Historia del pensamiento político del siglo XIX. Gregory Claeys

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Historia del pensamiento político del siglo XIX - Gregory  Claeys Universitaria

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gobierno que no sólo representaba la culminación de la historia sino asimismo, en palabras de algunos observadores, «la victoria de los juristas».

      El auténtico fundador de la «nueva historia» de la Restauración francesa fue Augustin Thierry, un discípulo de Saint-Simon, que rechazaba a la escuela filosófica y fue un escritor prolífico de historia popular, sobre todo de la Edad Media inglesa y francesa (Gossman, 1976; Smithson, 1972). Compartía totalmente la perspectiva whig de Guizot (con su presentismo y su anglofilia), quien, en 1836, le encargó recopilar las fuentes para escribir una historia del Tercer Estado desde la Alta Edad Media; un encargo significativo tanto desde el punto de vista académico como desde el ideológico. «¿Qué es el Tercer Estado?», había preguntado Sieyès en 1789. Y, respondiendo a su propia pregunta, había añadido: «todo», aunque hasta entonces no había sido «nada» y tan sólo había anhelado convertirse en «algo». Thierry recopiló materiales históricos para contestar a la pregunta de Sieyès y describir ese «algo» en lo que se había convertido el Tercer Estado: nada más y nada menos que en la nación misma. En su introducción a su colección de monumenta del Tercer Estado, describe el ascenso de los comunes y el «progreso de las diferentes clases no pertenecientes al estamento nobiliario [Roture] hacia la libertad, el bienestar, la ilustración y la relevancia social» (Thierry, 1866).

      Para Michelet, la historia era a la vez una expresión de la universalidad humana, una lucha entre libertad y fatalismo, una épica nacional, una teodicea y una alegoría del yo; fue escribir historia lo que dio acceso a Michelet al gran canon de la literatura francesa. Pero también fue un gran explorador de «la gran catacumba de manuscritos» que habían sobrevivido a la Revolución. Y al igual que Thierry, escribió una historia metapolítica de autocreación nacional con ayuda de los monumentos jurídicos que constituían tanto las últimas voluntades del Antiguo Régimen como la profecía de la nueva Nación, que, según Michelet, era el legado final de 1789: el triunfo de la ley y la justicia que la primera revolución había prometido. La etapa final del proceso sería la de los tres «días gloriosos» de esa segunda revolución en la que la historia se transformaría en un «Julio eterno» para celebrar la victoria de la libertad sobre el «fatalismo» (Michelet, 1972, II, p. 217; Kelley, 1984a). La imposibilidad de resolver los problemas sociales de principios del siglo XIX y los sucesos de 1848 destruyeron tanto los sueños revolucionarios de fraternidad social –de una nación sin clases– como la monarquía constitucional misma. Pero el ideal burgués de una nación unificada bajo principios liberales se conservó bajo otras formas de gobierno, primero imperial y luego republicana.

      En general, el pensamiento académico de juristas e historiadores cualificó, criticó o se opuso a los ideales de la acción revolucionaria basándose en la experiencia y en la inercia históricas. El derecho revolucionario, incluido el Código Civil, era necesariamente abstracto y no sólo había que interpretarlo sino, asimismo, aplicarlo a casos y problemas concretos. Esa había sido la función de la antigua «ciencia del derecho» y de la jurisprudencia, que procedía con arreglo al precedente o a las intuiciones de los jueces. Los historiadores posrevolucionarios también hacían hincapié en la existencia de fuerzas subpolíticas que obstaculizaban el cambio directo y el control que los defensores de la nueva ciencia social –la «ciencia de la legislación»– atisbaban. Participaron en el debate político con estos argumentos, aunque los constitucionalistas y teóricos macropolíticos no siempre los escucharan.

      LA ESCUELA HISTÓRICA ALEMANA

      En Alemania se llevaba escribiendo historia desde muy antiguo, pero «el pensamiento histórico era algo nuevo allí cuando llegó de rebote tras la Revolución francesa», escribió Lord Acton, quien añadía: «La reacción romántica, que empezó con la invasión de 1794, fue una revuelta de la historia desatada» (Acton, 1985, p. 326). Desde los tiempos de Acton hemos aprendido mucho sobre las raíces dieciochescas de esa influencia, «a la que se ha dado los deprimentes nombres de historicismo y mentalidad histórica» (Acton, 1985, p. 326). Los especialistas alemanes habían adoptado una visión histórica para resolver los problemas políticos, constitucionales y jurídicos mucho antes de la Revolución. La Aufklärung alemana fue muy crítica con el racionalismo acrítico de los philosophes franceses. Los expertos en derecho insistían en el valor del «derecho positivo» (en contraposición al universalismo del derecho natural) y los historiadores, sobre todo los de la Escuela de Gotinga del siglo XVIII, empezaron a estudiar las ideas de individualidad nacional y de evolución cultural. En los escritos de J. S. Pütter (1725-1809) sobre historia constitucional y del derecho, por ejemplo, se rechaza la sistematización abstracta y se opta por el estudio de las costumbres e instituciones de Alemania, que el autor creía «firmemente arraigadas en su constitución, parcialmente en su clima y en todo lo que es común a las circunstancias alemanas» (Reill, 1975, p. 184; Butterfield, 1955; Kelley, 2003). El Volksgeist de Herder era similar, una expresión más filosófica de la naturaleza orgánica de la sociedad, del derecho y de la organización política.

      Sin embargo, las Guerras de Liberación alemanas dieron lugar a un estudio más intensivo del pasado nacional. La nueva Universidad de Berlín, fundada en 1808, sustituyó a Gotinga como centro de estudios históricos y jurídicos (Gooch, 1913). Barthold Georg Niebuhr, Karl Friedrich Eichhorn, Karl Friedrich von Savigny y más tarde Hegel fueron algunas de las figuras del momento que se sintieron atraídas por este nuevo centro de la identidad nacional. Eichhorn publicó el primer volumen de su historia pionera sobre el derecho y las instituciones alemanas, que traslucían a su juicio una vida nacional que se remontaba hasta los francos. Esta obra fue complementada por las antigüedades jurídicas de Jacob Grimm, discípulo de Savigny y, sobre todo, por los Monumenta Germaniae Historica, una colección sistematizada de fuentes históricas y jurídicas que se empezó a publicar en 1826 y que aún se sigue elaborando. Este tipo de recopilaciones fueron la base del intento de reconstrucción del pasado nacional, tarea paralela al movimiento por la unidad política y jurídica del Estado alemán que muchos de estos académicos defendían y alababan.

      El líder de la Escuela Histórica del Derecho del siglo XIX fue Savigny, pero su auténtico fundador había sido Gustav Hugo (1764-1844), quien había estudiado con Pütter en Gotinga y enseñaba derecho en la Universidad de Heidelberg (Marino, 1969; Whitman, 1990, pp. 205-206; Ziolkowski, 1990). La obra fundamental de Hugo era un manual de derecho civil (reeditado muchas veces entre 1789 y 1832) en el que ofrecía una nueva interpretación crítica del «derecho natural como filosofía del derecho positivo». Hugo era el traductor del famoso capítulo 44 de Auge y caída del Imperio romano de Gibbon, consagrado al derecho romano, en el que no hablaba de la historia del derecho como un académico sino como un teórico que desdeñaba la «mera metafísica» y la «dogmática del derecho natural», así como el teorizar vacuo de los fisiócratas o los Ekonomisten (Hugo, 1819, pp. 4, 28). Consideraba que la historia del derecho y la «antropología jurídica» eran los fundamentos del sistema jurídico, una «enciclopedia» útil para la formación de nuevos juristas. Creía que el derecho era la etapa final de la larga evolución de las costumbres de una sociedad o nación concretas. En opinión de Hugo, había que tener un conocimiento de experto en estas materias para poder emitir cualquier juicio político o legal.

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