Soñar despiertos la fraternidad . Francisco Javier Vitoria Cormenzana
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Esta misma «hipoteca» grava la valoración cristiana de la familia, y cualquier consideración de ella ha de tenerla a la vista. «Lo que fue decisivo para Jesús debe serlo también para la familia. Cualquier proyecto de familia vivido desde la fe debe estar subordinado al reino de Dios y solo puede ser comprendido correctamente desde él» 43.
Esta subordinación de la familia al servicio del Reino exige que los cristianos en familia tengan prácticamente su corazón en la construcción del reino de Dios (= «su tesoro»: la familia humana de los hijos de Dios, cf. Mt 6,21). Desde esta opción fundamental elaborarán y jerarquizarán sus proyectos y estrategias de acción histórica. También los de la vida familiar. Pues han aprendido de Jesús que también la familia se construye desde una «situación célibe», es decir, desde un modo de servir al Reino que relativiza parcialmente la construcción de la familia porque percibe las urgencias y prioridades de la fraternidad del Reino. La familia humana es un espacio donde el Reino ya se realiza, pero este no se confunde con ella. Dicho en jerga teológica: las estrategias para proteger la familia y su construcción –como Dios manda– están sometidas a la relativización y jerarquización del «todavía no» o del «todavía tampoco» de la fraternidad universal del reino del Padre. No pocas veces, tras las defensas a ultranza de la institución de la familia se oculta una realidad familiar encorvada sobre sí misma e incapaz de percibir su responsabilidad en la construcción de la fraternidad de nuestro mundo, es decir, en el servicio al reino del Padre.
e) La pobreza asumida por Jesús, generadora de condiciones históricas para la fraternidad 44
La relación con el dinero siempre abre un debate sobre en qué consiste «la vida buena», que no debe confundirse con «la buena vida». En este caso, el orden de factores altera el producto. ¡Y de qué manera! Recientemente, un gurú económico, colaborador habitual en el periódico de mayor tirada del País Vasco, criticaba la petición sindical de subida del salario mínimo interprofesional y hacía taxativamente la siguiente afirmación: «Todo el mundo quiere ganar más, pero primero hay que generar riqueza para poder repartirla». No tenía ninguna duda. No existen ciudadanos que «no quieren ganar más». El axioma capitalista del «máximo beneficio» afecta necesariamente a la elaboración del deseo humano como la ley de la gravedad a la caída de los cuerpos: no querer ganar más es tan imposible como caerse de un sexto piso y no estrellarse contra el suelo. Es lo que tiene escribir como un «teólogo» del actual capitalismo, que funciona como una religión (W. Benjamin), en lugar de hacerlo como un experto en economía, que es una ciencia social. No se deben confundir las condiciones duras de vida con la pobreza ni la producción de bienes con la riqueza. La riqueza es consecuencia de la acumulación excesiva de los bienes producidos en manos de unos miembros de la sociedad (los ricos) en detrimento (por falta o escasez) de los bienes en manos de otros (los pobres). En realidad, no hay pobreza sin riqueza o hay pobres porque hay ricos. Así de claro.
En este contexto, la relación con el dinero se convierte en una práctica fundamental del ascetismo como proyecto económico-político. Un uso determinado del dinero
implica siempre el rechazo de otro modelo que también pretende hacer lo mismo, pero que no sería capaz de cumplir con lo prometido. Los que han optado por la riqueza como elemento imprescindible para poder vivir tienen que rechazar otro tipo de vida que carece o prescinde de este exceso de bienes y poder, calificándola como incapaz de satisfacer los deseos más básicos o elevados del ser humano. En cambio, los que han optado por la pobreza como puerta de entrada en una vida mejor tienen que rechazar como engaño el modelo de vida que la riqueza había prometido asegurar. Desde la pobreza asumida, la riqueza puede dejar un buen sabor en la boca de los sueños, pero se volvería en el estómago del vivir diario una realidad amarga 45.
f) La pobreza asumida de Jesús
En este debate participó activa y personalmente Jesús de Nazaret. Aquel judío marginal fue un trabajador de la construcción (cf. Mc 6,3) e hijo de un padre con el mismo oficio (cf. Mt 13,55). Procedía de una familia que, aunque sus padres ofrecieron el sacrificio de purificación destinado a los pobres (un par de tórtolas: cf. Lc 2,24), no pertenecía al grupo de los pobres (siervos-esclavos y mendigos). Sin embargo, no es aventurado pensar en las duras y precarias condiciones de vida de una familia de trabajadores en un pequeño pueblo como era Nazaret. Cuando Jesús abandona su profesión para convertirse en un predicador ambulante, su situación económica empeora. Pasa a vivir como los rabinos, que tenían prohibido cobrar sus lecciones sobre la Ley. Esta prohibición estaba vigente en tiempos de Jesús. Así lo atestiguan los evangelios: «Gratis lo recibisteis, dadlo gratis. No os procuréis oro, ni plata, ni cobre en vuestras fajas; ni alforjas para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón; porque el obrero merece su sustento» (Mt 10,8-10). Jesús parece que no llevaba personalmente ningún dinero consigo (cf. Mc 12,13-17) y aceptaba la ayuda de algunas mujeres, que «les servían con sus bienes» (cf. Lc 8,1-3). Así que podemos colocar a Jesús junto con los rabinos entre los estratos pobres de la población 46. Y a esta situación parece referirse la frase de que «el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza» (Mt 8,20). La tradición paulina recordará a Jesús como aquel que, «siendo de condición divina, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo» (Flp 2,6-7). Los pobres y desvalidos no fueron únicamente objeto de sus desvelos compasivos, sino que fueron acogidos por Jesús como sus hermanos menores (cf. Mt 25,40).
Los evangelios «recuerdan» dichos y hechos de Jesús que refuerzan su asunción voluntaria de la pobreza y su relación con el dinero:
Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios [...]
Pero ¡ay de vosotros, los ricos!, porque habéis recibido vuestro consuelo (Lc 6,21.24).
Al que te quite el manto no le niegues la túnica. A todo el que te pida da, y al que tome lo tuyo no se lo reclames (Lc 6,29-30).
No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias (Lc 10,4).
Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros hemos perdonado a nuestros deudores (Mt 6,12).
No amontonéis tesoros en la tierra, donde hay polilla y herrumbre que corroen, y ladrones que socavan y roban. Amontonaos más bien tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni ladrones que socaven y roben. Pues donde está tu tesoro allí estará también tu corazón (Mt 6,19-21).
Nadie puede servir a dos señores; porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al Dinero (Mt 6,24).
La pobreza asumida por Jesús y todo este conjunto de textos evocan un andar económico «fuera» del marco normal y reflejan su rechazo crítico del proyecto económico-político en el que vive: la vida buena
no dependería de la riqueza, no había que proteger o guardar nada, ni una almohada, ni una bolsa, una alforja o unas sandalias. Las deudas habría que perdonarlas, es decir, anularlas. El tesoro «en el cielo» [en el reino de Dios] tiene que ser otra cosa diferente del tesoro sobre la tierra. Lo que ni la polilla ni la herrumbre pueden corroer ni los ladrones tocar no es un «tesoro» en cualquier sentido normal de la palabra. Por eso el corazón, cuyo tesoro no es de la tierra, sino del cielo [del reino de Dios], está dispuesto a dejar que el tesoro normal quede malgastado,