Guerra, política y derecho. Armando Borrero Mansilla

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Guerra, política y derecho - Armando Borrero Mansilla CIENCIAS JURÍDICAS Y POLÍTICAS

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cuestiones morales giran, en primer lugar, sobre el derecho que tienen los pueblos colonizados a constituir Estados propios, y en segundo lugar, al supuesto derecho de los grupos revolucionarios a disponer de medios y métodos prohibidos para hacer la guerra, con el argumento de necesidad hecha virtud: si no disponen de recursos iguales a los del enemigo, pueden apelar a lo no convencional para promover sus objetivos. Más peso ha tenido el primero, apoyado por el anticolonialismo creciente en el siglo XX. Más difícil de aceptar el segundo, por razones de humanidad.

      Pero no se detienen allí los embates al derecho. Otras facetas del problema emergen y anticipan lo que sucede en el mundo actual bajo la forma de las guerras desreguladas de todo tipo, especialmente las llamadas de manera novedosa con un concepto que describe mejor la confusión, el de “guerra híbrida”. Este concepto no solo da cuenta de las posiciones de los bandos no estatales, sino que engloba la conducta de Estados que justifican una defensa basada en formas que subvierten el derecho que supuestamente deberían guardar los Estados. Incluye también conflictos en los cuales surge otra modalidad, la constituida por grupos, más delincuenciales que rebeldes, enfrentados a los Estados. Si bien no tienen propósito político, producen consecuencias políticas y pueden, eventualmente, ligarse a conflictos políticos, lo que lleva al extremo las confusiones de la era que comienza en el siglo XXI.

      En el trasfondo están las mutaciones del Estado. El Estado nacional moderno sigue vivo, en medio de su crisis, como el marco regulatorio más importante de la vida social en todo el planeta. Pero ha desaparecido la soberanía excluyente del Estado westfaliano, al compás de la globalización de la economía, la cesión de soberanía a instancias supranacionales y las enormes disparidades de poder entre los Estados. Esa pérdida de la soberanía excluyente y sacralizada –que en muchos aspectos es un avance de la política internacional– tiene hoy una piedra de toque que es una espada de doble filo: el derecho de intervención en los asuntos internos de los Estados cuando se dan situaciones límite por causa de conflictos. La soberanía se limita y hasta se anula cuando se llega al punto de justificar la intervención armada en Estados soberanos, bajo la forma de “intervención bélica humanitaria”, derecho de nuevo cuño en el mundo de hoy. El segundo filo de la espada es la doble moral con la que se toma la decisión de la intervención: no hay un rasero uniforme para todos los conflictos.

      La crisis del Estado tiene las consecuencias mencionadas y otras más. La principal para el objeto de este trabajo es el surgimiento de guerras promovidas por grupos sin fundamento nacional alguno, guerras que se hacen en nombre de colectivos identificados por la cultura y la civilización, la religión, la raza o la ideología. Tal es el mundo en que vivimos: un mundo de cambio incesante en el que una parcela inestimable del derecho, el derecho de la guerra, se erosiona.

      El segundo ensayo se refiere a la crítica del pensamiento sobre la guerra. El tema es la vigencia del pensamiento de Carl von Clausewitz. El ensayo defiende la pertinencia y la utilidad esclarecedora de la obra clásica del gran teórico de la guerra. El pensamiento de Clausewitz ha sufrido toda clase de embates descalificadores, sin que el edificio conceptual se haya derrumbado.

      Se da en la historia del pensamiento un fenómeno de apariencia curiosa y más frecuente de lo que se supone comúnmente: que una obra sea leída y mejor comprendida por el bando contrario al de su autor. La obra de Clausewitz, un militar monárquico y conservador, ha sido menos comprendida por sus afines ideológicos que por los bandos revolucionarios contrarios a su visión. Fue la izquierda revolucionaria la que entendió el potencial de la definición de la guerra hecha por el general prusiano; fueron Lenin y Mao quienes dieron a la concepción clausewitziana su justa interpretación. Lo esencial de la obra es que la guerra es la política misma, y que esta tiende a los extremos. No necesariamente la política de un Estado: la de un partido político, de una clase social, de un grupo cualquiera. Los límites para frenar la marcha a los extremos, los que pretenden establecer el derecho de la guerra y la idea de la regularidad, pueden ser vistos de una manera diferente a la que impone un derecho positivo, cuando la guerra se califica, desde la ideología, como justificada por unos fines y llevada a cabo por irregulares. Desde la segunda mitad del siglo XX, la irregularidad crece y se enseñorea de la guerra.

      El tercer ensayo se centra en otra definición de Clausewitz: la defensa es la forma más fuerte de la guerra. Durante la Guerra Fría, no faltaron los críticos que vieron en la teoría del “balance estratégico” una negación del aserto expuesto en De la guerra. El ataque podía ser la forma más fuerte. Llegó a acariciarse la ilusión de poder asestar un primer golpe que paralizara la posibilidad de una réplica enemiga, ilusión peligrosa entre superpotencias atómicas. Pero la lógica restableció la primacía de la formulación inicial. Para que el ataque sea la opción preferida, se necesita una superioridad notable que asegure el éxito. Por tanto la defensa es, puntualmente, en cada situación específica, la forma que alcanza el éxito con menos fuerzas en juego.

      La relación ataque-defensa es compleja y Clausewitz no dejó de ver que, a lo largo de una guerra, debe llegar el momento de la ofensiva decisiva. Pero la defensa puede ser vista como la manera de desgastar la superioridad de un contendor y como factor de cambio en el balance estratégico para pasar al ataque. La formulación de Clausewitz no es ocasión para meras especulaciones teóricas. Es fundamento de políticas disuasivas, capaces de prevenir la guerra, y por eso tiene sentido debatir tanto su permanencia como su pertinencia en la construcción de las políticas de defensa y seguridad.

      El cuarto ensayo aborda el examen de las políticas que llevaron a la tragedia europea que fue la Primera Guerra Mundial. La teorías de Clausewitz sobre la naturaleza política de la guerra encontraron su confirmación en la realidad cuando, tanto conformaciones gubernamentales que separaban política interna, diplomacia y establecimientos militares, como planeamientos militares que no tomaron en cuenta las realidades políticas, llevaron al desastre todo un orden internacional: desaparición de tres Imperios, muerte y desolación en una escala no vista antes, y ruina moral de todo un continente.

      Alemania y Rusia fueron los mejores ejemplos de ese divorcio previo a las decisiones sobre la guerra y la paz. El Gobierno alemán fue a la guerra conscientemente: quería un Imperio en el Oriente europeo. La guerra era el camino, pero no se les escapaba a los dirigentes de la época el peligro que significaba una guerra en dos frentes. Para evitarlo, planearon atacar primero a Francia y derrotarla –según el plan– en seis semanas, mientras Rusia, cuya movilización se sabía lenta, se preparaba para pasar a la ofensiva. Como atacar la fortificada frontera germano-francesa era riesgoso en alto grado, no tuvieron mejor idea que atacar por Bélgica, la región más vulnerable de las fronteras orientales francesas.

      Era un plan militar sobre mapas, no sobre realidades, y menos sobre realidades de política. Así como los alemanes no querían una guerra en dos frentes, tampoco querían que el rival más fuerte, el Imperio británico, interviniera en el conflicto. Consiguieron lo uno y lo otro. La guerra corta que previeron se convirtió en una larga de cuatro años.

      El gobierno del canciller alemán Bethmann Hollweg se enteró del plan quince días antes de comenzar la guerra. El Estado Mayor no reportaba a la cabeza política del Gobierno alemán sino directamente al Emperador, cuyas capacidades eran, por decir lo menos, discutibles. Los militares diseñaron, sin intromisión alguna de la administración civil, un plan puramente militar. Invadir Bélgica era provocar la intervención de la Gran Bretaña como Estado garante de la neutralidad belga. No solo esa garantía jugaba a favor de ir a la guerra. También la tradición histórica de las intervenciones británicas por siglos, cada vez que una gran potencia continental pretendía asentarse en las costas flamencas. Cambiar un plan con los ejércitos en movimiento era renunciar a la guerra hasta nueva oportunidad. Solo quedó la esperanza incierta de que los británicos no intervinieran. Pero cruzar los dedos no ha sido nunca una estrategia comprobada para convertir deseos en realidades. Alemania obtuvo lo peor de lo que no quería: enfrentar no solamente a Francia, sino también a una potencia más fuerte.

      En 1916 pudo haberse negociado. Pero el Imperio alemán no cedía en sus objetivos

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