Las elites en Italia y en España (1850-1922). AAVV
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Esos planteamientos formaban parte de una visión melancólica de la historia española que iluminaba con pesar las ausencias y lamentaba los fracasos, que se fijaba, más que en lo que había ocurrido, en lo que había fallado o nunca había sucedido. Según ese enfoque pesimista, España había visto, cuando menos, cómo se frustraban todos los grandes procesos de modernización que habían marcado la trayectoria de los países más avanzados de Europa, en especial de Gran Bretaña y Francia: no se habían producido ni una auténtica revolución burguesa ni una revolución industrial; los regímenes liberales habían carecido de autenticidad y no se habían orientado hacia la democracia; el Estado, débil y corrupto, ni siquiera había procedido, se añadió más adelante, a la nacionalización de los españoles. Por tanto, España constituía un caso diferente, anómalo, incluso excepcional, en el contexto europeo. Dicho de otro modo, los historiadores dibujaron una especie de Sonderweg, de camino especial español, con apreciaciones que en ocasiones recordaban a las aplicadas de un modo parecido a Alemania o Italia, países que, por diferentes motivos, también habían acabado mal. En España se fue trazando una senda compuesta de fracasos que desembocó en el fracaso colectivo por excelencia: la guerra civil de 1936-1939, y que se prolongó con la longeva dictadura que había emergido del conflicto hasta alcanzar diferencias intolerables con los vecinos. Pese al énfasis en los factores estructurales, a menudo se hacía responsables de estos fracasos y estas ausencias a los elementos más poderosos del país, se los llamara oligarquía, elites o burguesía: su debilidad crónica, su egoísmo y su miedo al pueblo, su sordera ante las demandas sociales o su falta de voluntad modernizadora o nacionalizadora estaban en la raíz del alejamiento de España respecto al canon del progreso occidental.7
En las dos últimas décadas se ha ido cambiando este paradigma melancólico por otro más equilibrado, que no sólo enfatiza las ausencias sino que también valora los logros. Ciertas posturas triunfalistas han proclamado los éxitos o la normalidad de la España contemporánea, pero en general se rechaza la existencia de un modelo único respecto al cual sea posible establecer qué es normal y qué no, y tiende a considerarse que el caso español, como los demás casos nacionales, albergó algunas peculiaridades pero incluyó los mismos procesos y problemas fundamentales que afrontaron otros países europeos en la era liberal. Algo parecido ocurriría con las elites, descargadas de responsabilidad y de juicios morales más o menos atinados. Con el tiempo, la crisis de las escuelas que preferían las explicaciones estructurales ha permitido otorgar una mayor relevancia a las acciones de los individuos, y el foco historiográfico se ha desplazado desde los grupos subordinados hacia los dirigentes, tanto en el terreno social como en el político. Todo ello ha favorecido la proliferación de estudios sobre las elites españolas, quiénes eran y qué hicieron. El goteo anterior de investigaciones acerca de autoridades o plutócratas ha dado paso a una heterogénea multitud de trabajos difícil de abarcar y someter a clasificación.8
En cuanto al término y al concepto de elite, ambos siguen expuestos hoy a cierta confusión, o al menos a algunas dudas, en la lengua corriente y en los textos académicos. De hecho, el vocablo francés élite no entró en el diccionario canónico de la lengua castellana, el de la Real Academia Española, hasta 1984, transcrito como «elite». El diccionario lo definía como «minoría selecta o rectora» y lo ligaba a otras voces nuevas como «elitista» y «elitismo». Otros diccionarios han ofrecido acepciones similares. Pues bien, todavía existen dudas sobre cómo se escriben estas palabras, y resulta frecuente encontrar las formas «elite» y «élite», con sus respectivos plurales «elites» y «élites», de manera indistinta. Los principales libros de estilo periodísticos discrepan al respecto y, de hecho, el diccionario de la Academia ha acabado por aceptar ambas versiones en su edición del 2001. En cuanto a su pronunciación, las dudas son aún mayores, y lo habitual es que se escriba «elite» y se diga «élite».9 La confusión afecta asimismo al propio concepto. Como señaló Pedro Carasa, elite se usa con frecuencia como un comodín amorfo y pretendidamente inocuo que permite evitar otros conceptos actualmente más polémicos, como burguesía, clase dominante u oligarquía, o se mezcla de forma indiscriminada con ellos, aunque pertenezcan a tradiciones interpretativas diferentes y hasta incompatibles, en un discurso superficial y ajeno a cualquier inquietud teórica.10 Es más, muchos artículos, tesis doctorales y libros incluyen en su título el término elite y después apenas se ocupan de caracterizar o definir a los grupos dirigentes de la sociedad que estudian. Ha habido algunos intentos de depurar el concepto, por ejemplo a través de la búsqueda de su genealogía en las obras de Gaetano Mosca o Wilfredo Pareto, pero lo habitual es que su uso sea meramente descriptivo.11 Es decir, se suele entender que las elites las forman las capas superiores de cualquier colectividad, sin más, o en los estudios más elaborados, quienes poseen y ejercen el poder en sus múltiples dimensiones sociales.
LOS ESTUDIOS RECIENTES
Una aproximación inicial al trabajo de los historiadores en los últimos veinte años podría atribuirle cinco rasgos básicos: la predilección por los protagonistas de la vida política frente a otros personajes, la sorprendente escasez de colaboraciones con otras ciencias sociales que se ocupan de los mismos asuntos, el incremento del número de biografías, el peso enorme de lo local y la preferencia por la Restauración como período clave y por el caciquismo como cuestión fundamental.
En primer lugar, la mayoría de las investigaciones se ha centrado en la descripción de las elites políticas, sobre todo de los parlamentarios y de los ministros, y en menor medida de quienes ocuparon puestos de responsabilidad en instituciones provinciales o municipales. Quizá el mejor indicador de esta tendencia se halle en la edición de diversos diccionarios que recogen una información exhaustiva sobre las trayectorias de diputados y senadores.12 Tanto de los parlamentos como de los ministros, se han procesado datos sobre edad, relaciones familiares y sociales, origen geográfico, formación académica, perfil profesional, vínculos con la nobleza, carrera política, adscripción partidista y estabilidad en el cargo, todo lo cual ha arrojado resultados bastante precisos, en especial sobre el primer cuarto del siglo XX.13 Muy cercanos en su desarrollo se sitúan últimamente los estudios sobre las elites económicas y empresariales, donde el seguimiento de las estrategias adoptadas por las organizaciones corporativas ha ido acompañado de un notable afán por escribir semblanzas biográficas de grandes hombres de negocios, incluyendo algunas enciclopedias especializadas.14 Ha habido asimismo aproximaciones a las elites intelectuales y trabajos aislados sobre jerarquías eclesiásticas y militares. En cambio, los especialistas tienden a olvidar elites que han recibido mucha atención en otros países, como las burocráticas –desde directores generales hasta miembros de altos cuerpos de la administración pública, desde gobernadores civiles hasta profesores universitarios– o las profesionales –por ejemplo, resultan muy tímidas las pesquisas sobre abogados, médicos y sanitarios en general, periodistas o cuadros directivos de empresas–. Es decir, los estudios se difuminan en aquellos entornos sociales que tocan con las clases medias.15