Contra el autoritarismo. José Woldenberg
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República. El término remite a su antónimo la monarquía, un régimen en el cual el derecho hereditario encumbra al jefe del Estado. Por el contrario, república alude a una necesaria legitimación del poder a través del voto popular e implica una cierta división de poderes y un marco normativo que regula a las instituciones estatales. En ese terreno, el asunto no da ni para un mal chiste. Ahora bien, la nuestra es una República presidencial, eventualmente podría transformarse en parlamentaria, pero no creo que el deseo de la presente administración vaya por ahí.
Democrática. La democracia supone gobiernos y legislativos electos. Pero implica también poderes regulados, divididos funcionalmente, vigilados y con recursos para que los ciudadanos puedan defenderse de los eventuales excesos de la autoridad. Lo primero es un consenso sólido. Pero lo segundo parece que no es muy apreciado por el gobierno. No son pocos los casos de comportamientos discrecionales que hacen a un lado la aplicación de la ley; hay un resorte bien aceitado que busca la concentración del poder y desdeña a los otros poderes e instituciones estatales; cada denuncia de un comportamiento ilícito por parte de la autoridad, realizado por la prensa, alguna organización o un órgano autónomo del Estado, es leída como una agresión; y las descalificaciones a tribunales y jueces cuando no acompañan la voluntad presidencial, se están naturalizando de manera preocupante. O sea que, en materia democrática, a lo mejor el cambio de régimen supone una nueva concentración del mando y un debilitamiento de los contrapesos que se han edificado en la etapa reciente.
Representativa. Hace alusión a que los legisladores y el presidente son representantes del pueblo. Pero también a que la pluralidad de corrientes políticas debe estar representada en los órganos legislativos y en los cabildos. Y, sin embargo, los votos de los ciudadanos al traducirse en escaños sufrieron una alteración al no respetarse el dictado constitucional que impone que entre unos y otros no puede existir una diferencia mayor del 8 por ciento. Y vulnerando ese dictado con una triquiñuela, con menos del 38 por ciento de los votos, Morena tiene hoy en la Cámara de Diputados mucho más de la mitad de los asientos. Así que ojalá el cambio de régimen no sea el anuncio de la construcción de una mayoría sin el respaldo de su respectiva votación.
Federal. El nombramiento de “superdelegados” encargados de operar los principales programas asistenciales del gobierno federal, sin pasar por los gobiernos locales o municipales, es un desconocimiento de facto de la estructura federal que diseña la Constitución. ¿El cambio de régimen supone un nuevo o renovado centralismo?
Laica. Presume no sólo la escisión entre los asuntos de la fe y los de la política, sino que las estructuras de ambas (Estado e Iglesia) no deben ser confundidas. Por ello, que una coalición de entidades religiosas sean las encargadas de repartir material del gobierno (la Cartilla moral) vulnera el principio de laicidad. ¿El cambio de régimen supone reblandecer el laicismo?
Ojalá todos (gobiernos, partidos, organizaciones sociales, etcétera) pudiéramos coincidir en una tarea común: fortalecer la República democrática, representativa, federal y laica. Y ojalá esa definición estratégica, que a todos cobija, no sea vulnerada desde el gobierno.
IV. Debilitamiento del Estado
Si en materia de la estructura del Estado que delinea la propia Constitución no sabemos cabalmente lo que desde el gobierno se quiere transformar y lo que se desea conservar, lo cierto es que sus acciones están debilitando –erosionando– la institucionalidad estatal.
Pregunto: ¿Alguien sabe de manera puntual lo que al final del presente gobierno se habrá deteriorado o destruido o fortalecido de esa constelación de instituciones que por economía de lenguaje llamamos Estado? ¿Lo sabe el Presidente? ¿Lo están midiendo en la Secretaría de Hacienda? ¿No sería conveniente hacerlo público? ¿Conocer cómo imaginan que será el Estado en 2024? Porque los despidos, la disminución de salarios, la clausura de programas, la reestructuración de secretarías y dependencias, la cancelación de contratos, algún impacto tendrá en el funcionamiento de las instituciones del Estado.
Se han sustraído recursos a diestra y siniestra para invertirlos en otras prioridades. Y en efecto, dado que los recursos son escasos para el cúmulo de necesidades que hay que atender, en principio puede ser racional una reasignación. Pero nadie se ha tomado la molestia de explicar la guía completa de esa operación. De dónde salen y a dónde se dirigen. Qué se logra y qué se dilapida en cada caso.
Sabemos, en términos generales, que el gobierno impulsa tres grandes proyectos de infraestructura: el aeropuerto de Santa Lucía, la refinería de Dos Bocas y el Tren Maya; que desea recapitalizar a PEMEX y fortalecer y ampliar programas sociales de transferencias monetarias. Sabemos también que se clausuraron las estancias infantiles, los centros públicos de investigación han visto disminuir sus presupuestos, los salarios de los funcionarios públicos han sido rebajados, se han cerrado comedores comunitarios, la promoción turística se evaporó, los órganos estatales autónomos hoy reciben menos recursos que en el pasado, en los hospitales públicos se han incrementado las carencias, desapareció el INEE, proyectos de investigación relevantes han sido suspendidos, el dinero para la cultura será menor, funcionarios que trabajaban bajo el régimen de honorarios (una forma tradicional de no reconocer derechos) han sido despedidos, y sígale usted.
¿No sería entonces pertinente hacer un balance de lo que se gana y pierde con ese manejo presupuestal? Porque es de temer que sin suficientes instrumentos de navegación la desembocadura de la actual política puede resultar desastrosa. Recordemos, porque al parecer hace falta, que muchas de las instituciones son fruto de largos años de inversión en recursos materiales y capacitación y profesionalización de su personal.
Lo que tenemos a cambio es un discurso gubernamental vaporoso que conjuga en diferentes dosis nociones generales indeterminadas. Se trata –dicen– de combatir la corrupción (sin duda una realidad, pero que conforme pasa el tiempo más bien parece una coartada). Por ejemplo, se afirmó que en las nóminas el treinta por ciento eran “aviadores”. ¿Podríamos conocer dependencia por dependencia las cifras? ¿O se trató más bien de un cálculo silvestre? (Bueno en términos publicitarios, pero insuficiente para evaluar esa realidad).
No parecen existir diagnósticos finos de lo que sucedía en cada dependencia (y si existen se encuentran a buen recaudo), por lo que se ha procedido a recortes generales, “buenos” para lo que funciona y no tanto para lo que resulta estratégico y lo que puede ser superfluo, lo que tiene una importante reverberación social y lo que resulta inútil. Todo, al parecer, pasa por el mismo rasero y la barredora se está llevando lo bueno, lo malo y lo feo.
Los indicios parecen apuntar a un Estado más pequeño, con capacidades mermadas y más ineficiente para cumplir con muchas de sus tareas. Y el problema se agrava porque en el gobierno no parece existir vida colegida, en la cual se discutan y valoren con suficiencia los diferentes diagnósticos e iniciativas.
V. Hiperpresidencialismo
Todo parece indicar que el despliegue del gobierno nos puede llevar a una especie de hiperpresidencialismo parecido al del pasado no tan lejano. Por ello quizá valga preguntarse: ¿Por qué no sólo en México, sino en muchas partes del mundo, los presidentes se sienten, hablan y actúan como si estuvieran por encima de las instituciones