdadera amistad, y lamentó mucho su retiro en circunstancias tan desgraciadas. También sentía mucho la pérdida de su compañía, y decidió ir a buscarlo e intentar persuadirlo de que comenzara de nuevo con su crédito y su ayuda.

      Beaufort había tomado medidas muy eficaces para esconderse y transcurrieron diez meses antes de que mi padre descubriera su morada. Entusiasmado por el descubrimiento, se dirigió inmediatamente a la casa, que estaba situada en una calle principal, cerca del Reuss. Pero cuando entró, solo la miseria y la desesperación le dieron la bienvenida. Beaufort apenas había conseguido salvar una suma de dinero muy pequeña del naufragio de su fortuna, pero era suficiente para proporcionarle sustento durante algunos meses; y, mientras tanto, esperaba encontrar algún empleo respetable en casa de algún comerciante. Pero durante ese período de tiempo no hizo nada; y con más tiempo para pensar, solo consiguió que su tristeza se hiciera más profunda y más dolorosa, y al final se apoderó de tal modo de su mente que tres meses después yacía enfermo en una cama, incapaz de moverse.

      Su hija lo atendía con todo el cariño, pero veía con desesperación cómo sus pequeños ahorros desaparecían rápidamente y no había ninguna otra perspectiva para ganarse el sustento. Pero Caroline Beaufort poseía una inteligencia poco común y su valentía consiguió sostenerla en la adversidad. Se buscó un trabajo humilde: hacía objetos de mimbre, y por otros medios pudo ganar un dinero que apenas era suficiente para poder comer.

      Transcurrieron varios meses así. Su padre se puso peor; la mayor parte de su tiempo la empleaba Caroline en atenderlo; sus medios de subsistencia menguaban constantemente. A los diez meses, su padre murió entre sus brazos, dejándola huérfana y desamparada. Este último golpe la abatió completamente y cuando mi padre entró en aquella habitación, ella estaba arrodillada ante el ataúd de Beaufort, llorando amargamente. Se presentó allí como un ángel protector para la pobre muchacha, que se encomendó a su cuidado, y después del entierro de su amigo, mi padre la llevó a Ginebra y la puso bajo la protección de un conocido. Dos años después de esos acontecimientos, la convirtió en su esposa.

      Cuando mi padre se convirtió en esposo y padre, descubrió que los deberes de su nueva situación le ocupaban tanto tiempo que tuvo que abandonar muchos de sus trabajos públicos y dedicarse a la educación de sus hijos. Yo era el mayor y estaba destinado a ser el sucesor en todos sus trabajos y obligaciones. Nadie en el mundo habrá tenido padres más cariñosos que los míos. Mi bienestar y mi salud fueron sus únicas preocupaciones, especialmente porque durante muchos años yo fui su único hijo. Pero antes de continuar con mi historia, debo contar un incidente que tuvo lugar cuando tenía cuatro años de edad.

      Mi padre tenía una hermana que lo adoraba y que se había casado muy joven con un caballero italiano. Poco después de su matrimonio, ella había acompañado a su marido a su país natal y durante algunos años mi padre no tuvo apenas contacto con ella. Por esas fechas, ella murió, y pocos meses después mi padre recibió una carta de su cuñado, que le comunicaba su intención de casarse con una dama italiana y le pedía a mi padre que se hiciera cargo de la pequeña Elizabeth, la única hija de su hermana fallecida. «Es mi deseo que la consideres como si fuera tu propia hija», decía en la carta, «y que la eduques en consecuencia. La fortuna de su madre quedará a su disposición, y te remitiré los documentos para que tú mismo los custodies. Te ruego que reflexiones mi propuesta y decidas si prefieres educar a tu sobrina tú mismo o encomendar esa tarea a una madrastra».

      Mi padre no lo dudó e inmediatamente viajó a Italia para acompañar a la pequeña Elizabeth a su futuro hogar. Muy a menudo oí decir a mi madre que, en aquel entonces, era la niña más bonita que había visto jamás y que incluso entonces ya mostraba signos de poseer un carácter amable y cariñoso. Estos detalles y su deseo de afianzar tanto como fuera posible los lazos del amor familiar determinaron que mi madre considerara a Elizabeth como mi futura esposa, y nunca encontró razones que le impidieran sostener semejante plan.

      Desde aquel momento, Elizabeth Lavenza se convirtió en mi compañera de juegos y, cuando crecimos, en mi amiga. Era tranquila y de buen carácter, pero divertida y juguetona como un bichito veraniego. Aunque era despierta y alegre, sus sentimientos eran intensos y profundos, y muy cariñosa. Disfrutaba de la libertad más que nadie, pero tampoco nadie era capaz de obedecer con tanto encanto a las órdenes o a los gustos de otros.

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