100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери

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100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери

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otras alteraciones poco a poco, y aunque se hubieran producido más pausadamente, no serían menos decisivas. El temor me invadió; me daba miedo avanzar, aterrorizado ante mil peligros ocultos que me hacían temblar, aunque era incapaz de describirlos.

      Me quedé en Lausana dos días, incapaz de seguir adelante. Contemplé el lago: las aguas parecían tranquilas; todo en derredor estaba en calma; y las montañas nevadas, los «Palacios de la Naturaleza», no habían cambiado. Poco a poco aquella calma y aquel paisaje celestial me reanimó, y continué mi viaje hacia Ginebra. El camino discurría junto a la orilla del lago, y se hacía cada vez más estrecho a medida que me acercaba a mi ciudad natal. Distinguí muy claramente las negras laderas del Jura y la brillante cumbre del Mont Blanc. Y lloré como un niño. «¡Queridas montañas…! ¡Mi precioso lago! ¿Cómo recibiréis a vuestro hijo pródigo? Vuestras cumbres son blancas, el cielo y el lago son azules… ¿Es esto un presagio de felicidad o una burla de mis desgracias?»

      Me temo, amigo mío, que le resultaré tedioso si sigo entreteniéndome en estos prolegómenos; pero aquellos fueron días de relativa felicidad, y los recuerdo con placer. ¡Mi tierra, mi amada tierra! ¿Quién, sino uno de tus hijos, puede comprender el placer que sentí al ver de nuevo tus arroyos, tus montañas y, sobre todo, tu precioso lago?

      Sin embargo, a medida que me acercaba a casa, la tristeza y el temor me invadieron. La noche se cerró a mi alrededor, y cuando apenas podía ver las oscuras montañas, mis sentimientos se tornaron más sombríos. Imaginé todos los peligros posibles y me convencí de que estaba destinado a convertirme en el más desdichado de todos los seres humanos. ¡Dios mío! ¡Cuánta razón tenía en mis presagios! Y solo me equivoqué en una única circunstancia: que, en todas las desgracias que imaginé y temí, no pude ni siquiera sospechar ni la centésima parte de la angustia que el destino me obligaría a soportar.

      CAPÍTULO 11

      Ya era noche cerrada cuando llegué; las puertas de Ginebra ya estaban cerradas; y decidí pernoctar en Secheron, una aldea que se halla a media legua al este de la ciudad. El cielo estaba sereno; y como me era imposible descansar, decidí ir a ver el lugar en el que mi pobre William había sido asesinado; mientras caminaba, vi que una tormenta se estaba formando al otro lado del lago. Vi cómo los rayos trazaban bellísimas figuras y subí a una colina desde la que podía ver cómo centelleaban. La tormenta avanzó hacia donde yo me encontraba, y pronto pude sentir cómo poco a poco iba cayendo la lluvia, al principio con gruesas gotas, aunque enseguida se desató con furiosa violencia.

      Me levanté y caminé, aunque la oscuridad y la tormenta se hacían más intensas a cada instante, y los truenos estallaban con un terrorífico estrépito. Se oían los ecos en la Salêve, en el Jura y en los Alpes de Saboya; violentos destellos de rayos me cegaban los ojos, e iluminaban el lago; entonces, durante un instante, todo parecía quedar sumido en la oscuridad, hasta que el ojo se recobraba del destello anterior. La tormenta, como sucede a menudo en Suiza, apareció en varios lugares del cielo a un tiempo. La parte más violenta se encontraba exactamente al norte de la ciudad, sobre la parte del lago que se extiende entre el promontorio de Belrive y el pueblo de Copêt. Otra tormenta iluminaba el Jura con débiles destellos; y otra oscurecía y a veces descubría la Mole, una montaña escarpada situada al este del lago.

      Mientras iba observando la tormenta —tan hermosa y, sin embargo, tan aterradora—, continué caminando con paso apresurado. Aquella noble batalla en los cielos elevaba mi espíritu; cerré los puños y exclamé a gritos: «¡William, mi querido ángel…! ¡Este es tu funeral, esta es tu elegía!» Cuando pronuncié esas palabras, entreví en la oscuridad una figura que se ocultó tras un grupo de árboles que había cerca. Permanecí observando fijamente, intentando divisar algo; seguro que no me había equivocado; el fulgor de un rayo iluminó aquello y me descubrió su gigantesca figura; y la deformidad de su aspecto, más espantosa que cualquier cosa humana, me confirmaron quién era. Era el engendro, el repulsivo demonio al que yo había dado vida. ¿Qué hacía allí? ¿Podría ser él el asesino de mi hermano? La simple idea me estremecía. Apenas esa sospecha cruzó mi imaginación, llegué a la conclusión de que era completamente cierta… mis dientes castañetearon, y me vi obligado a recostarme contra un árbol para mantenerme en pie. La figura pasó rápidamente frente a mí, y la volví a perder en la oscuridad. ¡Así que él era el asesino…! Nada que tuviera forma humana podría haber destruido la vida de aquel precioso niño. ¡Él era el asesino! No tenía ninguna duda. La simple existencia de aquella idea era una prueba irrefutable de los hechos. Pensé en perseguir a aquel demonio, pero habría sido en vano, porque otro relámpago lo iluminó y lo pude ver encaramándose entre las rocas de la pendiente casi perpendicular del Monte Salêve; enseguida alcanzó la cumbre y desapareció.

      Permanecí inmóvil; los truenos cesaron, pero la lluvia aún continuó cayendo, y la escena quedó envuelta en una impenetrable oscuridad. Volví a pensar una vez más en los acontecimientos que, hasta ese momento, solo había intentado obviar: todos los pasos que di hasta completar mi creación, el resultado del trabajo de mis propias manos, vivo y junto a mi cama, y su desaparición. Casi habían transcurrido dos años desde la noche en la que se le dio la vida, ¿y aquel había sido su primer crimen? ¡Dios mío! Había arrojado al mundo a un engendro depravado cuyo único placer era el asesinato y el crimen, porque… ¿acaso no había asesinado a mi hermano?

      Nadie puede imaginar la angustia que viví durante el resto de la noche, que pasé helado y empapado, a la intemperie. Pero no sentía las inclemencias del tiempo; mi imaginación estaba demasiado ocupada en escenas de maldad y desesperación. Pensé en el ser a quien había arrojado en medio de la humanidad y a quien había dotado de voluntad y de poder para ejecutar sus horrorosos proyectos, como aquel que había llevado a cabo, casi como si fuera mi propio vampiro, mi propio espíritu liberado de la tumba y obligado a destruir a todos aquellos que yo amaba.

      Amaneció, y dirigí mis pasos hacia la ciudad; las puertas estaban abiertas y me encaminé hacia la casa de mi padre. Mi primera idea fue comunicar a todo el mundo lo que sabía del asesino y proponer que se organizara una persecución inmediata. Pero me contuve cuando pensé en la historia que tendría que contar. Me había encontrado a medianoche en los precipicios de una montaña inaccesible con un ser… al que yo mismo había creado y al que había dotado de vida. La historia era de todo punto inconcebible, y sabía bien que si cualquier otro me la hubiera contado a mí, la habría considerado como el producto enloquecido de un delirio. Además, la extraña naturaleza de la bestia conseguiría eludir la persecución, aun cuando yo consiguiera que me creyeran y los convenciera para que la pusieran en marcha. Además, ¿de qué serviría una persecución? ¿Quién podría arrestar a una criatura capaz de escalar las paredes verticales del Monte Salêve? Estas ideas me convencieron y decidí guardar silencio.

      Eran alrededor de las cinco de la mañana cuando entré en casa de mi padre. Les pedí a los criados que no despertaran a la familia y fui a la biblioteca para esperar a que se hiciera la hora en que solían levantarse. Habían transcurrido cinco años —habían pasado como un sueño, salvo por una marca indeleble— y ahora me encontraba en el mismo lugar en el que había abrazado a mi padre por última vez antes de mi partida hacia Ingolstadt. ¡Querido y venerado padre! Aún me quedaba él. Observé un retrato de mi madre, que colgaba sobre la chimenea. Era una pintura histórica, un retrato realizado por encargo de mi padre, y representaba a Caroline Beaufort, desesperada de dolor, arrodillada junto al ataúd de su querido padre. Su atuendo era rústico, y sus mejillas aparecían pálidas; pero había un aire de dignidad y belleza que difícilmente admitía un sentimiento de compasión. Debajo de este cuadro había un retrato en miniatura de William, y se me saltaron las lágrimas cuando me detuve en él. Cuando así estaba absorto, entró Ernest… me había oído llegar, y había bajado apresuradamente a recibirme. Mostró una inmensa alegría al verme.

      —Bienvenido, mi queridísimo Victor —dijo—. Ah, ojalá hubieras venido hace tres meses: entonces nos habrías encontrado a todos alegres y contentos. Pero ahora somos tan desgraciados

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