100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери
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Generalmente descansaba durante el día y viajaba solo por la noche, cuando estaba seguro de hallarme lejos del alcance de los hombres. Sin embargo, una mañana, descubriendo que mi camino discurría por un bosque profundo, me aventuré a continuar mi viaje después de que ya hubiera amanecido. El día, que era uno de los primeros de la primavera, incluso consiguió animarme con la belleza de los rayos del sol y la dulzura de la brisa. Sentí que revivían en mí emociones de bondad y placer que parecían haber muerto; casi sorprendido por aquellas nuevas emociones, me dejé arrastrar por ellas y, olvidando mi soledad y mi deformidad, me atreví a sentirme feliz. Lágrimas de bondad de nuevo abrasaron mis mejillas, e incluso elevé con agradecimiento mis ojos humedecidos hacia el maravilloso sol que derramaba aquella alegría sobre mí.
Continué serpenteando por los caminos del bosque hasta que llegué al final, donde lo bordeaba un río profundo y rápido, en el cual muchos árboles dejaban caer sus ramas, ahora llenas de brotes de la reciente primavera. Allí me detuve, sin saber exactamente qué camino seguir, cuando oí voces que me obligaron a esconderme bajo la sombra de los cipreses. Apenas estaba oculto cuando una niña vino corriendo hasta el lugar donde estaba escondido, riendo y jugando como si huyera para escapar de alguien. Continuó su carrera junto al borde cortado del río, cuando de repente su pie resbaló, y cayó en los rápidos. Salí inmediatamente de mi escondrijo y, con un inmenso esfuerzo contra la corriente del río, la salvé y la arrastré de nuevo a la orilla. Estaba sin sentido; e intenté por todos los medios y con todas mis fuerzas reanimarla, cuando de repente me vi sorprendido por la llegada de un campesino, que probablemente era la persona de quien la niña huía jugando. Al verme, se abalanzó sobre mí, arrebatándome a la niña de los brazos, y huyendo hacia lo más profundo del bosque. Lo seguí rápidamente, apenas sé por qué; pero cuando el hombre vio que lo seguía de cerca, me apuntó con un arma que llevaba y disparó. Me desplomé en la tierra y él, aún más deprisa, se internó en el bosque.
Aquella fue la recompensa a mi bondad. Había salvado a un ser humano de la muerte y, como recompensa, ahora me retorcía entre horribles dolores por un disparo que me había destrozado la carne y el hueso. Los sentimientos de bondad y amabilidad que había albergado solo unos instantes antes dieron lugar a una furia infernal y al rechinar de dientes… inflamado por el dolor, juré odio eterno y venganza a toda la humanidad. Pero el dolor que me causaba la herida me venció, mi pulso se detuvo y me desmayé.
Durante algunas semanas llevé una vida miserable en aquellos bosques, intentando curarme la herida que había recibido. La bala me había perforado el hombro, y yo no sabía si aún permanecía allí o lo había traspasado; en cualquier caso, no tenía medios para sacarla. Mis sufrimientos aumentaron también por el opresivo sentimiento de injusticia e ingratitud que aquellos dolores suponían. Mis juramentos diarios clamaban venganza… una venganza absoluta y mortal, porque solo así podría compensar los ultrajes y el dolor que había sufrido.
Después de algunas semanas, mi herida curó, y continué mi viaje. Ni el brillo del sol ni las suaves brisas de la primavera pudieron aliviar ya los trabajos que tuve que soportar; toda alegría no era sino una burla para mí, que insultaba mi estado de desolación, y me hacía sentir más dolorosamente que yo no estaba hecho para la felicidad. Pero mis sufrimientos ya se acercaban a su conclusión, y dos meses después llegué a los alrededores de Ginebra.
Era casi de noche cuando llegué a las afueras de la ciudad, y me aparté a un lugar escondido en los campos que la rodean, para pensar en el modo de dirigirme a vos. Me encontraba abatido por el cansancio y el hambre, y me sentía demasiado desgraciado para disfrutar de las dulces brisas del atardecer o las vistas del sol poniéndose tras las imponentes montañas del Jura. En aquel momento, me alivió un ligero sueño, el cual fue perturbado por la aparición de un hermoso muchacho, que entró en mi escondrijo corriendo con la juguetona alegría de la infancia. De repente, cuando lo miré, una idea se apoderó de mí… que aquella pequeña criatura seguramente no tendría prejuicios y que había vivido muy poco tiempo como para haberse imbuido del horror hacia la deformidad. Así pues, si pudiera hacerme con él y educarlo como mi compañero y amigo, no me encontraría tan solo en este mundo lleno de gente. Apremiado por aquel impulso, agarré al muchacho cuando pasó y lo atraje hacia mí. En cuanto vio mi figura, puso las manos delante de los ojos y profirió un agudo chillido. Le aparté las manos de la cara por la fuerza y le dije:
—Muchacho, ¿qué haces…? No pretendo hacerte daño; escúchame…
Él luchaba ferozmente.
—¡Déjame! —gritó—. ¡Monstruo! ¡Monstruo horrible! ¡Quieres devorarme y destrozarme en mil pedazos…! ¡Eres un ogro! ¡Déjame, o llamaré a mi papá…!
—Chico… —le dije—, jamás volverás a ver a tu padre… Vas a venir conmigo.
Estalló en gritos furiosos:
—¡Monstruo espantoso…! ¡Déjame, déjame! Mi papá es magistrado… Es el señor Frankenstein… ¡Déjame! ¡No te atrevas a tocarme…!
—¡Frankenstein! —exclamé—. Entonces perteneces a mi enemigo, a aquel por quien he jurado venganza eterna… y tú serás mi primera víctima.
El muchacho aún porfiaba y me insultaba con gritos que solo conseguían llevar la desesperación a mi corazón. Lo cogí por la garganta para intentar que se callara, y un instante después yacía muerto a mis pies.
Observé a mi víctima, y una alegría y un triunfo infernal embargaron mi corazón… y mientras aplaudía, exclamé:
—Yo también puedo sembrar la desolación. Mi enemigo no es invulnerable; esta muerte lo hundirá en la desesperación, y miles y miles de desgracias lo atormentarán y lo destruirán.
Cuando clavé mis ojos en el muchacho, vi algo que brillaba en su pecho. Lo cogí. Era el retrato de una mujer hermosísima. A pesar de mi maldad, aquel retrato me calmó y atrajo mi atención. Durante unos breves instantes observé con deleite sus ojos oscuros y profundos, y sus adorables labios, pero de inmediato volvió a invadirme la ira: recordé que me habían privado para siempre de los placeres que criaturas como aquella podrían proporcionarme; y que aquella cuyo rostro contemplaba, si me mirara, habría cambiado aquel aire de divina bondad por un gesto de horror y repugnancia.
¿Acaso os sorprende que semejantes pensamientos me volvieran loco de rabia? Yo solo me maravillo de que en aquel momento, en vez de dar al viento mis emociones mediante inútiles exclamaciones y dolor, no me precipitara contra la humanidad y pereciera en mi deseo de destruirla. Mientras me sentía embargado por aquellos sentimientos, abandoné el lugar en el que había cometido el asesinato y busqué un escondrijo más apartado. En aquel momento vi a una mujer que pasaba cerca… Era joven, ciertamente no tan hermosa como la del retrato que yo tenía, pero de agradable aspecto y en la encantadora flor de la juventud y de la salud. Y pensé que allí iba una de aquellas sonrisas que se entregan a todo el mundo, excepto a mí. «No escapará a mi venganza; gracias a las lecciones de Felix y a las sanguinarias leyes de los hombres, he aprendido cómo hacer el mal.» Me acerqué a ella sin ser notado y coloqué el retrato a buen recaudo en uno de los bolsillos de su vestido.
Durante algunos días estuve merodeando por el lugar en el que se habían desarrollado aquellos acontecimientos, a veces deseando poder veros, y a veces decidido a abandonar el mundo y sus miserias para siempre. Al final me dirigí hacia estas montañas y he recorrido todas esas grutas inmensas, consumido por una ardiente pasión que solo vos podéis calmar. Y no podemos despedirnos hasta que me hayáis prometido cumplir con mis peticiones. Estoy solo y soy muy desgraciado. Nadie querrá estar conmigo, pero una mujer tan deforme y horrible como yo no me rechazaría. Ese es el ser que debéis crear para mí.
CAPÍTULO 9