Retrato del artista pigmeo. Edgar Aguilar

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Retrato del artista pigmeo - Edgar Aguilar Narrativa

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Con el asunto de la carne, el jamón o cualquier otra cosa consistente era en cierta forma parecido, aunque se debiera básicamente a que sólo se compraba un poco de esto y otro poco de aquello. Si uno deseaba repetir una ración de bistec a la hora de la comida, sencillamente no había más bistec. Si uno deseaba prepararse un sándwich con jamón por la noche, no había más jamón. Y así con casi cualquier alimento que nos gustara. Todo era muy medido. Yo sospechaba que mi madre lo hacía no tanto por moderarse con los gastos de la casa sino por su idea desproporcionada y un tanto absurda de que ciertos alimentos en exceso eran dañinos para la salud. Pero lo que sí fue una realidad es que yo siempre me sentía hambriento. De continuo, ansiaba comer más de todo aquello que me gustaba, me hiciera bien o mal a mi salud. Entonces me refugiaba en los dulces. Los dulces suplieron honrosamente esa falta de consistencia en mi estómago. Los dulces robustecían, por decirlo de algún modo, mi dieta, aligerando mi hambre. Hurtaba unas monedas a mi madre de su monedero y corría a la tienda por chicles, paletas y frituras, estas últimas cuando me alcanzaba el dinero, y me los echaba a la bolsa como un portentoso botín que, con su delicioso sabor, color y textura me sacaba de apuros. Llegó el día en que no podía prescindir de mis alimentos. Las golosinas, en este sentido, restituyeron esa parte de vitaminas y proteínas y de toda esa energía que mi cuerpo necesitaba y que mi madre tendió, fueran válidas o no sus razones, a negarme. Mi debilidad cotidiana y acostumbrada se acrecentaba entonces, o por lo menos eso pensaba, mientras no tuviera un dulce o chicle en la boca. No sé cuánto tiempo duró mi adicción a las golosinas. Supongo hasta que mi madre descubrió mis robos de su monedero, que dejaba siempre en la cocina. Debo aquí sin embargo aclarar que no era de ningún modo aficionado al hurto. Nunca robé otra cosa que no fueran algunas monedas para mi provisión de golosinas, que requería, como he dicho, prácticamente para seguir viviendo, aunque mi agotamiento no disminuyera del todo.

      5

      Por un breve periodo trabajé en la tienda de un tío, hermano de mi madre. Mi tío Eduardo, a quien le llamaban simplemente Lalo. Mi tío Lalo contaba con una buena tienda de abarrotes en la que vendía también toda esa clase de cosas que hace mucho tiempo aún se podían encontrar en las tiendas de los pueblos: mecate, comales, muñecas, grasa para zapatos, huaraches, manteca de cerdo, insecticidas, sombreros, frascos de vidrio, hilos, agujas, entre un montón de artículos diversos y coloridos que en cierta forma me recordaban por su variedad a la ferretería de mi padre, aunque a mí me gustaba mucho la tienda de mi tío y me sentía muy a mis anchas en ella, mientras que la ferretería de mi padre siempre la detesté. Además, el olor de la tienda de mi tío me agradaba sobremanera, entre dulce y natural, todo lo contrario al olor acre, sintético, químico y nauseabundo de la ferretería. Pero el tiempo en que trabajé con mi tío, aunque no recibía un salario, fue cuando vivíamos ya en la casa-galera y luego en la casa normal, de modo que la tienda ya no era lo que había sido antes, en sus buenos tiempos. Aun así, casi todas las tardes después de la escuela me presentaba con mi tío y le ayudaba a acomodar jabones, sopas, huevos, detergentes, cloros, aceites y toda esa variedad de productos que las mamás requerían en su vida diaria. También despachaba tras un gran mostrador y sabía dar el vuelto. Mi tío Lalo era bastante dormilón y atrás de la tienda, en un pequeño cuarto repleto de rejas de refrescos que hacía de bodega, tenía una cama individual en donde acostumbraba tomar una siesta mientras yo me hacía cargo de la tienda y de la clientela, que cada vez era menos frecuente. Mi paga por mis servicios en la tienda consistía en algunos dulces, que mi tío acostumbraba guardar en frascos de vidrio. Realmente me entusiasmaba estar en la tienda por las tardes, incluso los fines de semana. A veces sólo permanecía un rato, un par de horas, pues también tenía que salir a jugar a La planilla, pero había días en que me quedaba toda la tarde y me marchaba hasta oscurecer. Para llegar a la tienda de mi tío había dos formas: una por el lado de enfrente, yéndome de mi casa por la carretera principal del pueblo; la otra, por el lado de atrás, caminando de mi casa a la casa de mis abuelos, y del patio trasero de ésta recorrer una pequeña finca de café que daba a la parte posterior de la tienda. La segunda forma era más corta que la primera, de modo que por lo común tomaba esta vía, sólo que tenía un serio inconveniente: la impenetrable oscuridad de la noche. La finca que conectaba la casa de mis abuelos con la tienda de mi tío era tremendamente oscura por las noches. En no pocas ocasiones tuve que recorrer ese tramo de finca con las tinieblas encima. Había un delgado camino de ladrillo que serpenteaba y que yo me sabía casi de memoria, de tanto transitarlo, en medio de las masas oscuras que formaban a los costados las matas de café, los platanales, algunos esqueléticos naranjales y los árboles de chalahuite de tupidas hojas. No recuerdo con exactitud por qué al anochecer decidía hacer este recorrido, salvo quizá por la distancia que me resultaba más corta, y no prefería tomar la carretera principal para trasladarme a mi casa. Sea como fuere, lo cierto es que me aterraba cruzar ese tramo de finca. Pero al atravesarlo, me provocaba un extraño placer. Así, esto es lo que hacía: en el alero de la parte trasera de la casa de mis abuelos, siempre por las noches se encendía un foco que iluminaba débilmente el patio, el cual era bastante amplio. Al salir de la tienda, miraba directa y penetrantemente el foco que se veía a cierta distancia entre las ramas de los árboles. Era un pequeño punto de luz que trataba de no perder de vista. Entonces respiraba profundo, cerraba un segundo los ojos, y al abrirlos corría como endemoniado guiándome por la pálida luz del foco de la casa de mis abuelos. Sentía cómo mi respiración se agitaba, y por momentos bajaba la vista y veía mis piernas recorrer frenéticamente el camino de ladrillo, que apenas y distinguía, alzaba de nuevo la vista y seguía corriendo a toda prisa sin atreverme a mirar a los lados. Casi al llegar al patio de la casa de mis abuelos se encontraba a un costado el gallinero de la abuela, que era señal de que prácticamente me hallaba a salvo, pero por otra parte me sobresaltaban los extraños ruidos que producían las gallinas al acomodarse o moverse en sus troncos en los que solían dormir. No sé ahora en realidad cuánto me llevaba atravesar la finca, pero se me hacía un tiempo infinito. Al cruzar el patio, cubierto de sudor: siempre he sudado de forma un tanto exagerada, aunque sea con un mínimo de esfuerzo físico, y aún agitado, percibía a veces la luz de la cocina encendida y esto me tranquilizaba sobremanera. Dejaba atrás el oscuro patio-zaguán, abría el portón y salía a la calle. De allí se podía ver ya mi casa. Y yo me sentía satisfecho conmigo mismo. Casi un héroe. Esto duró todo el tiempo que trabajé en la tienda de mi tío, hasta que dejé de hacerlo, un poco en contra de mi voluntad. Un día regresé temprano por la tarde a casa luego de cumplir mi jornada en la tienda. Mi madre me esperaba. Se le notaban los ojos rojos, había llorado, cosa muy rara en ella, y se encontraba visiblemente alterada. Sin decir agua va me zarandeó y me dio una tunda increíble y, sólo después de haberme tundido, me explicó el motivo. Alguien le había dicho que yo tenía la manía de extraer dinero de la tienda de mi tío. Más que el dolor de la paliza, me dolía que mi madre pensara y creyera eso. Me preguntó si era verdad. No le respondí, pues estaba claro que ella pensaba que era verdad. Me jaló de los cabellos y me obligó a confesarle si era verdad. Como yo seguía sin responder, se echó a llorar y a decir que era una vergüenza que un hijo suyo robara. Quizá por mis antecedentes de los continuos hurtos a su monedero era justificable y razonable que mi madre dudara de mí. Pero yo me sentía triste y ofendido. Yo era incapaz de robarle nada a nadie. Entonces me atreví a preguntarle que quién le había ido con el chisme de que yo era un vulgar ladronzuelo de poca monta que le robaba dinero a su tío mientras éste dormitaba confiadamente en su cama del cuartito de la bodega. Como toda respuesta recibí un tremendo bofetón que me alcanzó la nariz y me hizo estornudar. Corrí para que no me viera llorando. Y el asunto de los supuestos robos y las idas a la tienda de mi tío por la tarde después de la escuela terminaron allí. Yo sabía o sospechaba sin embargo quién le había dicho esa vil mentira a mi madre. Un viejo cacique del pueblo. Un tipo obeso, chaparro, de grandes bigotes y de ojillos grises como dos bichos ponzoñosos, dizque muy respetado, que disputaba con mi abuelo ser el hombre que poseía más fincas de café, es decir, ser el hombre más rico del pueblo. Una de sus hijas y uno de mis tíos, el tío de los cochineros, estaban en ese entonces comprometidos en matrimonio. Este sujeto, el repugnante cacique, poco antes del altercado con mi madre, había llegado un día a la tienda y pidió cualquier cosa. Yo lo atendí. Pagó con un billete

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