Sangre y Arena. Vicente Blasco Ibanez
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Al ver a Gallardo después de larga ausencia, lo abrazó, estrujando su flácido abdomen contra aquel cuerpo que parecía de bronce. ¡Olé los buenos mozos! Encontraba al espada mejor que nunca.
—¿Y cómo va eso de la República, doctó? ¿Cuándo viene?—preguntó Gallardo con sorna andaluza—. El Nacional dice que ya está al caer; que será un día de estos.
—¿Y a ti qué te importa, guasón? Deja en paz al pobre Nacional. Más le valdría banderillear mejor. A ti lo que debe interesarte es seguir matando toros como el mismísimo Dios… ¡Buena tardecita se prepara! Me han dicho que el ganado…
Pero al llegar aquí, el joven que había visto el apartado y deseaba dar noticias interrumpió al doctor para hablar de un toro retinto que «le había dado en el ojo», y del que esperaba las mayores proezas. Los dos hombres, que habían permanecido largo rato solos en el cuarto y silenciosos después de saludarse, quedaron frente a frente, y Gallardo creyó necesaria una presentación. Pero ¿cómo se llamaría aquel amigo al que hablaba de tú?… Se rascó la cabeza, frunciendo las cejas con expresión reflexiva; pero su indecisión fue corta.
—Oye, tú: ¿cómo es tu grasia? Perdona… ya ves, ¡con tanta gente!…
El joven ahogó bajo una sonrisa de aprobación su desencanto al verse olvidado del maestro y dio su nombre. Gallardo, al oírle, sintió que el pasado venía de golpe a su memoria, y reparó el olvido añadiendo tras el nombre: «rico minero de Bilbao». Luego presentó al «famoso doctor Ruiz»; y los dos hombres, como si se conociesen toda la vida, unidos por el entusiasmo de la común afición, comenzaron a charlar sobre el ganado de la tarde.
—Siéntense ustés—dijo Gallardo señalando un sofá en el fondo de la habitación—. Ahí no estorban. Hablen y no se ocupen de mí. Voy a vestirme. ¡Me paece que entre hombres!…
Y se despojó de su traje, quedando en ropas interiores. Sentado en una silla, en medio del arco que separaba el saloncito de la alcoba, se entregó en manos de Garabato, el cual había abierto un saco de cuero de Rusia, sacando de él un neceser casi femenil para el aseo del maestro.
A pesar de que éste iba cuidadosamente afeitado, volvió a enjabonarle la cara y a pasar la navaja por sus mejillas con la celeridad del que está habituado a una misma faena diariamente. Luego de lavarse, volvió Gallardo a ocupar su asiento. El criado inundó su pelo de brillantina y esencias, peinándolo en bucles sobre la frente y las sienes; después emprendió el arreglo del signo profesional: la sagrada coleta.
Peinó con cierto respeto el largo mechón que coronaba el occipucio del maestro, lo trenzó, e interrumpiendo la operación, lo fijó con dos horquillas en lo alto de la cabeza, dejando su arreglo definitivo para más adelante. Había que ocuparse ahora de los pies, y despojó al lidiador de sus calcetines, dejándole sin más ropas que una camiseta y unos calzones de punto de seda.
La recia musculatura de Gallardo marcábase bajo estas ropas con vigorosas hinchazones. Una oquedad en un muslo delataba la profunda cicatriz, la carne desaparecida bajo una cornada. Sobre la piel morena de los brazos marcábanse con manchas blancas los vestigios de antiguos golpes. El pecho, obscuro y limpio de vello, estaba cruzado por dos líneas irregulares y violáceas, que eran también recuerdo de sangrientos lances. En un tobillo, la carne tenía un tinte violáceo, con una depresión redonda, como si hubiese servido de molde a una moneda. Aquel organismo de combate exhalaba un olor de carne limpia y brava mezclado con fuertes perfumes de mujer.
Garabato, con un brazo lleno de algodones y blancos vendajes, se arrodilló a los pies del maestro.
—Lo mismo que los antiguos gladiadores—dijo el doctor Ruiz, interrumpiendo su conversación con el bilbaíno—. Estás hecho un romano, Juan.
—La edá, doctó—contestó el espada con cierta melancolía—. Nos hacemos viejos. Cuando yo peleaba con los toros y con el hambre no necesitaba de esto, y tenía pies de hierro en las capeas.
Garabato introdujo entre los dedos del maestro pequeñas vedijas de algodón; luego cubrió las plantas y la parte superior de los pies con una planchuela de esta blanda envoltura, y tirando de las vendas comenzó a envolverlos en apretadas espirales, lo mismo que aparecen envueltas las antiguas momias. Para fijar esta operación, echó mano de las agujas enhebradas que llevaba en una manga y cosió minuciosamente los extremos de los vendajes.
Gallardo golpeó el suelo con los pies apretados, que parecían más firmes dentro de su blanda envoltura. Sentíalos en este encierro fuertes y ágiles. El criado se los introdujo en altas medias que le llegaban a mitad del muslo, gruesas y flexibles como polainas, única defensa de las piernas bajo la seda del traje de lidia.
—Cuida de las arrugas… Mira, Garabato, que no me gusta yevar bolsas.
Y él mismo, puesto de pie, intentaba verse por las dos caras en un espejo cercano, agachándose para pasar las manos por las piernas y borrar las arrugas. Sobre las medias blancas Garabato introdujo las de seda color rosa, las únicas que quedaban visibles en el traje de torero. Luego, Gallardo metió sus pies en las zapatillas, escogiéndolas entre varios pares que Garabato había puesto sobre un cofre, todas con la suela blanca, completamente nuevas.
Ahora comenzaba realmente la tarea de vestirse. El criado le ofreció los calzones de lidia cogidos por sus extremos: dos pernales de seda color tabaco con pesados bordados de oro en sus costuras. Gallardo se introdujo en ellos, quedando pendientes sobre sus pies los gruesos cordones que cerraban las extremidades, rematados por borlajes de oro. Estos cordones, que apretaban el calzón por debajo de la rodilla, congestionando la pierna con un vigor artificial, se llamaban los «machos».
Gallardo recomendó a su criado que apretase sin miedo, hinchando al mismo tiempo los músculos de sus piernas. Esta operación era una de las más importantes. Un matador debe llevar bien apretados los «machos». Y Garabato, con ágil presteza, dejó convertidos en pequeños colgantes los cordones enrollados e invisibles bajo los extremos del calzón.
El maestro se metió en la fina camisa de batista que le ofrecía el criado, con rizadas guirindolas en la pechera, suave y transparente como una prenda femenil. Garabato, luego de abrocharla, hizo el nudo de la larga corbata, que descendía como una línea roja, partiendo la pechera, hasta perderse en el talle del calzón. Quedaba lo más complicado de la vestimenta, la faja, una banda de seda de más de cuatro metros, que parecía llenar toda la habitación, manejándola Garabato con la maestría de la costumbre.
El espada fue a colocarse junto a sus amigos, al otro lado del cuarto, y fijó en su cintura uno de los extremos.
—A ver: mucha atención—dijo a su criado—. Que haiga su poquiyo de habiliá.
Y dando vueltas lentamente sobre sus talones, fue aproximándose al criado, mientras la faja, sostenida por éste, se arrollaba a su cintura en curvas regulares, que iban dando al talle mayor esbeltez. Garabato, con rápidos movimientos de mano, cambiaba la posición de la banda de seda. En unas vueltas la faja se arrollaba doblada, en otras completamente