Geografías imaginarias y el oasis del desarrollo. Enrique Aliste

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Geografías imaginarias y el oasis del desarrollo - Enrique Aliste

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norte chileno posee «vocación minera», como si el territorio tuviese una inspiración natural, divina, en cierto modo, una suerte de oficio innato? O siguiendo con aquellas arquitecturas que legitiman el perfil del desarrollo, no es necesario preguntarse ¿qué hay detrás de la imagen de naturaleza prístina con que se proyecta la Reserva de Vida de Aysén? ¿Qué opinarán los antiguos habitantes-colonos que hoy están siendo expulsados, paradójicamente en nombre de la naturaleza, por nuevos eco-colonos que comienzan a concentrar la propiedad en lo que podríamos denominar la (nueva) hacienda (verde) del siglo XXI? Y, sin embargo, cuando hablamos de Aysén o Patagonia, la imagen sólida de Reserva de Vida parece eclipsar otras interpretaciones, otros lenguajes u otras posibilidades. Allí el desarrollo es «verde». Pero no solo eso, también «salva al mundo».

      En este contexto, nos interesa resaltar lo siguiente: que el saber geográfico imaginado para Chile se ha configurado desde una proyección instalada en ciertos marcos ideológico-culturales, o, lo que es similar, desde ciertas utopías y promesas, recuadros que son a su vez órdenes sociales, y que poco dialogan con «otros Chiles» que también existen, son reales y dan cuenta de otras formas de habitar que se desenvuelven más allá de la imagen que lo proyecta. En otras palabras, el espejo social que ha imaginado geográficamente a Chile ha olvidado lo que hay allí en la experiencia e historicidad del habitar, lo que hay allí de irrepetible e intransferible. En contrapartida, se ha fabricado un Chile imaginario, una Geografía imaginaria que ha ido de la mano de una promesa del desarrollo; en el fondo, una invitación que se traduce en un discurso que requiere ser fijo, estático, repetible, transferible y posible para el resto de los ciudadanos de la nación, de manera que la idea de Chile sea aquella que la nación proyecta en y a través de su territorio para el conjunto de la sociedad. Es por esto que, desde nuestro punto de vista, el Chile del desarrollo, del progreso o del éxito ha necesitado construir imágenes inamovibles en torno al agua, a las zonas de sacrificio, a reservas «verdes» o a la productividad minera como requisitos indispensable para caminar hacia un futuro seguro, ordenado y estable.

      Tal vez por lo dicho con antelación es que las palabras de Roberto Bolaño adquieren tanto sentido: «todo país, de alguna forma, deja de existir alguna vez». En ella, estimamos, es posible reflejar un espíritu controversial a la idea que ronda en el imaginario común y que nos remite a una geografía inmóvil, inerte, objetiva o definitiva, donde tanto el territorio como el mapa actúan como verdad revelada, como puesta en escena que colabora en consolidar discursos que muchas veces, tal vez la mayoría de las veces, poco y nada se relacionan con el territorio mismo. El desarrollo parece estar en otros continentes, en otras latitudes. Desde esta perspectiva, es posible afirmar que el significado del espacio menos tiene que ver con el espacio mismo que con significados e imágenes que surgen de procesos sociales, de proyecciones ideológicas o cuyos soportes están anclados en relaciones de fuerza en el ámbito del poder.

      Aquella condición de inexistencia subrayada por Bolaño, creemos que puede ser leída como la que entrega un carácter especial a lo que somos como país en la actualidad. Es decir, aquella ficción se asoma a través de una geografía inventada y que se transforma en una eternidad propia radicada al interior de unas fronteras dibujadas por la divina acción de alguna fuerza misteriosa que nos ha definido de esta forma: una larga y angosta faja de tierra. Pero Bolaño nos lanza esa pista maravillosa y que se ajusta a la idea de este libro: todo país, de alguna forma, deja de existir alguna vez, precisamente porque es el resultado de la acción con que observamos, sentimos y cómo damos contenido a dicha existencia. Hay lanzado allí, por tanto, un desafío: el sospechar de la imagen sólida y fuerte y ofrecer una nueva perspectiva de esas imágenes que se instalan como definitivas, incuestionables. Tal vez ya sea hora de dar existencia a este país y comenzar a soñar otra vez desde y en el territorio mismo, así como desde ordenes sociales distintos.

      II

      El conocimiento no es neutro. No es algo que usted tenga contenido desde siempre. El conocimiento se construye, se va produciendo en marcos, en contextos, en trayectorias.

      El conocimiento, que podríamos llamar «saber», es también geopolítica, es decir, es necesario verlo desde la arqueología que lo fabrica. Desde tal perspectiva, la imagen se produce desde órdenes discursivos y culturales que apelan a dar autoridad a la visión, como planteó el geógrafo inglés Denis Cosgrove. De este modo, lo que usted ve como evidente precisamente busca ser articulado con la constancia de un orden, de un marco, de un patrón, de una simetría.

      ¿Es evidente lo que vemos?

      Sí, por una parte, sí. Porque no somos conscientes de la mediación, de la interferencia que producen las imágenes en nosotros. Así, cuando vemos la cordillera de Los Andes desde Santiago, vemos también la imagen de una frontera nacional que nos permite delinear nuestro hogar, el yo nacional. Ese hogar existe, qué duda cabe. Y, sin embargo, no preexiste a su proceso de construcción de sentido. Hay allí, por tanto, un arraigado camino de colonización del saber que hace que al ver a Los Andes sepamos que es el límite de nuestro hogar nacional. La montaña, Los Andes, por tanto, es mediada, intervenida, por la imagen que la nación ha ido proyectando en ella: el espectador, como en un espejo, observa la imagen que se presenta, pero al mismo tiempo es observado por la representación, lo que hace que se sienta parte de la «comunidad nacional».

      En 1895, por ejemplo, el influyente diplomático e ingeniero-geógrafo Eduardo de la Barra manifestaba que «la Naturaleza puso entre ambas naciones (Chile y Argentina) la gran cordillera nevada de Los Andes para dividir sus tierras y sus aguas, por la «raya» imborrable de la cumbre». En otras palabras, proyectaba en la cordillera un hito impuesto por la naturaleza para definir a las naciones. ¿Tenía –o contenía– «la naturaleza» el sentido de lo nacional? ¿Era la naturaleza chilena o argentina? Claro que no, dirá usted, ¡qué absurdo suena!, y sin embargo en la actualidad en Chile la cordillera de Los Andes conserva la imagen de una barrera, línea o raya cuya omnipresencia natural sirve para separar dos naciones, la chilena y la argentina. Esa imagen solo se esfuma, y en las últimas décadas lo hace seguido, cuando nos sentimos parte de otra comunidad: la global.

      La escala de aquella representación, como puede verse, es de nivel nacional. ¡Pero esa imagen fue construida desde la capital, Santiago! La frontera es antes una frontera cultural o discursiva que una frontera material. Hay allí un tema de fondo en nuestro planteamiento. Tanto así que, en definitiva, la frontera no deja ver la montaña, quedando relegada a su función política.

      En la práctica, sin embargo, Los Andes es muy porosa en el resto del territorio nacional. Antes y hoy Los Andes vive una serie de intercambios, conflictos, circulaciones o vínculos de un lado y otro, por lo que, en la práctica, proyecta en escalas menores o locales, más que una barrera, un área de soporte de relaciones sociales y culturales. Pero estas prácticas quedan sometidas a la imagen rígida de la frontera política, es decir, de Los Andes como barrera, línea, biombo o raya.

      ¿No surgen otras tantas imágenes desde Santiago? ¿No implican esas imágenes modos de comprensión, de colonización o disciplinamiento social que nos impide sospechar de su proceso de construcción?

      Con la imagen del desarrollo se da un proceso similar. Esa sólida imagen está arraigada, podríamos decir, «hasta los huesos». Por lo tanto, se nos aparece como evidente e incuestionable. Y nos resulta así porque observamos síntomas, pruebas que hacen que la imagen se torne sólida. Es una imagen, en cierto modo, palpable y comprobable en el día a día. Hay innumerables artefactos que nos colocan en la trayectoria del desarrollo: aquí están las tiendas prestigiosas del mercado global (H&M y otras), aquí se paga con dinero plástico, aquí hay más de un smartphone por habitante, aquí hay muchos plasmas en frágiles casas, aquí hay facilidad para acceder al crédito («¡solo debe apretar un clic!»); aquí está la torre más alta de Latinoamérica, etc. Pero no solo eso, hay otras escalas

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