Estereotipos interculturales germano-españoles. Autores Varios
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El tercer texto, escrito otro siglo más tarde, nos aproxima ya a la España del mito romántico. De la mano, ahora, de un célebre libo de viajeros, el Handbook for Travellers in Spain, de Richard Ford, publicado en 1845:
La mula representa en España el mismo papel que el camello en Oriente y tiene en su moral (junto con su acomodamiento al país) algo de común con el carácter de sus dueños: es voluntariosa y terca como ellos, tiene la misma resignación por la carga y sufre con el mismo estoicismo el trabajo, la fatiga y las privaciones.2
El cuarto y último texto, escrito ya en el siglo XX, en 1938, en plena Guerra Civil, por el agregado militar británico en España, muestra ya en fin cómo el estereotipo puede funcionar como la gran clave interpretativa de un presente trágico, al tiempo que se muestra a sí mismo como la culminación sedimentada de toda la sucesión de los sucesivos estereotipos:
El español no es un hombre que se guíe por la razón y tampoco valora la sabiduría si ésta aconseja algo que va en contra de lo que dictan sus instintos. Siendo como es por completo un esclavo de sus pasiones, en las circunstancias presentes podemos esperar que prolongue su resistencia hasta el límite máximo de la capacidad humana (...) La guerra civil forma parte de la tradición nacional; al igual que la corrida de toros proporciona un dividendo gratificante en forma de exaltación emocional. Por eso, la perspectiva de una prolongación indefinida de la guerra civil probablemente causa menos consternación entre la tropa y en España en general que la que suscita en el extranjero (cit. en Moradiellos, 1998: 186).
Después de esta rápida, y por supuesto selectiva, visita a algunos estereotipos sobre España en cuatro siglos sucesivos, parece claro que una primera reflexión puede formularse: no es otra que la de que aquí tenemos, por así decirlo, todo y prácticamente lo contrario de todo.3 Y a ésta habría que añadir, por supuesto, otra reflexión a la que ya aludíamos al inicio de la exposición: el «carácter nacional» es siempre un mito y un mito presentista: lo que es hoy es lo que ha sido siempre, y lo que será siempre.
Podría formularse también un claro colofón: no hay un carácter nacional; y cuando se pretende captarlo no se va sino hacia generalizaciones abusivas, imposibles de verificar, casi siempre inexactas, siempre insuficientes y sin ningún «valor real» (Maravall, 1963). Si además añadimos la variante regional o de las distintas nacionalidades que pueden existir dentro del marco «nacional», la «irrealidad» del estereotipo alcanzaría niveles exponenciales: ¿hay un carácter catalán?, ¿o vasco?, ¿o castellano? Y dentro de cada uno de ellos, ¿hay diferencias? ¿Tiene el mismo «carácter» un guipuzcoano que un bilbaíno? Seguramente ellos lo negarían, aunque para ello tendrían que dar dos pasos más. Primero, reconocer la existencia de un «carácter guipuzcoano» o «vizcaitarra» y, segundo, constatar que el mito del carácter, nacional o no, de los vascos está construido en buena parte utilizando los materiales que guipuchis y bizcaitarras han ido sembrando en sus percepciones recíprocas a lo largo del tiempo.4
Con todo esto no estamos, por supuesto, diciendo nada nuevo. Ahora bien, el hecho de que el mito de los caracteres nacionales sea eso, un mito, no quiere decir en absoluto que no cumpla una función social o cultural, por una parte, y que no tenga, por otra, efectos de realidad.
Cumple una función social o cultural, en efecto, en tanto que funciona como marco interpretativo, como mapa orientativo, como un modo de aproximación al conocimiento de fenómenos generales siempre complejos y difícilmente aprehensibles; como guía, en suma, para el conocimiento de un medio y el modo de situarnos ante él, lo que es tanto como decir que tiene efectos identitarios. Y cumple una función social, cultural y personal, claro, si admitimos con Caro Baroja que hay en ellos, en su construcción y difusión, mucho de pereza mental, mucho de una ley del mínimo esfuerzo que simplifica y da por sabido lo que casi siempre se ignora (Caro Baroja, 1991: 104-105). En este sentido, y aunque no sea ésta una cuestión central en nuestra exposición, no está de más recordar que incluso en la literatura más concienzuda, lo sabido previamente se superpone a lo observado y, con más frecuencia aún, a lo no observado.5
En lo que se refiere a los efectos de realidad, debe señalarse, en primer lugar, que los mitos en general, hoy lo sabemos, construyen «realidad», como la construye el lenguaje, colmo la construyen los discursos. Por tanto, son efectivos, para bien (pocas veces) o para mal (las más).
Y por supuesto, hay que incidir en el hecho de que los mitos, y, desde luego, el de los caracteres nacionales, no son nunca neutros. El mito de los caracteres nacionales no refleja la existencia de una «realidad» llamada carácter nacional, pero sí la construye. La mitogenia de los caracteres nacionales se construye, fija, cambia, siempre desde alguna parte, siempre respondiendo a objetivos o necesidades precisas. Los cuales pueden ser, de hecho lo son casi siempre, conflictivos, de donde el carácter poliédrico y mutante del estereotipo, y de donde también la gran paradoja: la extraordinaria versatilidad de los estereotipos nacionales se conjuga siempre con su pretensión esencialista.
Veremos todo esto más de cerca observando las construcciones ya vistas, y alguna más, del «carácter nacional» de los españoles. En el siglo XVI –texto de Bodin– España es el Imperio, la gran potencia europea, la dominadora. No es de extrañar, por tanto, que los atributos del carácter nacional –de la naturaleza de los españoles– adopten valores positivos: flemático, sosegado, firme, contemplativo, ingenioso. Aunque dentro de esa visión positiva, no falte una connotación –la de la astucia– que bien puede ser ambivalente, y que, en cierto modo, anticipa un estereotipo que se aplicará hasta la saciedad respecto del gran imperio sucesor, el británico: «la perfidia de Albión». Pero nótese también que en todos los casos los materiales son previos, solo que son reactivados, ordenados o postergados en tanto se buscan pautas explicativas para una realidad histórica dada. Así, en Bodin se apelará a factores geográficos –lo meridional y lo septentrional– haciendo acopio para ello de apuntes de la antigüedad clásica. Más allá del cambio radical que experimentarán en los siglos sucesivos las percepciones sobre lo meridional o septentrional, debe notarse que aquí no estamos todavía en el momento de los Estados-nación, de donde el carácter difuso de los pueblos y las circunstancias referidas en el texto de Bodin.
En el siglo XVIII la situación ha cambiado radicalmente: la España imperial, combatida también desde el plano de la «leyenda negra», se adentra por los caminos de la decadencia. Ya no hay que explicar las causas de sus éxitos, sino la de sus fracasos. Pero, aun con ser importante, éste no es el cambio fundamental desde la perspectiva de la construcción del estereotipo. Lo fundamental radica ahora en el hecho de que el siglo XVIII será el siglo de la Ilustración y aquel en el que empieza a formarse un sujeto nacional, a través de lo que conocemos como «nacionalismo ilustrado». En uno y otro caso, desde la perspectiva de la construcción del sujeto ilustrado y del sujeto nacional, la construcción del otro es absolutamente fundamental. No hay «yo» sin «otro». No es casualidad, por tanto, que de Montesquieu a Rousseau vayan a buscar fuera –a la vez que dentro– el contrapunto, el negativo del propio proyecto. Y, desde luego, nadie mejor situado que la España que parecía arrastrar la leyenda negra hacia los caminos de la propia decadencia.
En este sentido, el texto de Montesquieu es ilustrativo en tanto parece amalgamar materiales que vienen de antes –de la pasada grandeza y de la leyenda negra– con los de otro presente en el que se adivinan ya algunos rasgos que llegarían