Historia del pensamiento político del siglo XIX. Gregory Claeys

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Historia del pensamiento político del siglo XIX - Gregory  Claeys Universitaria

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anteriores y su legado para el presente, sigue vivo. Pero, incluso en medio de un revival del interés por el liberalismo en Francia, existe la tendencia a considerar al liberalismo y al republicanismo tipos ideales opuestos y a analizarlos exclusivamente bajo el prisma de la tradición intelectual francesa. Mona Ozouf aduce como prueba del iliberalismo de la Tercera República que sus fundadores estaban más cerca de Comte que de la Ilustración. Cfr. «Entre l’esprit des Lumières et la lettre positiviste: Les républicains sous l’Em­pire», en Furet y Ozouf (eds.), 1993. Por mi parte, sugiero que estamos ante una influencia mutua de nuevos lenguajes legitimadores y novedosas prácticas políticas. Un relato interesante sobre los orígenes liberales de las prácticas políticas en tiempos del Segundo Imperio, sobre todo en torno a las ideas de libertad local y tolerancia al debate, en Hazareesingh, 1998. Esta obra de Hazareesingh sobre la cultura política del Segundo Imperio hace hincapié en el incremento de la identificación política municipal y habla de las exitosas luchas liberales para hacer realidad los principios de una discusión pública razonada a nivel local (1998, pp. 306-321).

      VII

      RADICALISMO, REPUBLICANISMO Y REVOLUCIÓN

      De los principios de 1789 a los orígenes del terrorismo moderno

      Gregory Claeys y Christine Lattek

      INTRODUCCIÓN

      En la primera mitad del siglo, los liberales invocaron el ideal revolucionario contra los autócratas; en la segunda, fueron cada vez más los socialistas, anarquistas y otros demócratas los que lo utilizaron contra la autocracia, la monarquía, la aristocracia, la oligarquía y, con el tiempo, a medida que se difundía la «cuestión social», también contra el liberalismo. En los inicios se adoptó el ideal revolucionario en nombre de la libertad –un principio que seguiría evolucionando en Estados Unidos–, pero luego se lo ligó a la igualdad, la justicia y la ayuda a los pobres –aunque estos extremos también podían definirse en términos de restauración–, novedad e innovación. A veces el ideal revolucionario se mantuvo en la sombra, denostado por liberales y conservadores por igual. Los reformistas que pedían una extensión del sufragio masculino (la meta primera y fundamental de la mayoría de los demócratas del periodo) empezaron a vincular sus demandas a «cuestiones sociales», como la exigencia de un salario digno y una mejora en las condiciones laborales. A partir de 1848 estas exigencias se leían, cada vez más, en clave «socialista» y la meta de la revolución dejó de ser la «libertad» o la «democracia», definidas negativamente por contraposición al gobierno despótico, cuando se optó por cierta variante del principio de «asociación» como alternativa a la competitividad económica entre individuos (Proudhon, 1923a, pp. 75-99).

      Concebida originalmente como un acto de rebelión bien definido y delimitado, la revolución acabó siendo un estado de ánimo, un proceso continuo, destinado a conservar el sentido de la virtud y del autosacrificio en permanence. (Desde un punto de vista negativo, podría considerarse una especie de orgía orwelliana de agitación constante, pensada para generar conformismo blandiendo la permanente amenaza de crisis, y justificar así la dictadura apelando al temor al enemigo externo.) Los revolucionarios se inspiraron en la idea rousseauniana de la voluntad general y afirmaron que podría representarla una elite de revolucionarios comprometidos del partido que decidiría en nombre de la mayoría. Algunos creían que un líder carismático, casi providencial, podría ostentar la representación de ese partido. Invocando el derecho histórico, constitucional o moral a resistir a la tiranía, los demócratas también aceptaban, a veces por necesidad, ciertos enfoques conspiratorios del cambio político que justificaban incluso la violencia individual, el «terror» y el asesinato. La presión a favor de la democracia y de una creciente igualación social fue inexorable en la Europa del siglo XIX, y, poco a poco, también en otros lugares. La Restauración de 1815 sólo alivió temporalmente esa presión desde abajo a favor de la democracia política. Como se señala en uno de los eslóganes clásicos del ideal revolucionario de la época, la reacción fue la causa de nuevas revoluciones (Proudhon, 1923a, pp. 13-39).

      En este capítulo vamos a explorar la evolución de las principales tradiciones europeas radicales y republicanas del periodo, su implicación en los movimientos revolucionarios clandestinos y el surgimiento de estrategias de violencia individual o «terrorismo», que transformaron a la lucha colectiva, como medio para alcanzar las metas revolucionarias, en violencia individual. Aunque nos centremos en las principales tradiciones europeas y norteamericanas, mencionaremos su influencia sobre las derivas imperialistas y antiimperialistas, así como los orígenes de movimientos extraeuropeos y de líneas de pensamiento paralelas.

      TRADICIONES RADICALES Y REPUBLICANAS

      Pese a las revoluciones americana y francesa (e incluso a ejemplos anteriores como el de Suiza), el republicanismo no arraigó en la mayor parte de la Europa decimonónica. Entre 1870 y la Primera Guerra Mundial había hecho pocos progresos, pues Francia seguía siendo la única gran república. Tras la Restauración de 1815, la Santa Alianza de Rusia, Austria y Prusia unió las ideas del Trono y del Altar e intentó suprimir todo movimiento antiautocrático. La monarquía también era popular en algunos de los nuevos estados, como Bélgica. Pero había poderosas corrientes

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