Contarlo para no olvidar. Maruja Torres

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Contarlo para no olvidar - Maruja Torres Voces

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generación que le quedaba desfasada y ante una sociedad que se sacudía la naftalina de la dictadura. Maruja no solo lo hacía con transgresiones dialécticas, sino con transgresiones vitales. Por generación y condición social, esta niña de barrio, carne de calle, podría haber tenido una vida mundana, ordinaria e invisible. Pero los libros le mostraron el mundo y agudizaron una curiosidad casi endémica por lo que pasaba más allá de su habitación, de su casa, de su barrio, de su país. La pasión por saber se sumó a la pasión por narrar, y el periodismo —entonces pujante y emergente, casi experimental en una España que arrastraba décadas de censura— le facilitó la excusa para vivir de su vocación al tiempo que desempeñaba un papel social.

      Al principio, entre 1966 y 1976, compaginó el convencionalismo de La Prensa con la información frívola de Garbo —su antológica memoria le lleva todavía hoy a rememorar los chismes que rodeaban a las cortes reales internacionales en aquellos años—, el humor político de Por Favor y la crónica cinematográfica de Fotogramas, una revista que alentó su pasión por el cine y que le permitió comenzar a viajar a festivales.

      En 1981 dejó Barcelona para instalarse en Madrid como periodista freelance y terminó reporteando en prensa nacional, inicialmente para El País, aunque con una incursión en Cambio 16 de tres años que la curtieron como reportera. En 1987 regresó a El País seducida por la empresa con promesas de independencia.

      Viajó por América Latina, África y Oriente Medio en coberturas que compatibilizó con columnas de opinión tan irreverentes como certeras, y que forman parte de la historia del periodismo español. Nunca se le cayeron los anillos: igual se disfrazaba de gitana para infiltrarse en la comunidad romaní (ni el bedel de Cambio 16 la reconoció cuando entró en la recepción «con las medias por los tobillos») que viajaba a Sudáfrica con un visado de turista para investigar los odios latentes una década después de la matanza de estudiantes de Soweto.

      En la extrema complejidad de Oriente Medio encontró el desafío de entender. Trabajó profusamente en Palestina, ocupada militarmente por Israel, y en el Líbano durante los años más oscuros de la guerra civil, cuando por el día todos disparaban contra todos y, por las noches, los libaneses se bebían sus miedos para no tener que afrontar otra noche de bombardeos. Beirut se convertiría en una suerte de ciudad fetiche, de hogar elegido. Se marchó en 1989 tras el Acuerdo de Taif, que puso fin al conflicto. Días después fue enviada por El País a documentar la caída del Muro de Berlín. Semanas más tarde, en plena cima de su carrera, llegó el puñetazo que desgarra tarde o temprano al periodista de guerra. «La muerte de Juantxu Rodríguez en Panamá fue un antes y un después. Antes de verle morir, me creía inmortal. Cuando pude volver a Panamá, un año después, regresé al lugar para comprobar que había, efectivamente, orificios de bala», rememora hoy.

      Maruja comprendió que los periodistas somos mortales, pero la conciencia del peligro no la retiró: simplemente la entrenó. No solo estaba donde había que estar: le mordía la curiosidad, le intrigaba comprender y sabía contarlo de forma que el lector más despistado terminaba cautivo de su relato, deseoso de recibir más en la edición del día siguiente. Era de esas firmas que generan suscripciones. Y además estaban los libros, en los que encontró el formato perfecto para expresarse, experimentar, divertirse y divulgar sin limitaciones de espacio. Aprendió a escribir con Amor América, un viaje sentimental por América Latina (1993), pero la consagración le llegó con Mientras vivimos, reconocido en 2000 con el Premio Planeta, uno de tantos galardones literarios que consagraron a la Torres novelista. Antes, premios como el Francisco Cerecedo o el Víctor de la Serna habían reconocido su talento como periodista.

      Conocí a Maruja cuando regresó a Beirut en 2006 — durante la enésima guerra de Israel— para convertirse en una corresponsal autoenviada y autofinanciada. El diario ya no era ni una sombra de lo que había sido —el referente de toda una generación de españoles— y ella ya comenzaba a desenamorarse.

      Seguramente por eso, el trauma del divorcio —fue despedida en 2013 como columnista porque la nueva dirección ya no quería su opinión en El País— fue superado sin dramas. Se deshizo en tiempo récord de la paisitis tras tres décadas —en su mayor parte, felices— en Prisa: no tuvo síndrome de abstinencia, seguramente porque reconoció — antes incluso que la propia empresa— el deterioro, fruto de la pésima administración, que devoraba la calidad de la que había sido su casa profesional.

      Se dejaba llevar por su innata curiosidad, propia de la niña del Barrio Chino que sigue controlando parte de su personalidad, para comprender antes de explicar. Si no lo entendía, no lo podía contar. Y si no lo contaba, reventaba. Eso era precisamente lo que la consagró ante mis ojos como la periodista a la que emular: no solo lo hacía como debía; además, y casi más importante, no pretendía ser ejemplo para nadie.

      Desafió a su destino y encontró en el periodismo y en la literatura vehículos para saciar sus necesidades. La narración era la excusa perfecta para vivir, para comprender lo que vivía, para investigar lo que no comprendía y para digerir el mundo que nos rodea. Y sus relatos nunca perdieron la humildad ni la humanidad. Porque nunca aspiró a ser la decana ni la maestra, solo a narrar sin prejuicios ni lentes políticas, religiosas o sociales. Por eso le sorprendió su propio éxito, como se sigue sorprendiendo de recibir elogios.

      Inclasificable e impulsiva, mujer de amores y odios, valiente y deslenguada, feminista y mujer de principios, humanista nata y, sobre todo y ante todo, amiga de sus amigos, Maruja no ha parado de viajar para alimentar sus experiencias ni siquiera a pesar de sus delicadas rodillas: la falta de rótulas no le impide seguir trotando miles de kilómetros para ver a sus afortunados amigos y familias elegidas.

      Cuando no la conocía, soñaba con trabajar con ella. Desde que nos queremos, entiendo sin embargo lo difícil que habría sido trabajar con Maruja sobre el terreno. Me resulta imposible resistirme al sentido del humor desproporcionado y masivo, en ocasiones ingenuo y a veces retorcido, que no puede contener. Las carcajadas nos habrían hecho demasiado visibles, y en las guerras la invisibilidad es siempre una virtud.

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       Mónica G. Prieto

       Maruja Torres sobre Mónica G. Prieto

      Cuando este oficio se volvió precario, Mónica G. Prieto (Badajoz, 1974) ya estaba pertrechada con la formidable resistencia del freelance de raza —porque serlo es, también, o lo fue, o debería serlo, una decisión personal propia de los mejores reporteros—, que constituye uno de los principales rasgos de su personalidad profesional. Aquel por el que más la admiro, aunque no el único.

      En 2005, Prieto tenía nómina en El Mundo, tenía un estatus que se había ganado a pulso a lo largo de una trayectoria iniciada más de diez años atrás, cuando empezó a afilar su instinto en Onda Cero. Sus primeros dientes como reportera internacional le salieron en Chiapas, México, en la rebelión campesina que parecía hecha a la medida de una reportera jovencísima, apasionada e idealista. Invirtió en ella sus vacaciones y sus ahorros: la infancia del freelance que, con el tiempo, la crisis y la codicia e incapacidad de muchos empresarios, iba a convertirse en nuestro pan de cada día. Interesó. Publicaron sus reportajes. Era un tiempo en el que lo bien investigado y lo bien escrito todavía llamaban la atención en los periódicos o, al menos, en sus ejecutores más inteligentes.

      Y así llegó hasta hoy. Estamos en Bangkok, su último destino —ya mismo, otro: Shanghái—, haciendo lo que tantas veces hicimos: conversar sobre periodismo. Nuestro patrocinador y testigo es Agus Morales, de quien ha sido la idea de reunirnos para 5W, y nunca se lo agradeceré bastante. Una ocasión más, y esta vez para que quede escrito, de retroalimentarme, intercambiando puntos de vista

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